(*) Publicado el 12/11/2014 en Expansión.
Los próximos 15 y 16 de noviembre tendrá lugar en Brisbane, Australia, una nueva cumbre del G-20. Los Jefes de Estado y de Gobierno de las principales potencias mundiales, incluida España, se darán cita para analizar los principales retos comerciales, financieros y geopolíticos que amenazan el crecimiento de la economía mundial. Aspiran a mandar una señal de confianza que sirva para evitar que las recientes previsiones del FMI, que afirman que el crecimiento mundial durante los próximos años podría ser mediocre, no se materialicen. Para ello, acordarán un texto de compromiso con iniciativas en materia de inversión para lograr el crecimiento y el empleo, mejorar la fiscalidad internacional y coordinar mejor las políticas macroeconómicas, presupuestarias y de regulación financiera. También es posible que decidan lanzar algún mensaje político que intente calmar las tensiones entre Rusia y Occidente, que afirme que es una prioridad contener el avance del Estado Islámico o que muestre su confianza en que la epidemia de Ébola está bajo control. Pero al día siguiente, como viene siendo habitual desde hace varios años, todo quedará en agua de borrajas y el G-20 se habrá mostrado incapaz de dar una respuesta firme a los retos de la gobernanza económica internacional precisamente cuando más indicios hay de que la economía internacional tiene cada vez más grietas.
¿Por qué pasa esto? ¿Acaso es tan difícil la cooperación económica internacional?
La justificación normativa para la coordinación de políticas económicas entre las grandes potencias es clara. En un mundo económicamente cada vez más interdependiente, donde las políticas monetarias, fiscales o comerciales de unos países tiene cada vez mayores efectos sobre las de otros y donde existen fallos de mercado (como las excesivas emisiones de gases de efecto invernadero que genera el sistema de libre mercado) que son imposibles de resolver sin la participación de las principales potencias, es claro una acción concertada en algunos aspectos sería beneficiosa. Se trata de la consabida frase de que los problemas globales requieren de soluciones globales. Si a esto añadimos que la globalización se está viendo cada vez más deslegitimada por el aumento de la desigualdad tanto en países ricos como pobres, parece evidente que sus principales garantes harían bien en coordinar sus políticas para evitar sus efectos más perniciosos. Sin embargo, como decía Benjamin Cohen, “la cooperación internacional, como el amor pasional, es algo bueno pero difícil de sostener”. Y ello se debe a que exige adaptar las políticas económicas nacionales a las necesidades del sistema (y de otros países) y, en ocasiones, entrar en acuerdos internacionales que implican una cesión de soberanía a instancias supranacionales, algo que los países normalmente no están dispuestos a aceptar.
Tras el estallido de la crisis financiera global se sucedieron importantes iniciativas de cooperación económica internacional en el marco del G-20 que contribuyeron a evitar una segunda Gran Depresión y redujeron el impacto adverso de la crisis financiera. Estas acciones, impulsadas por el fundado temor al derrumbe de la economía mundial tras la quiebra de Lehman Brothers en 2008, sirvieron para evitar el colapso del sistema financiero internacional, facilitaron un impulso fiscal coordinado en 2009 que compensó parcialmente el desplome de la actividad privada y contribuyeron a mantener a raya el proteccionismo. Sin embargo, crearon la falsa ilusión de que, por fin, tras años de parálisis y tensiones, sería posible que el G-20 sustituyera al G-7/8 y se erigiera en una suerte de gobierno económico internacional capaz de hacer frente a los problemas globales en una economía cada vez más multipolar. Este optimismo inicial sobre el G-20 se basó en que aparecía como un foro suficientemente amplio (y por tanto legítimo) como para convertirse en el embrión de ciertas reformas económicas globales consensuadas, al tiempo que era lo suficientemente pequeño como para ser efectivo. Su principal virtud era (y sigue siendo) que cuenta con un buen equilibrio entre países avanzados y emergentes, algo que no sucede con prácticamente ninguno de los grupos “G” del sistema internacional donde se practica y ejerce el “minilateralismo” de forma efectiva.
Sin embargo, como era de esperar, desde que en 2010 la sensación de riesgo de colapso sistémico se difuminara, los esfuerzos de cooperación económica internacional se han reducido. Esto no debería sorprendernos. La historia nos enseña que la cooperación económica internacional en momentos de transición como el actual requiere al menos de dos condiciones. En primer lugar, unos valores medianamente compartidos por los principales países sobre qué políticas son necesarias. Y en segundo, un liderazgo capaz de catalizar esos valores en acciones concretas. Ninguna de las dos se cumple en la actualidad, algo que sí ocurrió, por ejemplo, al final de la Segunda Guerra Mundial cuando se fraguó el sistema de Bretton Woods bajo liderazgo estadounidense.
Los países emergentes tienen hoy visiones sobre la regulación financiera, los mecanismos de ajuste en el sistema monetario internacional o las mejores prácticas en política comercial que son muy distintas a las de los países avanzados. Incluso tienen una visión sobre cómo debería funcionar (y regularse) el capitalismo que dista mucho de la dominante en Washington o Londres. Además, tras décadas de liderazgo intelectual y político anglosajón en asuntos económicos internacionales, la crisis financiera global ha supuesto un importante golpe a la visión norteamericana del capitalismo, lo que ha puesto a Estados Unidos a la defensiva, generando un vacío de poder significativo en el sistema internacional, que ni los países emergentes ni la Unión Europea están dispuestos a ocupar.
El G-20 tiene pocos instrumentos para revertir esta situación. Ni es una institución internacional ni cuenta con un secretariado permanente o con recursos propios. No es más que una reunión informal entre países poderosos. Organiza su actividad en torno a las iniciativas de la presidencia de turno a través de grupos de trabajo ad hoc establecidos para los distintos temas de su agenda. La informalidad y los encuentros cara a cara entre Jefes de Estado y de Gobierno le otorgan flexibilidad (sobre todo comparado con las complejas burocracias de las instituciones formales), pero como no es una institución internacional, no puede obligar a ningún país a que cumpla sus acuerdos y tampoco puede establecer sanciones o incentivos de forma multilateral.
Pero esto no significa que el G-20 no sirva para nada. Su consolidación ha servido para que las principales potencias tengan un diálogo continuado, que es la única forma de que se vayan produciendo cambios graduales o se pueda reaccionar ante situaciones de crisis. El G-20 es bastante imperfecto, pero es un foro mucho mejor que sus antecesores para aspirar a ejercer el liderazgo compartido que requiere una economía multipolar. En todo caso, no debe confundirse con un nuevo gobierno económico mundial, sino que, en el mejor de los casos, servirá como un catalizador de las decisiones que después deben plasmarse en otras instituciones. Pedirle más sería poco realista.
Federico Steinberg es investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid | @Steinbergf