Dos de los mejores libros recientes sobre el yihadismo en Europa occidental, uno de ellos –Terreur dans l’Hexagone. Genèse du djihad français– escrito originalmente en francés y el otro –Radicalized– en lengua inglesa, coinciden en advertirnos de que, tras la amenaza terrorista inherente a dicho fenómeno, cuyas tramas penetraron en nuestras sociedades a inicios de la década de los noventa del pasado siglo, se encuentra la expansión del salafismo entre los musulmanes que viven en ellas. Salafismo entendido como una doctrina fundamentalista e intolerante del islam suní, a la vez que como un diversificado movimiento religioso de alcance transnacional y con creciente proyección política.
En el primero de esos libros, Terreur dans l’Hexagone, dedicado principalmente al caso de Francia, Gilles Kepel nos recuerda que el salafismo, como doctrina propagada y financiada por los ulemas de las petromonarquías del Golfo, preconiza una ruptura completa con los valores de la democracia, los derechos humanos o la igualdad de género. Los seguidores de esa corriente rigorista del islam deslegitiman como “desautorizadas” a las sociedades, como la francesa, en las que habitan. Aunque ello les conduciría en principio a la migración hacia países mayoritariamente musulmanes, en la práctica les ha llevado a constituir comunidades cerradas.
El estilo de vida alternativo que se impone dentro de esas comunidades autoexcluidas del entorno social obstaculiza deliberadamente el arraigo de las segundas generaciones. A estas se les ofrece, en un ambiente exacerbado de islamismo, el sentido de pertenencia previo a la exaltación de un ideal global que las conduce al compromiso militante con la yihad. Kepel nos recuerda que, pese a que la doctrina salafista se presenta como políticamente apática y pese al proselitismo al cual se dedican prioritariamente sus seguidores, la naturaleza inicialmente pietista del salafismo tradicional encuentra su prolongación en el tránsito a la acción terrorista.
En el segundo de los mencionados libros, Radicalized, Peter Neumann parte de un análisis sobre los combatientes terroristas extranjeros que, desde finales de 2012, tras el inicio de la guerra civil en Siria, han viajado desde el conjunto de las naciones de Europa occidental para incorporarse a organizaciones yihadistas activas en ese país. Concluye que se trata, en lo fundamental, de individuos generalmente jóvenes reclutados en el seno de una subcultura salafista, hoy en día muy presente también en Internet, a la que de hecho define como una verdadera contracultura que, a lo largo de la última década, ha crecido en número y es también más extremista.
Quienes, en Europa occidental, se han convertido en yihadistas, por lo común eran antes salafistas o se radicalizaron en contacto con salafistas, sostiene Neumann, quien asimismo reitera que el salafismo ha dejado de ser una mera facción conservadora o reaccionaria dentro del islam. Ha pasado a ser un movimiento –una cultura juvenil cuyo atractivo no se limita a individuos con antecedentes musulmanes– que proporciona a sus seguidores aceptación por parte de otros y orientación en la vida para quienes la necesitan, además de un orden basado en un sistema cerrado de reglas y de una fórmula para rebelarse contra las sociedades occidentales.
Pero la última importante advertencia sobre el salafismo no procede de académicos sino de los servicios de Inteligencia. En un folleto hecho público a finales de enero de 2018 con el título de Salafisme en Belgique: mécanismes et réalité, la agencia belga de inteligencia VSSE (siglas que obedecen a su denominación en flamenco y en francés, respectivamente Veiligheid van de Staat y Sûreté de l’État) explica a los ciudadanos de su país que el aumento de la influencia salafista en el mismo es susceptible de constituir un problema social, tanto por la hostilidad de dicha corriente islámica hacia los valores occidentales y democráticos, como por propiciar el yihadismo.
Salvo notables excepciones, en España al igual que en otros países de la Unión Europea, los miembros de las élites políticas y los líderes de la sociedad civil concernidos raramente saben distinguir el salafismo de otras visiones del islam. Por lo tanto, es difícil que estén debidamente concienciados acerca de los retos a la cohesión social y, en última instancia, a la seguridad interior que plantea su presencia entre la población musulmana de nuestras sociedades. Aún es más difícil, por consiguiente, que puedan contribuir a una adecuada concienciación de la ciudadanía y a tomar las decisiones oportunas en relación con ello. Es tiempo de revertir la situación.