Hace tiempo que el Sahel no da buenas noticias. Aunque la intervención internacional ha evitado –de momento– que los movimientos yihadistas se consoliden y que la insurgencia propicie la aparición de un nuevo califato en cualquiera de los países de la zona donde actúan, la situación continúa deteriorándose. A la difícil mejora, que no solución, de los conflictos latentes en Libia, el Mediterráneo y Oriente Medio, se añaden las dificultades para que cristalicen las iniciativas de seguridad y desarrollo en el Sahel.
Los países de la región cuentan con el apoyo de grandes potencias como Francia (Barkhane, G-5, Coalición por el Sahel y Task Force Takuba), Estados Unidos (The Trans-Sahara Counterterrorism Partnership – TSCTP y G5 Sahel), el Reino Unido (Barkhane) o la UE (EU Sahel Regional Action Plan 2015-2020), además de las organizaciones regionales: la Unión Africana, y CEDEAO/ECOWAS. Las intervenciones tratan de combinar seguridad y desarrollo, pero las actuaciones son insuficientes en ambos campos e, incluso, contraproducentes cuando las actuaciones militares descontroladas generan la desconfianza de las poblaciones que deben proteger (uno de los principales retos de las unidades del G5 Sahel es la de ganarse la confianza de las poblaciones donde actúan).
Comenzando por la seguridad, resulta dificil fortalecer las capacidades de unos estados que apenas disponen de presencia territorial y cuyas fuerzas están mal equipadas (se entrena a unas tropas a las que luego no se facilita equipamiento adecuado ni mantenimiento autóctono). En estas condiciones, las tropas instruidas acaban desertando por falta de apoyo en las operaciones militares –no cuentan con apoyo aéreo o logístico propio–; por miedo a las represalias yihadistas si caen prisioneros, o porque sus mandos se quedan con las pagas de los soldados. Mientras que la asistencia militar a las fuerzas del G5 Sahel comienza a dar resultados, la formación proporcionada a las fuerzas armadas malienses no ha servido para mejorar su operatividad.
La Coalición por el Sahel, creada en la Cumbre de Pau a iniciativa francesa, representa un esfuerzo de coordinación entre la Fuerza Conjunta del G5 Sahel, diseñada para dotar a los cinco países de la región de capacidadad de reacción rápida, y la Task Force Takuba que trata de apoyar el despliegue y actuación de las tropas malienses con un mentoring discreto de las unidades de operaciones especiales, y en la que en el momento de su activación operativa en julio de 2020 sólo participan contingentes franceses y estonios (el resto de miembros de la Coalición hasta 12 países han declinado contribuir militarmente). Los reducidos despliegues extranjeros en la inmensidad del Sahel se ven obligados a ceder la iniciativa a los grupos armados que pueden escoger el momento y el lugar de actuaciones llamativas, como los ataques que han causado 50 víctimas entre las fuerzas armadas malienses en noviembre de 2019, 71 bajas entre los soldados nigerinos en diciembre de 2019 o seis franceses en Niger en septiembre de 2020.
No faltan aciertos, como la eliminación del líder de al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) en junio de 2020, o el mejor desempeño de las tropas del G5 Sahel en la zona de la triple frontera entre Niger, Mali y Burkina Faso. Sin embargo, los ataques contra las bases, militares e instituciones continúan, así como el reclutamiento forzoso o los secuestros, tal y como reconoce el Informe de la Oficina de las NNUU para África Occidental y el Sahel del secretario general de Naciones Unidas de junio de 2020. En el mismo se detallan las secuelas humanitarias creadas por la violencia –a las que hay que unir las creadas por la crisis sanitaria del COVID-19– que aumentan los desplazamientos de población y la creciente insatisfacción social por la presencia extranjera que no arregla los problemas de fondo (una desafección que se dirige espontanea o intencionadamente contra Francia). La solución no es militar y las intervenciones armadas sólo sirven para ganar un tiempo precioso para afianzar la gobernanza y el desarrollo. El progreso en estos campos retrocede lastrado por la pobreza y la corrupción autóctona, pero también por la intermitente ayuda internacional. Los dirigentes locales han denunciado en las Cumbres de Pau, en enero de 2020, y en la de Nuakchot, en julio de 2020, que los donantes no acaban de hacer efectivas las donaciones que prometen. Sin ellas, corren peligro las numerosas actuaciones en el campo del desarrollo que se llevan a cabo en la región. Harán falta más recursos pero, sobre todo, hace falta que se desembolsen a tiempo.
España en el Sahel
España participa en la Alianza por el Sahel junto con Francia, Alemania y la UE para mejorar la coordinación y la eficacia de la ayuda que se presta. El presidente del Gobierno asistió a la reunión del G5 Sahel en Nuakchot (Mauritania) en junio de 2020, donde se desarrollaron los temas abordados bilateralmente por el presidente francés y sus homólogos del G5 Sahel en Pau, Francia, unos meses antes. A la reunión se unieron por videoconferencia la canciller alemana, el presidente del Consejo de Ministros italiano, del Consejo Europeo y el secretario general de Naciones Unidas, que no participaron en la reunión anterior. La mayor participación se explica por el grave y rápido deterioro de la situación en el Sahel de los últimos meses y por la necesidad de reforzar la colaboración entre la Alianza por el Sahel y la Coalición por el Sahel, una coordinación en beneficio del G5 Sahel pero que no basta para resolver los problemas.
