Desde 1978, cuando apenas representaba el 1,8% del PIB mundial, hasta hoy, cuando se ha convertido en la primera economía planetaria en términos de paridad de poder adquisitivo, no ha hecho más que incrementarse el temor entre quienes defienden y más se benefician del statu quo vigente de que China termine por imponer su dictado a escala planetaria. Convertida hace tiempo en la fábrica del mundo y con una nítida impronta autoritaria y militarista, parece inexorablemente decidida a tomar el relevo de EEEUU como líder mundial, llevándose por delante un orden internacional supuestamente basado en valores y principios. Xi Jinping, el mismo que desde su llegada al poder en 2012 ha ido librándose de posibles rivales internos con una campaña disfrazada de lucha contra la corrupción, personaliza ese empeño con un poder que lo sitúa a la altura del propio Mao Zedong.
Según esa visión prospectiva, China está decidida no solo a absorber Hong Kong y Taiwán, sino también a dominar el Indo-Pacífico (hoy todavía bajo la férula estadounidense) y más allá, con el macroproyecto de La Franja y la Ruta como su principal punta de lanza para ganar influencia y voluntades entre decenas de potenciales clientes, socios y aliados. Cuenta a su favor, en primer lugar, con los errores y descuidos de otros, como Washington, al no saber conservar a su lado a quienes ahora se muestran molestos con su antiguo patrón. Y dispone, además, de un poderoso músculo comercial, inversor y tecnológico que la hacen muy atractiva para quienes pretenden impulsar su propio desarrollo o abrir sus puertas al goloso mercado chino. Todo ello sin olvidar su cada vez más impresionante capacidad militar –ya con una Armada que contabiliza más buques que EEUU (348 por 293; aunque Washington todavía está por encima en tonelaje y capacidad de proyección oceánica) y con planes para contar con un millar de cabezas nucleares hacia el final de la presente década– para disuadir a quienes se muestren reacios a admitir su liderazgo o para castigarlos, si es preciso.
Todo ello daría a entender que, con el renovado poder que el XX Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh) le otorga a Xi Jinping, nos dirigimos hacia un inevitable duelo en la cumbre por el liderazgo mundial. En realidad, ya hace tiempo que estamos inmersos en él, con el Indo-Pacifico convertido en el centro de gravedad de los asuntos mundiales, a pesar de que ahora mismo muchas miradas estén concentradas en Ucrania. Y cabe suponer tanto que Washington no va a aceptar pasivamente un relevo de esas dimensiones como que Pekín va a reforzar aún más su ofensiva –en principio pacífica, aunque crecientemente intimidatoria– para acelerar el cambio a su favor. Un juego de acción y reacción en el que China todavía está por detrás de EEUU y que, a buen seguro, deparará mayores tensiones, tanto en relación con Taiwán como en el marco de la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN por sus siglas en inglés.
Pero, sin perder de vista que EEUU también acumula importantes retos internos, es lo que ocurre en su propia casa lo que más dolores de cabeza le pueden provocar a Xi Jinping, hasta el punto de obligarle a modificar sus prioridades. Los datos van confirmando que el modelo que le ha servido a China para llegar hasta esta posición de aspirante al liderazgo mundial ya ha tocado techo. El efecto combinado de la crisis económica que estalló en 2008 y la pandemia –con una política de COVID cero que Xi Jinping ha vuelto a reiterar que no va a cambiar a corto plazo– ha supuesto en serio cuestionamiento del sistema productivo orientado a la exportación de bienes de consumo a precios ventajosos, sin que la demanda interna parezca capaz de tomar el relevo para mantener unos ritmos de crecimiento económico sobre los que también hay dudas razonables (ahora se estima que el PIB chino podría estar siete billones de dólares por debajo del que se presenta oficialmente). Mientras la deuda externa ya supera el 70% del PIB, aumentan las señales de inquietud, con una seria crisis inmobiliaria de consecuencias todavía por calibrar, un sistema bancario al servicio de la agenda política, un creciente desempleo de jóvenes licenciados, una contaminación atmosférica que los planes energéticos no van a lograr frenar a corto plazo y un endeble crecimiento demográfico, incapaz de compensar los efectos de un significativo envejecimiento de la población.
Xi Jinping fue elegido para hacer frente a un panorama crecientemente oscuro en el interior y notablemente desafiante en el exterior. En el primer ámbito incluso él mismo quiso justificar su decisión de 2018 de eliminar la limitación de mandatos al frente del PCCh y del país como una necesidad para sostener el timón en tiempos difíciles, dedicado a recentralizar el papel del partido y de un Estado aún más intervencionista, para reformar el modelo y domeñar a los actores económicos que pretendían volar libremente (Alibaba y Tencent son buenos ejemplos) y a una ciudadanía cada vez más exigente. En el segundo, la agenda pasaba por reforzar tanto los instrumentos de una diplomacia cada vez más asertiva (con sus wolf warriors a la cabeza) como los militares, con Hong Kong y Taiwán en la agenda inmediata y la rivalidad con Washington en la recámara, apuntando a 2049 como el momento para llegar a la soñada meta. Queda por ver, en definitiva, qué margen de maniobra le deja el frente interno para avanzar en el externo.
Imagen: China marcada con pin rojo en el mapa del mundo. Fotografía: Anankkml.