Ningún país del planeta piensa y actúa con la mirada tan fijada en el largo plazo como China. No se trata solamente del resultado de su identidad milenaria, sino de las ventajas que se derivan de un sistema de partido único, sin necesidad de tener que dar cuentas ni a un parlamento en el que la oposición pueda alterar la agenda diseñada desde el poder ni a una sociedad amordazada a pesar de tanto adelanto tecnológico. Si a eso se le suma que su actual presidente, Xi Jinping, lo es ya con carácter vitalicio desde marzo de 2018, y que en sus manos están en última instancia tanto las capacidades militares como las presupuestarias, bancarias y empresariales de quien se llama a sí mismo Zhongguo (Imperio del Centro), podemos concluir que se dan todas las condiciones para poner las luces largas. Y un buen ejemplo de ello es la Nueva Ruta de la Seda, que acaba de celebrar la pasada semana en Pekín su II Foro de la Franja y la Ruta para la Cooperación Internacional.
Si el anterior reunió en 2017 a 28 jefes de Estado y de gobierno, en esta ocasión se han contabilizado 37, acompañados por representantes de hasta 150 países y organizaciones internacionales (España envió a su ministro de exteriores). Nacida en 2013, la Franja y la Ruta es, en términos prácticos, un megaproyecto de conectividad global de ida y vuelta, traducido fundamentalmente en la construcción de infraestructuras energéticas, ferroviarias, viarias, marítimas y de telecomunicaciones. Si logra completarla, China podrá asegurarse sus mercados tradicionales y abrir otros nuevos, al tiempo que tendrá garantizado el suministro de materias primas vitales para mantener su modelo de crecimiento económico.
Como todo lo que emprende China sus dimensiones son colosales, desde su extensión geográfica (con la reciente entrada de Perú son ya 19 los países latinoamericanos ligados formalmente al proyecto, junto a decenas de otros asiáticos, africanos y europeos) hasta su financiación (que algunas fuentes elevan hasta más de un billón de dólares, entre inversiones y préstamos). Hasta ahora, tal como acaba de confirmar el propio Xi Jinping en la sesión de clausura, ya son más de 70.000 millones de dólares los fondos movilizados y hay 283 proyectos en marcha.
Pero esa misma grandiosidad, junto al temor que despierta el ascenso chino hasta el liderazgo mundial, ha levantado también considerables resistencias. Algunas responden al recelo de algunos países en desarrollo a quedar atrapados en una trampa de la deuda, al asumir proyectos que no responden tanto a sus propias necesidades como a las aparentes facilidades iniciales que concede Pekín. Y así ya se han visto algunos retrocesos en países como Bangladesh, Birmania, Etiopía, Guinea Ecuatorial, Malasia, Maldivas, Nepal, Pakistán, Sri Lanka y Zambia. Retrocesos que han provocado una pronta respuesta china, enfatizando su declarada voluntad de ser más receptivos a la necesidad de una mayor transparencia, de asegurar la aplicación de procedimientos estandarizados en materia medioambiental y fiscal, así como de respetar plenamente la soberanía nacional y apostar por el buen gobierno, la viabilidad financiera y comercial de los proyectos y la lucha contra la corrupción.
Queda por ver si las palabras que se han escuchado en Pekín se traducen en medidas prácticas, pero de momento se perciben ya algunos cambios, como la aceptación de que otros países aporten financiación a los proyectos (sirva el Corredor Económico China-Pakistán como ejemplo, con la entrada de fondos de Riad y Abu Dabi) y la reformulación de algunos proyectos en marcha, para tratar de reducir las suspicacias generadas. Porque, a fin de cuentas, y sin salirnos del terreno económico, aunque China vea reducido en algunos casos su capacidad de control sobre lo que se ejecute, la Nueva Ruta de la Seda le permite colocar a sus propios excedentes de mano de obra en otros mercados y dar salida a sus excedentes industriales (cemento, acero, aluminio…).
Por encima de esas consideraciones económicas no cabe perder de vista las geoestratégicas. China es sobradamente consciente de su inferioridad militar y geopolítica frente a unos Estados Unidos que, además de sus propios medios desplegados en la zona, cuenta con aliados encargados de completar el control sobre las vitales rutas marítimas de las que tanto depende Pekín. Con idea de librarse de ese cerco la Franja y la Ruta le sirve para abrir caminos alternativos, tanto por tierra como por mar, al tiempo que busca ganar las simpatías de todos los vecinos que pueda tentar con sus ofertas (alejándolos de Washington). Eso plantea, para los próximos años, un duelo cada vez más visible entre ambos.
China no ofrece duda alguna. La irreversibilidad de la apuesta es obvia, desde el momento en el que esta iniciativa ya está recogida en la Constitución; lo que significa que Pekín, a mayor o menor ritmo, está firmemente volcado en completarla. Si no es para dominar el mundo será, al menos, para asegurar un papel central en el resto de siglo. Y también puede darse por asegurado que Washington tratará de poner todas las piedras que pueda en su camino. De momento –mientras la Unión Europea trata de formular una estrategia de respuesta a lo que percibe como un riesgo para la unidad del club (una vez que Grecia, Italia y Portugal ya han entrado en el plan chino)– ya ha puesto en marcha, en octubre pasado, su propia Corporación Financiera de Desarrollo Internacional (con una estimación inicial de 60.000 millones de dólares para promover el desarrollo de infraestructuras en la región Indo-Pacífico) y corteja a India, Japón, Canadá y a la Unión Europea para sumar fuerzas frente a su cada vez más claro rival por la hegemonía mundial.