La coordinación es una condición necesaria pero no suficiente y, además, no está garantizada. A las reticencias locales sobre la utilidad de la presencia francesa en la zona y su compromiso con el Sahel, que obligó al presidente francés a convocar la Cumbre de Pau, se unen las diferencias entre Francia y Alemania a propósito del enfoque de la gestión de la crisis saheliana liderado por Francia. El liderazgo francés facilita la movilización internacional, como lo demuestra la activación de los foros mencionados anteriormente, pero su eficacia es mayor en las actuaciones de seguridad que en las de empoderamiento local. Avanzar en ambas direcciones es necesario, tal y como acaba de experimentar China, que se ha dado cuenta de la necesidad de proteger sus inversiones en infraestructuras con la presencia militar y participa en la misión de Naciones Unidas en Mali (UNISMA).
España ha mantenido su nivel de compromiso con la seguridad y el desarrollo. Ha reanudado su contribución terrestre y aérea a las misiones y operaciones de la UE, UNISMA, UNAMA y Francia en el Sahel tras las interrupciones debidas al COVID-19. España ha desplegado casi 300 militares en la misión EUTM Mali de la UE, otros 50 proporcionan apoyo aéreo a la operación Barkhane desde Senegal, y miembros de la Guardia Civil proporcionan formación antiterrorista a las fuerzas del G5 Sahel. En relación con el desarrollo, España contribuye a los más de 500 proyectos lanzados por la Alianza por el Sahel para el período 2018-2022, y la Agencia Española de Cooperación al Desarrollo (AECID) ha puesto en marcha programas destinados a hacer frente a las emergencias humanitarias de los últimos meses. Sin embargo, su capacidad para ayudar al desarrollo se verá limitada a corto plazo por la difícil situación económica ocasionada por el COVID-19, y la asistencia militar tendría dificultades para ir más allá de las funciones de apoyo logístico y formación que realizan las Fuerzas Armadas en la actualidad. La participación de unidades de operaciones especiales españolas en apoyo directo a los despliegues de las tropas del G5 Sahel que demanda la Coalición por el Sahel, y a la que obedece la Task Force Takuba, rebasa los límites de riesgo asumidos por las Fuerzas Armadas en tareas de adiestramiento en escenarios hostiles como los de Irak o Afganistán, unas actuaciones que obedecieron a una situación estratégica más complicada que la del Sahel y que contaron con mayor participación internacional.
La situación en Mali
La situación en Mali, lejos de mejorar tras la intervención francesa de 2012 y de la posterior de varias misiones internacionales, continúa deteriorándose. Registra en su territorio la mayor parte de las actuaciones violentas de los grupos yihadistas en el Sahel como el Frente de Liberación de Macina, Ansaroul Islam; el Estado Islámico en el Gran Sahara (EIGS); o el Grupo para el Apoyo del Islam y los Musulmanes (GAIM), entre muchos otros, que se concentran en su mayoría en la zona central de Mali (según refleja la Figura 1) y cuya actividad se ha doblado cada año desde 2015, según datos del African Centre for Strategic Studies (AFSS) de 2019. Los ataques han causado unas 4.000 víctimas en 2019, cinco veces más que las 770 registradas en 2016 según datos de Naciones Unidas recogidos en un análisis del SIPRI.
De Mali en peor, porque la situación de seguridad no es la única que se deteriora. En agosto de 2020 los militares tomaron el poder en Mali propiciados por las disputas electorales y el deterioro de la seguridad. Independientemente de la ambigüedad de la Junta Militar (Comité Nacional para la Salvación del Pueblo, CNSP) sobre la devolución del poder a las autoridades civiles, el modelo de lucha contra la insurgencia del nuevo equipo se asemeja al que Rusia exporta a África: equipo y asistencia militar sin consideraciones de derechos humanos, unido a operaciones de influencia –y descrédito– de la intervención occidental. Aunque el apoyo ruso al golpe de estado no está suficientemente acreditado según información del RUSI de Londres, sí que lo están las operaciones de influencia, desinformación y propaganda montadas por Rusia a través de las redes sociales, y que creaban la ficción del apoyo ruso según el seguimiento del Carnegie Endowment for International Peace.
De Mali en peor, porque la deteriorada situación de seguridad en el Sahel se amplía hacia los países de la costa de África Occidental a partir de la consolidación de los movimientos yihadistas en Burkina Faso, como describe el International Crisis Group en su informe de diciembre de 2019. Las incursiones yihadistas en Chad, como la de Boko Haram que causó la muerte de 100 soldados chadianos en marzo de 2020, o la desestabilización progresiva de algunas regiones, especialmente las más próximas al Sahel de Lake y Tibesti. Una situación similar a la que se registra en Nigeria, donde a la presencia de Boko Haram en las provincias del noroeste se añade la de su escisión (Estado Islámico en la Provincia de África Occidental) en el noroeste, y la creciente criminalidad que se acerca a la capital. La violencia también llega a Camerún, y no tanto por las acciones yihadistas sino por los movimientos separatistas anglófonos en las regiones del norte y noroeste, a los que hay que añadir los enfrentamientos entre ganaderos y agricultores de Nigeria.
Cualquiera que sea la amenaza tras la violencia, su impacto trasciende las fronteras del Sahel y complica la estabilidad de unos países envueltos en procesos electorales controvertidos, como los de Costa de Marfil y Guinea en curso, o en procesos de deconstrucción social y económica como los que afectan a los países del norte de África. Contra lo deseable para los estómagos y los bolsillos europeos, la dependencia de los tropas extranjeras para la seguridad del Sahel aumenta en lugar de disminuir, y su inseguridad –que es la nuestra según dicen nuestras declaraciones oficiales–, nos obligará a implicarnos en mayor cantidad y calidad de lo que venimos haciendo hasta ahora. Si no lo hacemos, la situación seguirá yendo de Mali en peor.