(*) Publicado el 8/7/2013 en FAES.
El gran reconciliador, el líder carismático, el presidiario, el mártir, el símbolo de la libertad, el icono de la lucha contra el apartheid, el activista, la leyenda, la marca global. Son muchas las formas de referirse a Nelson Mandela, al que algunos incluso han querido comparar con George Washington, como Barack Obama. “El hombre indispensable” –como James Flexner denominó al primer presidente norteamericano en su conocida biografía– decidió dejar el poder después de dos mandatos. Mandela hizo lo propio al término de su primera presidencia, a pesar de ser el primero en darse cuenta de que cinco años no eran suficientes para cicatrizar todas las heridas sociales, y equilibrar las desigualdades económicas como consecuencia de décadas de apartheid.
Al igual que Washington, Mandela tenía esa mezcla inusual entre conservador y revolucionario. Pero además, Mandela era orgulloso y sencillo, decididamente obstinado y flexible; vanidoso y tímido; sereno e impaciente. Y sobre todo una figura de renombre internacional. Una notoriedad que curiosamente adquirió a lo largo de esos 27 años que estuvo encerrado, un periodo del que no se tienen ni imágenes ni palabras suyas. Sin embargo, la oposición sudafricana supo atraer la empatía del resto del mundo y el movimiento antiapartheid –el gran movimiento social y global del siglo pasado– hizo que Mandela adquiriera tintes cuasi-mesiánicos.
Ese atractivo le sirvió después para decirle al mundo que la joven democracia sudafricana sería un éxito gracias a la reconciliación y el consenso, las dos claves de su presidencia. Pero sin olvidar el comercio, el turismo, las inversiones y la educación en un país que salía de un férreo aislamiento. El camino había sido duro –en los 12 meses anteriores a las elecciones de 1994, 4.400 personas murieron por actos de violencia política– y quedaba mucho por recorrer. Pero dejó que otros cogieran las riendas y abandonó la presidencia, dando un ejemplo a aquellos que, en circunstancias parecidas, hubieran optado por perpetuarse indefinidamente. Sin embargo, Mandela no evitó que Sudáfrica se convirtiera en un país de un solo partido, con las consecuencias que hoy vemos.
La nación hoy está herida económicamente, la corrupción y la violencia se extienden peligrosamente, y los sudafricanos anhelan más que nunca a su líder. Una figura mitificada, lo que ha hecho un flaco favor a todo su legado, con sus éxitos y fracasos. El abandono del principio de la no violencia en los sesenta, o su duradera amistad con aquellos países que apoyaron la causa del CNA, como Cuba o Libia, no van a restarle reputación. Él ha admitido haber cometido errores, y reivindicaba su categoría de “hombre” ante la “divinización” de su figura, o la comercialización de su imagen. Ha llegado el momento de volverle a “humanizar”.