(*) Publicado el 6/10/2014 en Expansión.
Las revueltas árabes marcaron la entrada de Oriente Próximo en un túnel donde las turbulencias geopolíticas no permiten ver la luz al final del mismo. Lo que desde lejos se percibe como una sucesión de crisis puntuales en Yemen, Bahrein, Libia, Siria, Egipto, Gaza, Israel o Irak; refleja, en realidad, un escenario con múltiples conflictos simultáneos alimentados por las mismas causas estructurales. La magnitud de la desestabilización se explica por la debilidad de los estados árabes, por la emergencia de los actores no estatales violentos, por la lucha por la hegemonía regional y, sobre todo, por la interacción simultánea de esos factores en todas y cada una de las crisis concretas. Por eso, porque en Oriente Próximo existen muchos más factores de riesgo autóctonos que instrumentos de estabilización disponibles, resulta difícil divisar la luz al final del túnel en el que ha entrado.
La debilidad de los estados árabes
Las revueltas árabes pusieron en evidencia la baja calidad de la gobernanza en Oriente Próximo como uno de los factores estructurales de inestabilidad. En mayor o menor medida, cada uno de los países árabes se enfrenta a tensiones políticas, económicas o sociales. En el aspecto político, los grupos dirigentes tratan de perpetuar en el poder a las distintas dinastías familiares, religiosas o partidistas dominantes sin atender a los cambios demográficos, sociológicos y culturales que exigen mayor participación y pluralismo. So pretexto de estabilidad y orden a corto plazo, las monarquías o regímenes árabes prorrogan la existencia de privilegios, sectarismo, autoritarismo y corrupción que alimenta las demandas de dignidad y respeto de esas poblaciones.
En lo económico, escasean las políticas que afronten las reformas necesarias para impulsar a largo plazo la productividad y un modelo de crecimiento menos dependiente de los recursos naturales y la mano de obra barata. La política económica se entiende como un instrumento de corto plazo al servicio de la legitimación económica de los regímenes, evitando aplicar reformas políticamente costosas y recurriendo para ello al gasto en forma de empleos públicos y subsidios. Algo semejante ocurre a nivel internacional cuando Arabia Saudita o Qatar financian a países como Egipto con criterios exclusivamente políticos.
En general, la rapidez con la que cambian las actitudes, valores y expectativas de las sociedades árabes bajo la globalización contrasta con la lentitud con la que los gobiernos reaccionan a los cambios y proceden a las reformas. Esta tensión entre demandas sociales y ofertas de gobierno es la que ha instalado entre los países de Oriente Medio un mecanismo de desestabilización que aprovecha y acentúa la debilidad de los gobiernos. Perdido el miedo a las reivindicaciones públicas, el activismo político y social ha cobrado pujanza y tomado consciencia de su poder frente a los gobiernos, por lo que las reivindicaciones no dejan, ni dejarán, de sucederse. Si los gobiernos no se anticipan o ceden a las mismas (Arabia Saudita, Marruecos, Argelia) o no las reprimen a tiempo (Irán, Siria o Bahrein) las movilizaciones persistirán en el tiempo, con lo que el objetivo de la contestación pasará de exigir cambios a los gobiernos a pedir el cambio de los mismos. Ese mecanismo perverso que pone a los gobiernos en la disyuntiva de elegir entre la cesión y el derrocamiento se ha visto acelerado por la irrupción de nuevos actores que disputan el monopolio de la violencia a los estados y que recurren a la violencia para acelerar el proceso de confrontación entre gobiernos y sociedades, lo que facilita la escalada hacia la confrontación armada en perjuicio de la negociación de compromisos.
Los actores no estatales violentos
A las redes criminales y a los ejércitos tribales que han competido con los gobiernos de Oriente Próximo en el uso de la fuerza se han unido ahora los combatientes individuales o milicias que vienen a practicar la yihad o la insurgencia. Del yihadismo trasnacional se han beneficiado grupos como al-Qaeda en Mesopotamia, al-Qaeda en la Península Arábiga o el Frente al-Nusrah en Siria pero, sobre todo, el autodenominado Estado Islámico en Irak y Siria (ISIS) que acapara la actualidad informativa. Sin embargo, la inestabilidad regional no obedece tanto a la existencia de un grupo u otro, sino a la competencia creciente entre las cada vez más numerosas franquicias yihadistas para asegurarse el liderazgo. La competencia genera líderes y grupos cada vez más violentos y les lleva a realizar acciones más llamativas y radicales para ganarse las mentes y corazones de los potenciales combatientes extranjeros, las carteras de los donantes islamistas y el respeto-miedo de sus potenciales opositores. Esa dinámica hace pensar que, incluso si tiene éxito la lucha contra ISIS, como la tuvo en su momento la lucha contra Al-Qaeda, pronto nacerá un nuevo grupo que remplace a los anteriores.
