* Publicado el 10/5/2012 en Expansión.
Con Hollande en el Eliseo, las economías de Alemania y Francia en fuerte desaceleración, la periferia de la zona euro al borde del abismo y gente tan cauta y autorizada como Martin Wolf diciendo que le da al euro un 50% de probabilidades de sobrevivir durante la próxima década, empieza a hablarse en serio de cambiar la política económica en Europa.
Pero no nos hagamos demasiadas ilusiones. Hace ya bastante tiempo que hay señales de que la estrategia de la austeridad (sin crecimiento) impuesta a la zona euro (ZE) por Alemania no está dando resultado, pero eso no ha hecho cambiar de opinión ni a la Canciller Merkel ni al Banco Central Europeo (BCE). Además, lo que Hollande ha dicho es que quiere renegociar el nuevo Pacto Fiscal impulsado por Merkozy, pero todos sabemos que lo que está ahogando hoy el crecimiento de en la ZE no es este Pacto (que todavía no se está aplicando), sino el calendario del ajuste fiscal negociado en Bruselas (que es imposible de cumplir) y la negativa del BCE a actuar de forma consistente como prestamista de última instancia, no tanto para los bancos sino para los países.
Por lo tanto, a no ser que Hollande resulte ser un encantador de serpientes capaz de convencer a los conservadores alemanes, finlandeses y holandeses de que modifiquen la actual estrategia, es poco probable que veamos cambios sustanciales. El Consejo Europeo extraordinario de mayo podría impulsar algunas modificaciones cosméticas que acaparen los titulares, como el lanzamiento de una difusa y limitada agenda de crecimiento impulsada por el Banco Europeo de Inversiones (algo que, por cierto, ya ha ocurrido en distintos momentos durante el último año sin después materializarse en nada), pero poco más que eso.
Ello se debe a que, por desgracia, lo único que puede hacer cambiar de opinión a Alemania es el miedo a una ruptura del euro. Y ese miedo solo puede venir de un renovado ClubMed de países del sur (incluida Francia) que explique a las autoridades alemanes y al BCE que si a cambio de las reformas y los ajustes no hay ningún tipo de concesiones, por mucho que seamos los disciplinados alumnos que nos exige el eje Berlín-Frankfurt, terminaremos “forzados” a salir del euro por la presión de los mercados. Si eso llegara a suceder el BCE se quedaría sin trabajo y Alemania sería la gran perjudicada ya que su moneda se apreciaría, sus exportaciones se derrumbarían y sus bancos (los grandes acreedores de la ZE) caerían como piezas de dominó.
Una buena batería de argumentos técnicos es imprescindible para que Alemania entienda por qué su estrategia de austeridad autoritaria nos está acercando a ese apocalíptico escenario; es decir, por qué debería comenzar a tener miedo. Lo bueno es que dicho argumentario no es demasiado sofisticado. Su versión teórica está en cualquier manual de introducción a la economía y su versión práctica en la experiencia de los últimos treinta años de crisis financieras en países emergentes.
Primero, las políticas fiscales procíclicas son una mala idea. Hacer una política fiscal contractiva cuando la actividad económica está cayendo, no hay crédito y no se puede devaluar la moneda, agudiza la recesión. Keynes explicó hace setenta años que la política fiscal debía ser contracíclica y hay muchos estudios que demuestran que no existe eso que los alemanes llaman “ajuste fiscal expansivo” porque los llamados efectos no keynesiados de la política fiscal requieren, entre otras cosas, que el tipo de cambio sea flexible, algo que no sucede en la ZE. Por lo tanto, insistir, como se hace con España, en que se haga el mayor ajuste fiscal de la historia de un país desarrollado cuando el PIB está cayendo cerca de un 2%, los bancos no pueden financiarse en el mercado y la tasa de paro se acerca al 25% es un suicidio. Eso no significa que no sea importante tener un plan creíble de consolidación fiscal a medio y largo plazo. De hecho, tampoco hay evidencia empírica alguna de que no ajustar las cuentas públicas sea bueno para el crecimiento. Pero el ajuste debe ser más lento y centrarse en el saldo estructural, no en objetivos nominales. De lo contrario, las caídas en la recaudación generadas por la recesión y los aumentos del gasto (resultado tanto del mayor coste del servicio de la deuda como de las mayores prestaciones de desempleo) harán imposible estabilizar el ratio de deuda sobre PIB, conduciendo inevitablemente al default. Si tienen dudas miren a Grecia.
Segundo, los bancos centrales deben ser prestamistas de última instancia. Si bien es cierto que en condiciones normales su principal función es mantener la estabilidad de precios, en momentos de elevada inestabilidad financiera deben asegurar la supervivencia de la moneda de la que se ocupa. En una unión monetaria, eso exige, además de prestar a los bancos cuando los mercados están cerrados para evitar pánicos, comprar deuda soberana de quienes sufran ataques especulativos con el fin de evitar que países con problemas de liquidez (como España o Italia) puedan terminar volviéndose insolventes por una profecía auto-cumplida. Además, suele ser una buena idea no elevar los requisitos de capital a la banca en medio de una restricción de crédito y aceptar que un poco de inflación no sólo no es el fin del mundo, sino que puede ser la única fórmula para acelerar el desapalancamiento de hogares, empresas, bancos y países, así como de reducir los salarios nominales en los países con déficit de balanza de pagos, lo que es un sustituto (imperfecto) de una devaluación. Todo ello sugiere que el BCE debería actuar de forma más agresiva, debería dejar claro a los inversores que no se puede hacer negocio apostando contra la deuda de los países periféricos de la ZE y haría bien en confiar un poco más en que la voluntad reformista de los países del sur es clara, por lo que no hay nada de malo en dar un balón de oxígeno a poblaciones (y gobiernos) acorralados.
Al margen de estas soluciones de libro de texto, pueden plantearse otras más radicales y heterodoxas. Por ejemplo, Wyplosz ha abogado recientemente por un default parcial y preventivo de la deuda de los países de la ZE (incluida Francia y posiblemente Alemania). Sostiene que lo que desincentiva a los inversores a comprar deuda pública de la ZE es que creen posible que haya quitas en el futuro. Por ello, aboga por reestructurar la deuda lo antes posible para despejar las dudas, lo que permitiría romper el círculo infernal que hace que la crisis de la deuda soberana y la bancaria se retroalimente. Naturalmente, habría que analizar quién soportaría esas pérdidas y si sería capaz de hacerlo (o quebraría), pero es evidente que se trata de una idea valiente que tal vez haya que explorar.
Será difícil que Merkel acepte que se ha equivocado con su estrategia para estabilizar la ZE. A nadie le gusta reconocer sus errores. De hecho, es muy posible que la falsa narrativa que ha construido sobre cómo hemos llegado a esta situación (simplemente por falta de disciplina fiscal de los países del sur) impida a Alemania aceptar que debe modificar su posición. De ser así, por mucho que Hollande no sea Sarkozy, el eje Berlín-Frankfurt no aceptará reducir la velocidad del ajuste fiscal, se seguirá oponiendo a una mayor expansión monetaria para generar un poco de inflación y depreciar el euro, no abogará por un aumento del gasto público en los países que tiene margen para hacerlo (lo que permitiría aumentar las importaciones de estos países y reducir los desequilibrios de balanza de pagos dentro de la ZE) y, por supuesto, no querrá ni oír hablar de reestructuraciones de deuda preventivas. Pero, tal vez, si empieza a ver las orejas al lobo y se da cuenta de lo que significaría una desmembración del euro, modifique su posición.
Federico Steinberg es Investigador Principal de Economía y Comercio Internacional del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid