Como cada 30 de junio, el cierre del ejercicio fiscal en la ONU permite echar un vistazo a las operaciones de mantenimiento de la paz que, desde hace 71 años, se vienen desarrollando en diferentes regiones del planeta. Unas operaciones que, como es bien sabido, no figuran expresamente en la Carta fundacional y que, en afortunada expresión de Dag Hammarskjöld, segundo Secretario General de las Naciones Unidas, se sobreentienden como “el Capítulo VI y medio”. Sin que nunca hayan estado exentas de críticas y dudas –junto a alabanzas y reconocimientos como el Premio Nobel de la Paz, concedido en 1988– hoy, en un marco que apunta nuevamente a la competencia entre potencias globales, su futuro vuelve a estar en cuestión.
Desde su arranque en 1948, con la operación de observación del armisticio entre árabes e israelíes tras su primera guerra, la ONU ha aprobado el despliegue de más de setenta operaciones de muy variado rango y duración. Si hasta 1956 no se aprobó una operación armada –una vez más en el contexto de las guerras árabe-israelíes– la Guerra Fría bloqueó en gran medida un instrumento que, como principios esenciales, se basaba en el consentimiento de las partes, el uso de la fuerza al más bajo nivel posible y una imparcialidad a rajatabla. No fue, de hecho, hasta el fin de la confrontación bipolar cuando se vivió un significativo auge en el empleo de los “cascos azules”, creyendo por un momento que la ONU iba a poder cumplir finalmente su mandato de evitar el flagelo de la guerra a las generaciones futuras, desplegando todas sus potencialidades para gestionar los temas de paz y seguridad a nivel planetario.
Una creencia que parecía olvidar por un momento que la ONU no es más que el mensajero de la comunidad internacional y que no dispone de medios propios, por encima del poder de sus Estados miembros, para hacer valer las reglas de juego impuestas en 1945. En ese contexto se registró un notable cambio, desde una primera etapa en la que eran los países desarrollados los que más fondos y personal militar aportaban, a otra, más propia de este arranque de siglo, en la que se mantiene la primera característica –con Estados Unidos, China y Japón aportando prácticamente la mitad del presupuesto onusiano para este capítulo y con España entre los diez contribuyentes más relevantes–, pero en la que son países como Pakistán, Bangladesh, India, Sri Lanka, Nepal, Ghana y Nigeria los que más recursos humanos movilizan.
Fue esa experiencia de los que hoy podemos denominar “felices años noventa” la que sirvió para intentar actualizar su contenido y alcance; primero con el conocido Informe Brahimi (A/55/305-S/2000/809), que ya en 2000 consolidó la idea de que las misiones tenían que ser por definición multidimensionales, y luego con la llamada Doctrina Capstone (2008), que entendían que el mantenimiento de la paz es un componente más de una agenda compleja que incluye la prevención de conflictos, el establecimiento de la paz (peacemaking), la imposición de la paz (peace enforcement) y la consolidación de la paz (peace building). Con los añadidos aportados por el Grupo Independiente de Alto Nivel sobre las Operaciones de Paz (2014-2015) y la iniciativa Acción por el Mantenimiento de la Paz (2018) llegamos a las quince operaciones que hoy se encuentran activas, con Malí, República Centroafricana, República Democrática del Congo, Darfur (Sudán) y Sudán del Sur como las principales, si atendemos al volumen del contingente desplegado.
En este punto las dudas se multiplican, mientras se constata como se incrementa la tensión internacional y la ONU sigue perdiendo protagonismo. Por un lado, el presupuesto total para operaciones de paz de este último ejercicio –la decisión de ponerlas en marcha corresponde al Consejo de Seguridad, pero la financiación es responsabilidad de los 193 Estados miembros– se ha reducido un 7,5% con respecto al anterior, con un volumen global de solo 6.700 millones de dólares. Por otro, ese importe ni siquiera alcanza el 0,5% del gasto militar mundial, en una muestra más de que el enfoque preventivo y paliativo queda históricamente relegado a un segundo plano, frente al más habitual de signo reactivo y selectivo. Además, hace tiempo que ha desaparecido de la agenda la idea de reformar la ONU –no solo en lo que afecta a la composición y proceso de toma de decisiones del Consejo de Seguridad, sino también en lo que atañe al Consejo Económico y Social y al de Derechos Humanos–, precisamente cuando más necesario es un órgano efectivo de gestión de la desigualdad globalización en la que estamos metidos, con el multilateralismo de capa caída.
Por todo ello, si no se logra romper esa tendencia hacia la creciente irrelevancia del órgano (la ONU) y del instrumento (la diplomacia preventiva y las operaciones de paz), seguiremos teniendo que aceptar que lo que se hace es “demasiado tarde y demasiado poco”.