(*) Publicado el 19/7/2013 en Elpaís.com.
En la bella frase con la que arrancaba el Tratado de Roma, los fundadores de la integración —que se habían enfrentado muy poco antes en la peor guerra de la historia— se manifestaron resueltos a sentar las bases de “una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos”. Esa redacción se repitió luego en Maastricht o en la fallida Constitución de 2004 y, a modo de mantra, sigue conteniéndose hoy en los preámbulos de los dos Tratados sobre los que se fundamenta la UE. Pese a que los avances en el proceso han sido difíciles desde el principio, la expresión ha estado hasta ahora vigente porque, con frenos y acelerones, nunca se ha retrocedido. Pero desde hace tres años esa realidad está en peligro y existe un riesgo serio de revertir el proceso. La ruptura del euro —que llevaría quizás aparejada la caída de la Unión, tal y como la conocemos— es en estos momentos menos probable que hace doce meses, pero aún no puede descartarse por completo. Y, aun cuando evitemos los escenarios más agoreros, es indiscutible que Europa ha conocido momentos mejores y que hoy nos enfrentamos, al menos, a cuatro divergencias graves.
En primer lugar, hemos asistido a un regreso doloroso e inesperado de la división geopolítica que, décadas después de la reconciliación franco-alemana o del fin de la Guerra Fría, separa esta vez al Norte del Sur con una línea marcada por las primas de riesgo de la deuda y los estereotipos. Al mismo tiempo, se acentúan las diferentes velocidades entre quienes participan y no en la moneda común, siendo en especial alarmante la posición del Reino Unido que se plantea un posible abandono de la UE a medio plazo; y mientras tanto, ha lanzado una iniciativa para renacionalizar competencias que, por cierto, ha sido inquietantemente emulada en Holanda. Precisamente la tercera fractura es la que aleja a los gobiernos nacionales de las instituciones comunes pues ahora no se trata de negociar una liberalización de mercados o fondos agrícolas —donde es más fácil aceptar a la Comisión como mediadora neutral—, sino que está en juego nada menos que el modelo democrático, productivo y de protección social que, al menos hasta ahora, los estados habían creído poder decidir por su cuenta y donde Bruselas apenas puede actuar como antipático negociado de rescates y sanciones.
Pero si hay un alejamiento que debe preocupar por encima de los tres arriba mencionados, es el de la propia ciudadanía hacia Europa. Las encuestas recientes demuestran que la legitimidad de la integración se ha erosionado rápidamente. La gestión opaca de la crisis, en una tierra de nadie que parece ajena a los deseos de los votantes, ha resultado muy dañina tanto en los países acreedores como en los deudores y en ambos casos se ha asistido al colapso de los gobiernos o al auge del populismo. La opinión pública del Norte está molesta porque ha tenido que aceptar dosis de solidaridad que se perciben peligrosas e injustas. Y la del Sur ha visto cómo esas ayudas estaban vinculadas a la imposición de una estricta condicionalidad que ha agudizado su angustia económica y social, de manera que si ahora se les habla de una unión cada vez más “estrecha” no están pensando en que ese adjetivo signifique cercanía o amistad íntima, sino más bien en sus siguientes acepciones en el Diccionario; esto es, como sinónimo de rígido, austero, miserable.
Con todo, pese a esa frustración actual, no parece que el proyecto europeo vaya a ser arrojado a la papelera de la historia. La misma amenaza de colapso es la que paradójicamente ha alimentado en los últimos años un reforzamiento de la integración para alcanzar lo que se ha venido en llamar, de manera ciertamente enfática, como unión fiscal, bancaria, económica… y política. Las tres primeras modalidades de unión ya han empezado a plasmarse en proyectos más o menos conocidos como el mayor control de la disciplina presupuestaria, la supervisión única de los bancos, o la vigilancia efectiva de las reformas estructurales, pero de la unión política apenas se ha empezado a hablar.
Entre hoy (viernes 19 de julio) y mañana lo van a hacer los ministros de asuntos exteriores convocados conjuntamente por el español García Margallo y el alemán Westerwelle para una discusión informal en Palma de Mallorca donde se dará continuidad a una reflexión iniciada en 2012 por once países señaladamente europeístas y que hoy se abre a los demás miembros. El aire veraniego de las islas mediterráneas ha sido históricamente fructífero para el proceso de integración y una conferencia similar celebrada en Sicilia en junio de 1955 originó de hecho la creación de la Comunidad Económica Europea. No es previsible que esta reunión de Palma se convierta en una nueva Mesina y que se alcance un acuerdo ambicioso —pues, para empezar, el ministro británico ni siquiera acudirá—, pero sí puede perfilarse la respuesta que los principales estados del continente piensa dar a los cuatro alejamientos antes mencionados.
Salvo que se quiera matar antes o después al euro jugando a la ruleta rusa, el llamado muddling through tecnocrático que ha dominado la gestión de la crisis podría no tener mucho recorrido. Acostumbrados a la democracia y al equilibrio funcional del método comunitario, hoy lo más pragmático no es seguir saliendo del paso sino repensar el funcionamiento institucional y tratar de reconectar a los ciudadanos con procedimientos de influencia y rendición de cuentas efectivas en la toma de decisiones. La tarea no es fácil porque el momento no es nada propicio a grandes avances europeizadores y, al mismo tiempo, tratar de resolver el problema confiando sobre todo en los parlamentos nacionales es una receta segura para multiplicar los vetos y la división. Alemania parece dispuesta a avanzar hacia una UE que imite su propio modelo de democracia; esto es, con un canciller y un gobierno federal (¿la Comisión?) que responde ante un parlamento y una cámara territorial aunque, eso sí, con discrecionalidad muy limitada por los poderes delegados al banco central o los tribunales. Por su parte, Francia no podía ser menos y también apuesta por proyectar en Europa su sistema político nacional; es decir, con una presidencia fuerte y discrecional (¿el Consejo Europeo?), que tiende a considerar como subordinados a un legislativo de prerrogativas limitadas y a un ejecutivo cuyo primer ministro no tiene más poderes que los que hoy Durão Barroso. La solución más plausible, y más congruente con Europa, puede ser una mezcla de ambos modelos. Eso significaría mantener la amplia panoplia actual de reglas constitucionalizadas y que la autoridad política última siga residiendo en el Consejo Europeo, pero sobre la base de un genuino bicameralismo Parlamento Europeo-Consejo y reforzando la legitimidad democrática de un presidente de la Comisión que se elegiría a partir de resultados electorales y no de acuerdos diplomáticos.
Cambios así no pueden considerarse, desde luego, como una Convención de Filadelfia pero podrían constituir palancas muy eficaces para politizar a la UE en el medio plazo. Y, si aún hay que esperar hasta desembocar en los Estados Unidos de Europa, resulta deseable que al menos siga vigente esa versión en minúscula de unos estados (cada vez más) unidos.
Ignacio Molina A. de Cienfuegos es investigador principal de Europa del Real Instituto y profesor de ciencia política en la Universidad Autónoma de Madrid.