Durante su campaña de 2013, que ganó, el presidente centrista Hasán Ruhaní prometió “reconciliar a Irán con el mundo”. Lo que indica un cierto sentido de responsabilidad propia (y ajena) para el distanciamiento en estos largos 35 años. El acuerdo-marco alcanzado en Lausana entre los negociadores iraníes y los de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, más Alemania (y la UE como tal) tiene un alcance mucho más que nuclear y de levantamiento de sanciones, al menos en potencia. Ruhaní lo ha presentado como el “primer paso” hacia una nueva relación, menos hostil, con Occidente. Pero lo que viene a recomponer profundamente son los equilibrios en la región. Aún queda mucho para que Teherán se reconcilie con EEUU –que sigue siendo una potencia en Oriente Medio–, y más aún con Arabia Saudí, pero es un paso decisivo hacia una normalización de Irán, desde una posición de mayor influencia y la construcción de una nueva realidad en la región, que no puede ignorar el papel de Rusia en la consecución de este acuerdo.
El artífice iraní de este pre-acuerdo –a finalizar en junio, y aún puede haber malas sorpresas– es el propio Ruhaní, que lo necesita para –era parte de la negociación– que se levanten las sanciones económicas: las de la ONU, las de la UE y las ejecutivas de EEUU, mientras que otras de este país dependen de un Congreso reticente, no de la Casa Blanca. Asfixian a una población a la que se le ha prometido mejorar su nivel de vida. Ruhaní no lo hubiera conseguido sin el pleno apoyo del verdadero centro de poder político y religioso, el ayatolá Ali Jamenei, sobre cuya salud se ha especulado, pero que no ha dudado en impulsarlo pese a la carta de 47 senadores republicanos de EEUU señalando que un próximo presidente en la Casa Blanca podría convertirlo en papel mojado.
Tanto Jamenei como Ruhaní saben que los conservadores iraníes se van a resistir al acuerdo, por lo que el líder espiritual se ha mostrado públicamente poco interesado en normalizar las relaciones con EEUU, interrumpidas desde la crisis de los rehenes 34 años atrás. Pero el pacto, formalmente entre siete potencias, se ha logrado gracias a negociaciones directas entre el gobierno iraní y un ejecutivo en EEUU que ya no busca un cambio de régimen en Teherán sino resolver la cuestión nuclear –un Irán con armas nucleares podría disparar una desestabilizadora carrera regional por la bomba atómica– y la reintegración de un país más cooperativo en la región cuya evolución preocupa.
Irán ya está participando, aunque en solitario, en la lucha, por aire y tierra, contra el Estado Islámico o Daesh, objetivo prioritario para EEUU, y este hecho ha pesado en las negociaciones en Lausana. Haber visto estos días a comandantes de la Guardia Revolucionaria iraní, como Qasen Soleiman, al mando de milicias chiíes y tropas regulares iraquíes en su ataque (apoyado desde el aire por EEUU) para recuperar Tikrit, debe haber puesto muchos pelos de punta en Riad. El régimen saudí está tan preocupado con el retorno de Irán como Benjamin Netanyahu, primer ministro de un Israel que cuenta menos en esto, aunque influye directamente en el Congreso estadounidense. ¿Cambiará EEUU a Arabia Saudí por Irán como aliado principal en la zona? No es fácil. Pero en Washington también se ve como los saudíes han estado en el origen de muchos problemas en la zona, llámense al-Qaeda o Daesh, que se han acabado volviendo contra los intereses de Riad.
Se debería (¿pero quién?) propiciar un entendimiento entre Teherán y Riad que pasa por contener el enfrentamiento secular, religioso y geopolítico entre suníes y chiíes, reforzado desde la revolución jomeinista de 1979. Es muy difícil. Son muchos los que con Richard Haas, o el anterior titular del Pentágono, Chuck Hagel, pensamos que los actuales conflictos en Oriente Medio van a durar varias décadas, una especie de Guerra de los Treinta Años. Este enfrentamiento está en parte tras la guerra civil en Siria, aunque el presidente Assad, apoyado por Teherán, resiste y se ha vuelto a convertir en un mal menor para EEUU. O ahora en Yemen con los hutíes aliados de Irán, aunque estos tengan ahora en común con los saudíes la lucha contra al-Qaeda o contra los Hermanos Musulmanes. Los ataques de Arabia Saudí, que tiene una larga frontera con Yemen, y aliados del Golfo –nada menos que una coalición de 10, más el apoyo externo de Turquía- contra los rebeldes hutíes son significativos, como lo es la creación de una fuerza militar conjunta de la Liga Árabe aunque sea contra Daesh (sin Irak, árabe pero de mayoría chií). También es significativa la mesura de EEUU que, aunque ayuda a los saudíes, tiene como prioridad ante este conflicto mantener abierto al tráfico comercial los estrechos de Bab el Mandeb y Ormuz.
Arabia Saudí ve como los iraníes han ido ganando mucho poder e influencia en los últimos tiempos en territorios antes controlados por minorías suníes, especialmente en Irak tras la destrucción del régimen de Saddam Hussein por EEUU, y que hoy los saudíes, pese a que no sea así, describen como “país ocupado por Irán”. También está Hezbolá en Líbano. Algunos regímenes árabes en la zona temieron lo que el rey jordano describió ya en 2004 como la subida de una “media luna chií” en la zona. Mas al ver el cambio de EEUU hacia Irán, se están replanteando su posición rabiosamente anti-iraní. Aunque EEUU tendrá que hacer muchos equilibrios entre Teherán y Riad, se está produciendo un realineamiento en la región, al que contribuirá decisivamente el acuerdo alcanzado en Lausana si se finaliza en junio. Se abre paso una nueva realidad.