Tras el repetido fallo de la mayoría de las encuestas y de las predicciones electorales volvió a estallar la sorpresa en las elecciones argentinas. La liebre, distinta esta vez, pero liebre, al fin y al cabo, salió nuevamente de la chistera, confundiendo a propios y extraños. Sin saber exactamente a qué atribuir la victoria de unos o la derrota de otros, lo cierto es que en esta ocasión ni fue la economía, estúpido (¿o sí?), ni la corrupción ni tan siquiera la inseguridad ciudadana. Para muchos votar fue un renovado acto de fe.
En un contexto tan deteriorado como el argentino, con las expectativas ciudadanas tan por el suelo, el candidato y ministro de Economía pudo imponerse de forma contundente (36,68%), por más de seis puntos de diferencia frente al exaltado economista libertario (29,98%). Éste, feroz propietario de una colosal motosierra, se sentía llamado por el liberalismo austríaco a derrumbar todos los pilares que sostienen al omnipresente Estado argentino. Por cierto, un Estado del cual vive tanta gente, comenzando por empresarios, trabajadores y políticos, y cuya reducción o caída supondría una hecatombe para muchos.
Sergio Massa ganó la primera vuelta porque esta vez el andamiaje territorial peronista (gobernadores e intendentes –alcaldes–) funcionó a la perfección y cada cual cumplió con gran eficacia con su obligación. También, porque el candidato peronista supo resaltar las amenazas que la candidatura de Javier Milei suponía para lo público (enseñanza, sanidad, ciencia y tecnología, entre otros temas) y para algunas libertades recientemente conquistadas, como el matrimonio igualitario y el aborto.
Fue precisamente en torno a esas cuestiones donde la tercera en discordia, Patricia Bullrich, no supo identificar a su enemigo y erró frontalmente en su estrategia. Se olvidó de Milei, con quien inicialmente no quiso confrontar, y de recordar a la gente, a sus potenciales votantes, todo lo que podían perder si ganaba el candidato ultraliberal. Y dejó ese trabajo en manos de Massa, quién sí supo sacarle un excelente partido. Desde ese punto de vista, su lectura de la coyuntura política fue mucho más comprensiva y también la que más réditos proporcionó.
Tampoco se debe olvidar que la candidatura de Bullrich venía muy golpeada desde su propia concepción. Se equivocó seriamente el expresidente Mauricio Macri cuando favoreció el enfrentamiento cainita con Horacio Rodríguez Larreta, que desembocó en un feroz combate interno que acabó con Juntos maltratados y desunidos. Lo que hasta entonces era prácticamente un paseo militar hacia la Casa Rosada se convirtió en una pesadilla, donde el liderazgo brillaba por su ausencia y el relato se había convertido en una fábula infantil incapaz de ilusionar a nadie, ni siquiera a los más firmes convencidos.
Inmediatamente, tras el anuncio de que el balotaje se disputará entre Massa y Milei, comenzaron las especulaciones en torno a la identidad del futuro presidente. Para serlo, Massa debe comenzar por sumar todos los votos de Juan Schiaretti (6,78%) y de Myriam Bregman (2,70%), más el de algunos, muchos, radicales, de modo de alcanzar el 50% del apoyo popular. Pero, para que Milei resulte elegido es necesario que aglutine al conjunto del espectro antikirchnerista, prácticamente sin perder ni uno solo de los votos de Bullrich (23,83%). Es una tarea hercúlea pero no imposible. Aquí, sin embargo, los peores enemigos de Massa y de Milei son ellos mismos. Por tanto, el resultado dependerá de cuán mal lo haga uno u otro, teniendo presente que Massa es mucho mejor político, más hábil y con más cintura que Milei.
De todos modos, esta segunda vuelta, como cualquier balotaje, será una nueva elección, donde las garantías del pasado no necesariamente seguirán funcionando como hasta ahora.
Las tomas de posición de los líderes, la deriva de la opinión pública, el debate en televisión (12 de noviembre) y el desarrollo de la campaña serán decisivos para el resultado.
Con independencia de quien resulte ganador, se avecinan tiempos complicados para Argentina. Para comenzar, la incertidumbre del próximo mes (hasta el 19 de noviembre, fecha de la segunda vuelta) agudizará las tensiones de una economía tironeada desde todos sus extremos. Cuántos menos brotes inflacionarios o menos sorpresas con el dólar mejor para uno o peor para el otro. La sorpresa ya saltó en las dos ocasiones previas de este proceso y nada ni nadie (menos las encuestas) pueden garantizar que no se repita.
Una vez conocida la identidad del nuevo presidente y hasta el 10 de diciembre, fecha del comienzo de su mandato, tampoco las cosas serán fáciles. Pero, las verdaderas dificultades comenzarán a partir de entonces, en unas condiciones muy difíciles, por no decir imposibles, para garantizar la gobernabilidad. Con la irrupción de La Libertad Avanza (LLA) el parlamento ha quedado aún más fragmentado. Conseguir mayorías para aprobar las leyes y convalidar decretos requerirá artes negociadoras de excepción.
Hasta ahora, alcanzar consensos era complicado en un panorama dominado por la “grieta” (polarización). La gobernabilidad de los próximos años también dependerá del futuro de las principales fuerzas políticas, comenzando por el sentido de la renovación del liderazgo peronista/kirchnerista y la propia supervivencia de Juntos por el Cambio (JxC). ¿El kirchnerismo mantendrá su predominio en el peronismo, especialmente tras su triunfo en la provincia de Buenos Aires o Massa se hará cargo del partido, sin delegar sus responsabilidades? Por otra parte, ¿seguirán juntos macristas y radicales o todo el andamiaje, costosamente estructurado en el pasado reciente, saltará por los aires?
Como ocurrió en las PASO, esta vez las predicciones tampoco se cumplieron y las elecciones se apartaron bastante de la normalidad. Al menos en la primera vuelta no funcionó en Argentina el voto de castigo a los oficialismos, tan presente en prácticamente toda América Latina. Como en Paraguay recientemente, con otro triunfo del Partido Colorado, la maquinaria clientelar del peronismo funcionó a la perfección. El temor al abismo, el salto a lo desconocido se impuso ante el sentimiento de un desastre inminente.
Massa dijo que su triunfo permitiría cerrar la grieta. La cuestión es si podrá cumplir con una promesa, promesa que Alberto Fernández fue incapaz de honrar. Claro que si gana Milei la sensación de vértigo será aún mayor, salvo que para poder alcanzar la vitoria se convenza (o lo convenzan) de que con sus actuaciones, estridencias y salidas de lugar no basta. Que necesita cambiar su discurso y articular un programa con propuestas concretas. Por eso, sea Milei o sea Massa el elegido en unas nuevas elecciones paranormales, lo más complicado está por llegar, en una coyuntura donde los dos candidatos se han mostrado admiradores del pensamiento mágico y de las mariposas amarillas.