La exministra de Cultura francesa Audrey Azoulay no podría haber encontrado un momento más delicado para asumir la dirección general de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). En los mismos días en que la asamblea general de la organización confirmaba su nombramiento, el pasado día 10 de noviembre, Estados Unidos confirmaba que dejará la UNESCO el año que viene, en concreto el 31 de diciembre de 2018.
El comunicado del Departamento de Estado de los EEUU no oculta los fundamentos de la partida: “This decision was not taken lightly, and reflects U.S. concerns with mounting arrears at UNESCO, the need for fundamental reform in the organization, and continuing anti-Israel bias at UNESCO”. Estados Unidos había dejado de financiar UNESCO seis años antes cuando, el 31 de octubre de 2011, se convirtió en la primera organización del sistema de Naciones Unidas que aceptaba a Palestina (que solicitó su ingreso en 1989) como miembro de pleno derecho, en una votación en la que la nueva incorporación recibió 107 apoyos, 14 votos contrarios y 52 abstenciones —es decir, con mayoría de dos tercios—. La administración de Barack Obama se vio entonces obligada a aplicar, automáticamente, la Public Law 101-246, que fuerza a la administración estadounidense a no financiar agencias de Naciones Unidas que reconozcan a Palestina, literalmente:
“No funds […] shall be available for the United Nations or any specialized agency thereof which accords the Palestine Liberation Organization the same standing as member states” (Public Law 101-246, sec. 414).
Israel tomó, al tiempo, la misma decisión. Los intentos de la Casa Blanca para negociar con el Congreso y mantener la financiación pese a la literalidad de la ley no fueron efectivos, y el país dejó de proporcionar fondos a UNESCO en junio de 2011. Dos años después, en los primeros días de noviembre de 2013, UNESCO suspendió su capacidad de voto, igual que la de Israel. Estados Unidos dejaba de pagar más de setenta millones de dólares anuales a UNESCO, casi la cuarta parte de su presupuesto total.
2010 | 2011 | 2012 | 2013 | 2014 | 2015 | |
Efectiva | 81.687 | 78.831 | – | – | – | – |
Solicitada al Congreso | 78.134 | 78.623 | 78.295 | 78.968 | 77.764 | – |
No es la primera vez. Estados Unidos (secundado entonces por el Reino Unido) ya decidió abandonar la organización, dirigida entonces por el senegalés Amadou-Mahtar M’Bow, después de que esta aprobara un informe, dirigido por el premio Nobel de la paz Sean McBride, en el que se abogaba por promover las políticas culturales y comunicacionales en todo el mundo como mecanismo de promoción de la pluralidad y reducción de la monofonía informacional, como brillantemente resumía el título de aquel texto: “un solo mundo, voces múltiples” (1980). Un potente debate intelectual en todo el mundo estaba articulando, en torno a UNESCO, la propuesta de un Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación (NOMIC) que levantaría barreras frente a las transnacionales de las noticias —por ejemplo, las grandes agencias internacionales— y promovería la regulación de los medios en los países en vías de desarrollo.
Arropado por —y, en parte, actuando en nombre de— su potente sector cultural e informacional privado y protegiendo los intereses de lo que luego se llamaría “soft power”, la administración de Ronald Reagan trató de frenar la propuesta y terminó abandonando durante dos décadas la organización (1985-2003). El Reino Unido primero (en 1997) y Estados Unidos más tarde (en 2003) regresaron solo cuando la Nueva Estrategia de Comunicación (1989) de UNESCO impulsada por Federico Mayor Zaragoza garantizó un enfoque menos beligerante con sus intereses. Y, aun con un tercio menos del presupuesto en esas dos décadas, la organización emprendió varios debates de una extraordinaria importancia en las políticas públicas culturales contemporáneas, como el que concluyó en 2005 con la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad cultural.
Si el contexto de aquel conflicto fue el de una batalla por la circulación mundial de la cultura —con la creación de la Organización Mundial del Comercio en el horizonte y la inmediata disputa por la “excepción cultural”—, hoy el terreno es incluso más delicado. UNESCO venía siendo en los últimos meses el territorio de desencuentros entre Israel y varios países árabes. Y en los últimos años se han precipitado los acontecimientos.