Otra peculiaridad de Oriente Próximo es el empleo de estos actores no estatales violentos como intermediarios (proxies) de terceros para llevar a cabo enfrentamientos por encargo. Así, Irán se ha aprovechado de Hamás y de Hezbolá para enfrentarse a Israel, sostener al régimen alauita de Bashar Al-Assad y asegurar su influencia frente a competidores del Golfo, mientras que los países del Golfo han apoyado a las fuerzas rebeldes sirias e, incluso, a los grupos como ISIS en la medida que se mostraban más resolutivos contra Damasco.
A los anteriores hay que añadir la existencia de grupos insurgentes que han optado por la vía armada para luchar por el poder. La insurgencia cobró auge en Oriente Próximo a partir de 2003, cuando las milicias suníes y chiitas se enfrentaron a las fuerzas ocupantes de Irak. Pocos años después, las milicias suníes del Despertar desalojaron a las de al-Qaeda en Irak –el antecesor de ISIS- de las zonas suníes que controlaban mediante el terror. Por la misma época, las milicias de Hamás arrebataron a Fatah el control militar, primero, y el político después de la franja de Gaza. Ahora, Hamás se ve bajo la presión de nuevas milicias salafistas-yihadistas como el Ejército del Islam o la Yihad Islámica que compiten por asumir el liderazgo de la resistencia armada contra Israel, desprecian el laicismo palestino y abogan por combatir a los infieles e imponer una islamización más radical. Del lado chiíta, las milicias surgidas frente a la coalición internacional no se desmovilizaron y, junto a las milicias de Hezbolá, han seguido operando en Siria contra las fuerzas que combaten al régimen de Damasco, aunque ahora han vuelto a Irak para combatir la insurgencia suní que amenaza al gobierno de Bagdad.
La rapidez y la magnitud de progresos de ISIS en Irak no se pueden explicar sólo por sus actos terroristas, sino por el apoyo de la insurgencia iraquí. La resistencia suní al Gobierno sectario de Al-Maliki permitió a ISIS contar con el apoyo de un entramado de grupos suníes que han combatido codo con codo con ISIS y que incluyen las milicias baasistas de Jaysh al-Tariqa al-Naqshbandia (JRTN) y las Brigadas de la Revolución de 1920, las islamistas-nacionalistas del Ejército Islámico de Irak o las salafistas-baasistas del Ejército de Mahoma. Además, otras milicias como las de la tribu antigubernamental de Khata’ib Tawrat al-Ashreen o las salafistas de los ejércitos de los Muyahidines y de Mustafá se han abstenido de combatir a ISIS. A este nutrido grupo de insurgentes, cada uno con sus propios intereses y dinámica de actuación, podrían añadirse los de las milicias kurdas que combaten a ISIS en el Kurdistán iraquí (los peshmerga de los partidos Democrático y de la Unión Patriótica) o en Siria (las milicias kurdas del Partido de los Trabajadores o las fuerzas de autodefensa kurdas). Todos ellos compiten por el control territorial de su espacio identitario apoyándose en las lealtades étnicas, religiosas o familiares que suscitan, y aunque no todos aspiran a crear un estado propio, su pulsión insurgente contribuye a fragmentar los estados en los que se instala.
Lo llamativo de ISIS es su vocación de constituir un estado propio sin esa base identitaria de partida. Otros grupos yihadistas han intentado lo mismo en Yemen, Somalia o Mali y para ello se apoyan en la insurgencia armada para controlar territorios que sirvan de base a sus emiratos o califatos. A partir de ese control por la fuerza, la sumisión exigida por los califatos se construye hacia adentro por el terror y hacia fuera mediante la insurgencia o el terrorismo. Sea por la fuerza centrífuga de los grupos insurgentes o la centrípeta de los yihadistas, Oriente Próximo se enfrenta a una balcanización en Siria e Irak que podría contagiar a otros estados limítrofes.
