* Publicado el 22/11/2012 en Expansión.
Una de las pocas cosas buenas que tiene la crisis del euro es que, en algunos aspectos, se está volviendo predecible. Hemos aprendido que Grecia es (y continuará siendo) una fuente inagotable de sustos. Pero también vamos aceptando que, tarde o temprano, los países europeos siempre encuentran la forma de evitar que el problema griego haga descarrilar el euro. Por eso, tras la incapacidad del Eurogrupo extraordinario del 20 de noviembre de acordar qué hacer para liberar los fondos que Grecia necesita para evitar una suspensión de pagos, los mercados casi no se han sobresaltado. Las bolsas no han bajado, el euro no se ha depreciado, y todos esperaremos pacientemente a la semana que viene, a que un nuevo Eurogrupo extraordinario logre alcanzar un acuerdo.
Como en otras ocasiones el acuerdo no es fácil. Existe un amplio consenso sobre que Grecia no será capaz de estabilizar su nivel de deuda en el 120% de su PIB para 2020 como preveían los escenarios más optimistas, ni siquiera después de haber impuesto una quita del 70% a los acreedores privado. Y la razón es sencilla: a pesar de los ajustes y la financiación relativamente barata que las instituciones europeas y el FMI le prestan, el decrecimiento de su economía está siendo tan intenso que la ratio deuda/PIB sigue creciendo. Cierto es que la devaluación interna y las reformas estructurales que el nuevo gobierno de Samaras está impulsando con decisión podrían empezar a liberar las fuerzas del crecimiento de la economía, pero el impacto de dichas reformas no será inmediato, por lo que Grecia necesita un nuevo balón de oxígeno (si las reformas estructurales hubieran comenzado en 2009, algunas ya estarían surtiendo efecto, pero, por desgracia, no fue así).
Ante esta situación parece claro que Grecia necesita un nuevo programa de alivio de la deuda. El problema es cómo se hace, cuándo se hace y quién lo paga. Y aquí hay dos posturas enfrentadas. Por una parte, el FMI, utilizando la misma lógica que a finales de los años noventa se aplicó a los llamados países pobres altamente endeudados (HIPC, por sus siglas en inglés), insiste en que hay que hacer una segunda reestructuración de la deuda antes de desembolsar más fondos. De lo contrario, dice, como Grecia tiene un problema de solvencia y no de liquidez, darle dinero fresco sería como echarlo en un pozo sin fondo. Por otra parte, los países europeos quieren evitar o retrasar esa nueva reestructuración de deuda. Primero, porque en esta ocasión, quienes perderían serían los acreedores públicos que han financiado a Grecia (a los acreedores privados ya no les queda prácticamente nada por reestructurar), que no son otros que los países de la UE, que le dieron préstamos bilaterales en 2010; el Banco Central Europeo, que ha estado acumulando en su balance títulos de deuda griega; y el fondo de rescate europeo, que le ha aportado ayudas para el segundo paquete de rescate (aunque el FMI también es un acreedor público, se entiende que nadie le hace un default porque eso reduciría los recursos que la institución tiene para prestar a otros países).
Naturalmente, dada la delicada situación de los países del sur de Europa, que están intentando estabilizar sus propios niveles de deuda sobre el PIB y reducir sus déficit públicos, asumir pérdidas por el impago griego les supondría un duro golpe que elevaría la tensión en los mercados de deuda poniendo fin a este periodo de relativa calma que estamos atravesando desde septiembre. Pero, además, existen otras razones por las que los países de la UE no quieren acceder a la reestructuración. Saben que una vez que la acepten, su capacidad para presionar a Grecia para que continúe con sus reformas será mucho menor, por lo que no quieren perder esa baza. Y Alemania, con elecciones después del verano, no quiere contarle a su electorado que está mutualizando la deuda por la puerta de atrás mediante una reestructuración.
Si la experiencia pasada nos sirve de guía, lo más probable es que se alcance un acuerdo de compromiso por el que el alivio de la deuda no se haga mediante quitas al valor nominal de la deuda sino con reducciones en los tipos de interés y alargamiento de plazos y, en todo caso, se esperará a después de las elecciones alemanas para abordar una reestructuración en profundidad. El FMI, a disgusto, lo aceptará, y se volverá a demostrar que el auténtico riesgo para la solución de la crisis del euro no está en Atenas, sino en Madrid, Roma y París.
Federico Steinberg
Investigador Principal del Real Instituto Elcano y profesor de Análisis Económico de la Universidad Autónoma de Madrid