Instintivamente, a poca memoria histórica que se conserve, hay palabras que asustan. Y por eso no extraña que se busquen otras formulaciones con menos carga simbólica, aunque en el fondo vengan a significar lo mismo. Eso ocurre desde el pasado 24 de febrero con la manera de calificar la invasión rusa de Ucrania y, por extensión, la situación que define la relación entre Rusia y lo que Moscú denomina el “Occidente colectivo” (EEUU-OTAN-UE).
Recordemos que el lenguaje que ha impuesto Vladimir Putin a los suyos define su actuación en Ucrania como una “operación especial militar”, evitando tanto el uso de la palabra guerra como la de invasión. Es ahora, tras el desastre que ha supuesto el hundimiento del buque insignia de su flota del mar Negro, cuando sus principales noticieros comienzan a hablar de III Guerra Mundial y sus portavoces apuntan a una posible declaración de guerra. Con esto último Putin estaría buscando vía libre para decretar una movilización general- lo que incluiría la posibilidad ilimitada de utilizar conscriptos fuera del territorio de la Federación- y para activar el artículo 4 del tratado de la Organización de Seguridad Colectiva- procurando así sumar los refuerzos que Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán le presten en su afán por imponerse en Ucrania.
Por otra parte, ya hace semanas que Moscú dejó claro que todo apoyo a Ucrania por parte de terceros países- fuera en forma de sanciones contra Rusia o de suministro de material militar a Kyiv- tendría repercusiones insoportables para quienes decidieran dar ese paso. Y, por si alguien no se sintiera señalado, el pasado 5 de marzo dio a conocer un listado de 48 países a los que definía como hostiles, con los Veintisiete en lugar destacado, además de Canadá, Estados Unidos, Japón o Reino Unido. En definitiva, para Putin no cabe ninguna duda de que, más allá de las palabras usadas en cada caso, estamos en guerra.
Sin embargo, visto desde la perspectiva occidental, no parece que la opinión sea tan unánime. Todavía a estas alturas hay quienes siguen creyendo que solo cabe hablar de guerra cuando se produce un choque frontal entre fuerzas armadas de dos o más bandos enfrentados. Y dado que en esta ocasión no hay tropas de combate de ninguno de los países miembros de la OTAN o de la Unión Europea luchando en Ucrania contra unidades militares rusas, consideran que no cabría aplicar ese término. El recurrente mito del avestruz escondiendo la cabeza ante el peligro, como si con ese gesto pudiera librarse de las consecuencias de sus actos (sanciones y suministro de armas en este caso), sirve de inmediato para mostrar la inutilidad de un planteamiento escurridizo como ese.
La guerra, como es bien sabido, se desarrolla simultáneamente en muchos frentes y el puramente militar no es, desde luego, ni el único ni siempre el más importante. En un mundo cada vez más globalizado el componente económico, tanto en el plano comercial como en el financiero, y las sanciones contra un país pueden resultar armas más potentes que los misiles o las balas. En el caso de una economía de monocultivo como la rusa, tan dependiente de los precios de las materias primas energéticas, las cinco rondas de sanciones que diversos países occidentales han decidido aplicar están dañando seriamente a Moscú. Por supuesto, no cabía esperar que evitarán la invasión, pero si hubiera voluntad para incluir la prohibición de importaciones de gas y petróleo, a buen seguro le obligarían a replantearse seriamente su apuesta militarista.
Del mismo modo, hay que entender que el suministro de armas y de inteligencia, la asesoría y las labores de instrucción de las fuerzas ucranianas, el apoyo en guerra electrónica y la campaña informativa para contrarrestar la narrativa rusa son otros tantos frentes abiertos que nos colocan en la diana rusa como objetivos a batir. Dicho de otro modo, la percepción rusa respecto a los países que apoyan a Ucrania en esos ámbitos no depende de que finalmente algunos de ellos decidan traspasar a partir de ahora los límites autoimpuestos hasta aquí, y acaben poniendo más y mejores aviones y carros de combate, artillería antiaérea o misiles contra carro en sus manos. Para Moscú todos ellos son actos de guerra.
En consecuencia, querámoslo o no, estamos en guerra con Rusia. Una guerra que afecta a nuestra seguridad (más adelante) y a nuestro nivel de bienestar (ya ahora). Una guerra que será más o menos prolongada, dependiendo precisamente del nivel de implicación que decidamos. Ucrania, por sí sola, no tiene mucho más margen de maniobra una vez que ya tiene embebidas en combate a todas sus fuerzas armadas, incluyendo los batallones de defensa territorial y los componentes de la Legión Internacional. Está resistiendo al límite de sus posibilidades frente a una Rusia que, a pesar del pésimo rendimiento de sus tropas, cuenta con más efectivos humanos y materiales para incrementar aún más el castigo, sin descartar el uso de armas de destrucción masiva. La batalla del Donbás se convierte ahora en el “momento decisivo” en el que está en juego la existencia misma de Ucrania como Estado soberano, frente a una Rusia que no va a cejar en su empeño. De ese Occidente colectivo depende si esa batalla deriva en una guerra de desgaste sin final a la vista, o si Ucrania logra hacer ver a Putin que solo le queda la vía de la mesa de negociaciones.
Imagen: Catedral de San Basilio en Moscú, Rusia. Foto: Дмитрий Трепольский