Primero, con el ingreso de Palestina en 2011. La batalla de Palestina por incorporarse a la organización tiene un importante trasfondo político, tanto por lo que supone de reconocimiento internacional como estado, como por el hecho de que desde entonces ha conseguido la incorporación a la lista de lugares Patrimonio de la Humanidad en Peligro del Lugar de Nacimiento de Jesús: Iglesia de la Natividad y ruta de peregrinación en Belén (incluida en el repertorio en 2012), la Ciudad Vieja de Hebrón/Al-Khalil (2017) o las plantaciones de olivos y viñas sobre terrazas que forman el Paisaje cultural del sur de Jerusalén-Battir (2014), lo que supone un reforzamiento de su integración en la organización y del reconocimiento de Palestina como garante de la conservación de esos lugares. Es importante reiterarlo: los 3 sitios incorporados de Palestina lo son al Patrimonio en Peligro. Israel, por su parte, tiene 9 lugares patrimonio de la humanidad, aunque por ejemplo no ha conseguido que la organización aceptase su propuesta de incorporar al listado a Jerusalén en el año 2000, apenas un año después de ratificar la convención de patrimonio universal (la ciudad ya había sido aceptada tras la propuesta de Jordania en 1981, y así figura en la lista). En el caso de las terrazas de olivos y viñas de Battir-Jerusalén, el lugar se vería afectado por la construcción del muro israelí, por lo que su reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad en Peligro supone un elemento más de presión sobre el gobierno de Tel-Aviv.
Y segundo, porque en los últimos años varias decisiones de la organización han alimentado un clima que la exdirectora Irina Bokova calificó en 2015 de “escalating violence around and against cultural and religious heritage in the Middle East”. Varios de los informes de los últimos años de los lugares de patrimonio en peligro discuten las decisiones urbanísticas de las autoridades israelíes (la puesta en marcha del tren ligero, la casa Liba o el centro Kedem, por ejemplo). El lenguaje de estas resoluciones evidencia también el endurecimiento de la situación: si el informe sobre Jerusalén emitido por UNESCO en 2016 se refería a Israel como “the de facto administrating authority”, el último utiliza la expresión jurídica “the occupying Power” —que refiere a la Convención de La Haya, de 1954, sobre Protección de las Propiedades Culturales en caso de Conflicto Armado—. El uso de esa expresión en una resolución de 2016 en la que se criticaba duramente las dificultades que los musulmanes tenían para acceder a la mezquita de Al-Aqsa condujo a que Israel suspendiera inmediatamente su cooperación con UNESCO. Ese lugar, la Explanada de las Mezquitas o Monte del Templo, es inevitablemente objeto de conflicto, puesto que es al tiempo lugar sagrado para musulmanes (Al-Aqsa/Haram al-Sharif) y judíos (Har HaBayit) y está situado en la zona de la ciudad ocupada por Israel desde la Guerra de los Seis Días de 1967, y así bajo su administración. La aparente preferencia en varios documentos recientes de UNESCO por denominar al conjunto Al-Aqsa-Al Haram Al-Sharif en lugar de Har HaBayit, y al estado hebreo como “ocuppying power” en lugar de “administrating authority” molestó a las autoridades israelíes, que vieron en esa elección una intencionada toma de posición. De poco sirvieron las palabras de la directora Irina Bokova, que abogaba por “the recognition, use of and respect for these names”.
UNESCO se estaba convirtiendo así, en los últimos años, en un escenario más de la tensión entre israelíes y palestinos. En el último episodio de este enfrentamiento, los miembros del Consejo Internacional de Monumentos y Sitios Histórico-Artísticos (ICOMOS) no recibieron permiso de Israel la pasada primavera para acceder a las zonas controladas por su ejército (en concreto, la H2) durante el proceso de evaluación.
Este contexto de fondo es el que ha llevado a la administración estadounidense a desvincularse de UNESCO, alegando su sesgo anti-israelí y la necesidad de reformas. Trump había subrayado reiteradamente esta exigencia, la última en la 72ª Asamblea General:
“the United Nations must reform if it is to be an effective partner in confronting threats to sovereignty, security, and prosperity. Too often the focus of this organization has not been on results, but on bureaucracy and process”.
La salida de UNESCO parece así una advertencia, en un espacio menos comprometido que otros, sobre la dureza de las exigencias de Estados Unidos hacia la organización internacional. Pero, sobre todo, es una muesca más en la empuñadura de Donald Trump contra el multilateralismo, tras la declaración de su intención de salida del Acuerdo de París (adoptado durante la COP21) o sus decisiones neo-mercantilistas en relación a la OMC y los acuerdos económicos bilaterales. El replegamiento interior que resumió recordando que “the nation-state remains the best vehicle for elevating the human condition”. No parece que el “América primero” (herramienta central del “Make America Great Again”) sea traducible a un escenario geopolítico de paz y cooperación, si nos atenemos, nuevamente, a cómo lo formuló literalmente en la última asamblea de las Naciones Unidas, en septiembre de 2017: “As President of the United States, I will always put America first, just like you, as the leaders of your countries will always, and should always, put your countries first”.
La nueva directora de UNESCO, Audrey Azoulay —la segunda de la historia, tras su predecesora, la búlgara Irina Bokova—, aprovechó las palabras de su toma de posesión para “dejar la puerta abierta” al regreso de Israel y Estados Unidos. Pero en París, sede de la organización, empiezan ahora los meses más fríos, y la última salida de Estados Unidos duró veinte años. Demasiado tiempo para mantener la puerta abierta con un presupuesto con el que, quizá, empiece a ser difícil pagar la calefacción.