La injerencia externa
Desde que Francia y el Reino Unido se arrogaron con el derecho de decidir el futuro de Oriente Próximo mediante el Acuerdo franco-británico Sykes-Picot (y Sazonov por la aquiescencia rusa), la zona no ha dejado de servir de campo de batalla de potencias regionales y ajenas a ella. La rivalidad hegemónica entre Irán y Arabia Saudita, enmascarada tras la división religiosa entre suníes y chiitas, se ha manifestado en todos los conflictos regionales. Ni siquiera su enemistad compartida hacia Israel ha favorecido una posición común (de hecho, Israel se ha convertido en el valedor de los países árabes frente a los proxies de Irán y su esperanza última frente a un Irán nuclear). Hasta hace poco, los países árabes contaban para ese papel con Estados Unidos, pero la deriva dubitativa de la Administración Obama les ha llevado a percibir que Estados Unidos podría renunciar a ese papel si se consolida la distensión en curso con Irán y si los recursos no convencionales que ha comenzado a explotar le permiten lograr su autonomía energética. Como resultado, Arabia Saudita ha marcado distancias respecto a Estados Unidos y, a su vez, ha visto como Qatar marcaba las suyas reivindicando un espacio de influencia propia, como se ha visto a propósito de su apoyo a los Hermanos Musulmanes en Egipto.
Esta sensación de desvinculación, compartida también por Israel como se ha visto en su reciente guerra en Gaza, ha llevado a los países del Golfo a patrocinar por su cuenta a los combatientes suníes que luchaban contra las milicias proxies de Irán en Siria e Irak. Y sólo ahora que sus patrocinados se han vuelto demasiado poderosos para responder a su control, han vuelto a coligarse con Estados Unidos para hacerle frente. Turquía es otra potencia que está tratando de recuperar la influencia regional de la que el Acuerdo Sykes-Picot privó al imperio otomano. Ha apostado por la caída del régimen sirio y por el sostenimiento del Gobierno iraquí porque no le interesa que progrese ninguna de las autonomías kurdas existentes en Siria, Irak y, desde luego dentro de Turquía. Por eso cierra sus fronteras a los combatientes kurdos que acuden a socorrer a las poblaciones kurdas que corren hacia Turquía desplazados por la limpieza étnica de ISIS. Irán ha puesto en marcha un proceso de distensión con su enemigo mortal occidental aprovechando la baza de su programa nuclear, aunque el tiempo dirá si es un movimiento táctico, para mitigar los efectos del embargo, o uno estratégico, para acelerar la salida de Estados Unidos de la zona. Irán aspira a preservar su influencia sobre Irak y se opone tanto al secesionismo kurdo como al nacionalismo iraquí de algunas milicias chiitas. Irán es un actor pragmático y optará por la cooperación discreta con quienes luchen contra ISIS sin poner en peligro su influencia en Irak. Finalmente, Rusia continúa apoyando al régimen sirio y confrontando a Estados Unidos, pero no ha dudado en apoyar militarmente al gobierno de Bagdad para hacer frente al mismo yihadismo trasnacional que amenaza sus revueltas internas.
Y llegó la coalición
Todos los anteriores han aparcado sus diferencias para hacer frente a ISIS y se van apuntando en una coalición de interés. La estrategia del Presidente Obama que guía la coalición no establece como quedarán Siria e Irak una vez que ISIS se debilite o se destruya (lo primero parece más factible que lo segundo), y deja a cargo de cada participante la forma, medios y plazo de contribuir. Será una coalición militar que puede obtener resultados en la lucha contra la insurgencia armada, pero está por ver si se aglutina la cooperación internacional no militar que se precisa para luchar contra la financiación, la radicalización y el flujo de combatientes extranjeros que nutren a ISIS. Será una coalición implícita, en la medida que Rusia, Irán o Estados Unidos no querrán reconocer que colaboran entre sí, con el régimen sirio o con los secesionistas kurdos, y provisional, en la medida que la participación depende de los resultados que se obtengan. En lo que dependa de la coalición, las acciones aéreas podrán contener la expansión de ISIS pero tardarán tiempo en debilitarlo y, sobre todo, no podrán desalojarle de las posiciones que ocupan hasta que las fuerzas terrestres iraquíes, kurdas o suníes estén suficientemente adiestradas y equipadas. Mientras luchan contra ISIS, los coligados no podrán evitar pensar día a día quién va a cubrir el vacío de ISIS y cómo les afecta el equilibrio regional resultante. Pese a todo, los miembros de la coalición se disponen a entrar en el túnel de Oriente Próximo esperando encontrar pronto una salida.
Félix Arteaga es investigador principal de Seguridad y Defensa del Real Instituto Elcano | @rielcano