(*) Publicado el 14/11/2013 en Expansión. Ver también un análisis más detallado del mismo autor en: Negociaciones comerciales entre la UE y EEUU: ¿qué hay en juego?
A lo largo de esta semana está teniendo lugar en Bruselas la segunda ronda de negociaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos para alcanzar un ambicioso acuerdo de comercio e inversiones, (TTIP, por sus siglas en inglés). A pesar del cierre del gobierno en Estados Unidos, que obligó a retrasar las negociaciones, y de los escándalos del espionaje norteamericano en Europa, la cumbre está teniendo lugar, lo que muestra que el TTIP se ha convertido en la prioridad política transatlántica.
Se aspira a cerrar para 2015 (antes de las elecciones estadounidenses) un acuerdo sin precedentes que dé lugar a algo parecido a un mercado único transatlántico, que representaría más del 40% de la producción mundial. Primero, es necesario eliminar totalmente los aranceles, que ya son muy bajos (un 2,8% en media ponderada, aunque persisten aranceles pico en sectores como el textil o el agrícola). Segundo, y esto es lo más difícil, hay que reducir las barreras no arancelarias, que se derivan de que cada bloque mantiene su autonomía regulatoria en materias como la propiedad intelectual, las normas para proteger la seguridad del consumidor, las reglas para la comercialización de servicios de alto valor añadido, o las compras públicas, entre otras. Todas estas trabas equivalen a aranceles adicionales de entre el 10% y el 20% y dificultan especialmente el comercio de servicios, que es el que tiene un mayor potencial de crecimiento.
La principal justificación que las autoridades europeas y estadounidenses han dado para lanzar el TTIP es que generará crecimiento y empleo. Según un estudio de CEPR, encargado por la Comisión Europea, un acuerdo amplio y ambicioso podría generar 119.000 millones de euros al año para la Unión Europea y 95.000 para Estados Unidos. Sin embargo, todas estas potenciales ganancias de comercio también existían hace diez años y, seguramente, también existirán en el futuro. Por tanto, la pregunta relevante es ¿por qué ahora el TTIP? Y la respuesta, hay que buscarla en la geopolítica.
El TTIP como respuesta al auge de las potencias emergentes
A lo largo de las últimas décadas, conforme avanzaba la globalización económica y los países emergentes (sobre todo asiáticos) se abrían a la economía mundial, el centro neurálgico de la economía internacional se ha ido desplazando lentamente desde el Atlántico hacia el Pacífico. En un principio estos cambios no pusieron en jaque el liderazgo político, económico e intelectual de Occidente. Se trataba de que los nuevos países adoptaran las reglas marcadas por las viejas potencias. Sin embargo, desde el estallido de la crisis financiera global en 2007, y de la Gran Recesión que la ha seguido, se ha impuesto una narrativa en las relaciones internacionales según la cual el futuro es de las economías emergentes.
El TTIP, por tanto, puede verse como parte de la reacción de Europa y Estados Unidos a su declive relativo; es decir, como un instrumento para recuperar el liderazgo y, por tanto, lograr mayor influencia en el escenario económico internacional. Se trata de revitalizar su poder de una forma indirecta, que no supone un conflicto abierto con los países emergentes, a través de la fijación de nuevas normas en el campo económico; es decir, reescribiendo las reglas de la globalización.
Sin embargo, ya no pueden hacerlo mediante su dominio de las instituciones multilaterales como la Organización Mundial del Comercio (OMC), cuyas negociaciones de la Ronda de Doha están estancadas precisamente porque los países emergentes ya no aceptan los dictados de los países avanzados. Por lo tanto, han optado por intentar forjar normas comunes para los sectores que más potencial de crecimiento tendrán en el futuro, de modo que aparezca un nuevo y apetitoso mercado transatlántico que sirva simultáneamente para generar crecimiento en sus maltrechas economías y, sobre todo, se convierta en el mercado más deseado por los exportadores de los países emergentes, que todavía dependen significativamente de sus ventas a los países ricos para crecer. Si el TTIP llega a buen puerto el mensaje para los países emergentes será claro: si queréis vender vuestros productos a mis ricos consumidores debéis adoptar mis normas; si no, os quedareis fuera, por lo que vuestro crecimiento será menor.
Utilizar el TTIP como palanca para recuperar el liderazgo económico mundial es sin duda atractivo. Sin embargo, la estrategia podría fallar, bien por problemas en la propia negociación del acuerdo, bien porque la reacción de las economías emergentes no sea la deseada por el eje transatlántico.
Para que el plan tenga éxito, es imprescindible que estadounidenses y europeos se pongan de acuerdo en nuevas normas para el comercio y la inversión. Como se han excluido de la negociación los temas más espinosos (las industrias culturales, los subsidios agrícolas, la movilidad de trabajadores y parte de la industria militar) lograr un TTIP ambicioso es factible. Sin embargo, como las tradiciones regulatorias a ambos lados del Atlántico son distintas, esto no será ni mucho menos automático. De hecho, como en materia económica la relación de fuerzas entre la Unión Europea y Estados Unidos está equilibrada ninguno podrá forzar al otro a que adopte sus propios estándares, lo que deja al reconcomiendo mutuo como la mejor fórmula para avanzar. Pero en la Unión Europea saben bien que, incluso optando por el reconocimiento mutuo y no por la armonización normativa, fueron necesarias varias décadas para construir el mercado interior. Y, en servicios, todavía no se ha conseguido.
Pero aún si el TTIP logra completarse, nada asegura que el acuerdo vaya a abrir una nueva etapa de globalización bajo liderazgo occidental. Las potencias emergentes, en especial China, India y los países de América del Sur, se han resistido durante años a aceptar normas en la OMC que redujeran su margen de maniobra para la política industrial, que son precisamente las normas que intenta fijar el TTIP. Por lo tanto, si para cuando el TTIP esté firmado y funcionando sus propios mercados suponen una porción mayoritaria y creciente del mercado mundial, podrían optar por no adoptar los estándares del TTIP para no perder soberanía regulatoria, confiando en que el coste de oportunidad de esta decisión no fuera demasiado alto porque las oportunidades de crecimiento exportador en el mercado transatlántico fueran decrecientes. De ser así, el TTIP no se convertiría en el modelo de la nueva regulación del comercio mundial, ni sería multilateralizado a través de la OMC, sino que sería el principio de un escenario de fragmentación del mercado mundial entre grandes bloques comerciales rivales que delegaría a la irrelevancia a la OMC, que por el momento es la institución que mejor ha funcionado para regular la globalización.
Federico Steinberg es investigador principal del Real Instituto Elcano especializado en Economía Internacional y Profesor de Análisis Económico de la UAM | @Steinbergf