Publicado el 26/10/2015 en El País.
Se acusa con frecuencia (y con razón) al sector de la cooperación internacional para el desarrollo de haber creado una jerga ininteligible para el resto de los mortales en la que se combinan de distintas maneras términos y conceptos como los de apropiación, alineación, coordinación de actores, o coherencia de políticas. Varios de éstos se empaquetan en la denominada agenda de la eficacia de la ayuda; una agenda que pretende ordenar y orientar la ayuda oficial al desarrollo (AOD) en base a unos principios comunes lo que debería llevar a una mayor eficacia en la consecución de los objetivos de desarrollo. Uno de estos principios es el de la apropiación (ownership en inglés). El principio de apropiación vendría a establecer que la agenda de desarrollo —en torno a la que se articula ayuda internacional— debería ser el resultado de las preferencias y necesidades del conjunto de las sociedades de los países socios o receptores de ayuda. Esto es, la agenda de desarrollo no es responsabilidad única de una élite política, técnica o administrativa que la diseñe de arriba hacia abajo.
Moviéndonos en esta lógica, cabría preguntarse si no sería deseable que las políticas de cooperación internacional para el desarrollo gozaran también de un cierto grado de apropiación por parte de las sociedades de los países donantes. Podría pensarse que si bien este segundo tipo de apropiación puede no ser un elemento indispensable para el impacto en desarrollo de la ayuda, sí puede serlo para la sostenibilidad, en el medio plazo, de las políticas de cooperación. Sin una sociedad que las apoye, el lugar de la agenda de desarrollo entre las prioridades políticas nacionales e internacionales puede terminar dependiendo por completo de los ciclos fiscal y político nacionales.
¿Qué nos permitiría calibrar el grado de apropiación de las políticas de desarrollo y de cooperación por parte de las sociedades donantes?
Una primera herramienta podrían ser las encuestas de opinión. Para el caso español serviría el Eurobarómetro, cuyos resultados de encuestas suelen mostrar un alto compromiso de la sociedad española con la solidaridad internacional. Por ejemplo, una encuesta reciente, coincidiendo con este año europeo del desarrollo, revela que los españoles opinan que es importante ayudar a las personas de los países en desarrollo (75% frente a 64% de media para el conjunto de la Unión Europea) y se sitúan en la liga de los suecos al situar la lucha contra la pobreza en el corazón de la política de cooperación (57% en España y 63% en Suecia).
“La agenda de desarrollo no es responsabilidad única de una élite política, técnica o administrativa que la diseñe de arriba hacia abajo”
Una segunda herramienta sería la reacción del conjunto de la sociedad cuando acontece una situación de emergencia. También en este ámbito, España suele dar muestras de un alto nivel de compromiso. Por ejemplo, según datos de la CONGDE, a raíz del terremoto de Haití de 2010, las ONGD españolas trabajando en la zona habrían recaudado más de 106 millones de euros, batiendo así un récord nacional a pesar de la crisis económica nacional. Un ejemplo más reciente sería el desarrollo de iniciativas ciudadanas para la acogida de refugiados sirios.
En tercer lugar, podría decirse que el nivel de solidaridad también se puede cotejar con la magnitud de la respuesta ciudadana cuando se produce un cambio brusco en la política de cooperación, como puede ser una reducción drástica de los presupuestos de la ayuda. Entre el máximo de ayuda en dólares de 6.410 millones desembolsados en 2008 (según la OCDE) hasta los 1.890 millones de 2014, la ayuda oficial al desarrollo (AOD) española ha caído más del 70%. La lectura general que se ha hecho es que, en realidad, la sociedad española no está tan comprometida con el desarrollo, al contrario de lo que sugieren las encuestas de opinión, puesto que las sucesivas reducciones de la ayuda en el periodo 2009-2014 se produjeron sin apenas reacción por parte del conjunto de la sociedad. Es más, el simple hecho de que distintas administraciones pudieran llevar a cabo esta reducción sería, desde este punto de vista, una buena muestra de esa falta de compromiso real.
En definitiva, la lectura generalizada suele ser que podría ser que la sociedad española fuera solidaria en abstracto (cuando toca responder a una encuesta de opinión) pero que deja de serlo si el ciudadano es consciente de que dotar más ayuda en los presupuestos implica reducir proporcionalmente el gasto social en educación o salud. Al margen de lo debatible de este argumento, quizás lo más interesante es el elevado apoyo popular que se le exige a la política de cooperación. A pesar de que las políticas científica, tecnológica, agrícola o industrial se consideren esenciales en el marco de la acción pública, no suele pretenderse que las calles se inunden de protestas ante un cambio, reducción presupuestaria, o reforma —cosa que sí ocurre con las políticas educativa y sanitaria y que se le pretende a la de desarrollo—.
¿Dónde se origina esta exigencia de amplio apoyo por parte del conjunto de la ciudadanía? Quizás, para el caso de España, la explicación pueda estar en la gestación misma de la política pública de cooperación. Ésta es en parte el fruto del propio desarrollo nacional, de la transición a un régimen democrático y de la adhesión a organismos internacionales y regionales, como la Unión Europea o la OCDE, con compromisos y exigencias en materia de cooperación internacional al desarrollo. Pero también es en buena medida el resultado de la presión de la sociedad civil organizada para que se dotaran unos presupuestos para la ayuda internacional al desarrollo (recuérdense las acampadas del 0,7% en los años noventa).
“Sin una sociedad que las apoye, el lugar de la agenda de desarrollo entre las prioridades políticas nacionales e internacionales puede terminar dependiendo por completo de los ciclos fiscal y político nacionales”
Estos dos elementos (la arquitectura internacional en la que España pasa a integrarse y la presión interna de las ONGD) habrían marcado, además, el discurso y debate nacional de la cooperación internacional para el desarrollo. Así, en buena medida, en el ámbito multilateral, la cooperación española ha sido una policy taker, más que policy maker, de la agenda de desarrollo global (como, por cierto, ocurre en otros ámbitos de la política exterior). Y en lo que respecta al ámbito nacional, por lo general el discurso ha sido más reactivo (que no necesariamente contrario) al discurso predominante en el sector de las ONGD, que se ciñe, naturalmente, a los valores de la equidad y la solidaridad internacional y reclama como una de las principales herramientas la de los presupuestos de ayuda.
Entonces, quizás, quien quedaría por apropiarse de la política pública de cooperación internacional para el desarrollo sería el propio Estado: el conjunto de las administraciones, los partidos políticos, los sucesivos gobiernos y las dos cámaras. No solamente faltaría que la Administración rompiera su tradicional organización de las políticas en compartimentos estancos de modo que la política de cooperación al desarrollo se filtrara al conjunto desde los organismos directamente responsables de ésta —por ejemplo, del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación a, también, los de Hacienda o el de Educación—. También cabría esperar que, desde una posición diferente a la de las organizaciones de representación de la sociedad civil (posición que seguramente las incluye, pero que también las trasciende), se articulara un discurso propio, desde el sector público, acerca del rol y de la naturaleza de la cooperación oficial al desarrollo como política de Estado y parte de la acción exterior de la sociedad española.
Iliana Olivié
Investigadora principal de Cooperación Internacional y Desarrollo del Real Instituto Elcano | @iolivie