(*) Publicado el 12/12/2015 en Expansión.
Como ocurre en las demás cuestiones de la agenda política para 2016, la gestión de los asuntos exteriores vendrá lógicamente muy marcada por el arranque de una nueva legislatura en la que se alterarán los tradicionales equilibrios del sistema político español y el Gobierno dejará de descansar sobre un único partido con mayoría absoluta. Son muchas las oportunidades e incertidumbres que genera esa transformación hacia un modelo multipartidista; de modo que en este momento no sólo desconocemos el color político del futuro presidente sino también su fortaleza institucional y hasta si compartirá partido con todos sus ministros. Sin embargo, a diferencia de otros ámbitos más domésticos cuyos desarrollos puede variar mucho dependiendo del desenlace electoral y del gobierno resultante (tales como la cuestión territorial, la regeneración institucional, el mercado de trabajo, la educación, el gasto social o las nuevas reformas estructurales), no parece que el curso futuro de la acción diplomática española vaya a verse muy afectada tras el 20 de diciembre.
“La sintonía existente entre PP, PSOE y Ciudadanos en las cuestiones internacionales clave apunta a la estabilidad”
Dos son los motivos que explican esa aparente estabilidad. En primer lugar, la sintonía existente entre PP, PSOE y Ciudadanos en las cuestiones internacionales claves, que viene a confirmar la tendencia de consenso (¿o es más bien desinterés?) que ha caracterizado este gran ámbito de política pública durante todo el periodo democrático, salvo en momentos excepcionales como fueron la adhesión y referéndum sobre la OTAN o la intervención y retirada de Irak. Se trata de una pauta de concordia que se desvía de los vaivenes programáticos y el estilo de confrontación que ha sido en cambio habitual en otros muchos temas internos. Lo cierto es que en los últimos años, al margen de matices o divergencias procedimentales, no es fácil identificar auténticos disensos en política internacional y europea. Por seguir con los tres partidos antes mencionados -que son los que encabezan todas las encuestas- es significativo que hayan votado exactamente igual en el Parlamento Europeo en dossieres tan controvertidos como la finalización de la Unión Económica y Política en la Eurozona, la negociación del TTIP con EEUU, las cuotas de refugiados, la solidaridad con Ucrania frente a la agresión rusa o la regulación del Registro de Nombre de Pasajero (PNR). Es cierto que Podemos no comparte este consenso, y apenas se ha alineado con los otros tres en temas muy concretos como, por ejemplo, el apoyo al reconocimiento del Estado Palestino. Sin embargo, es difícil que el partido de Pablo Iglesias pueda condicionar de manera efectiva la política exterior y de seguridad; e incluso si lo hiciere, ha moderado sus posiciones más radicales en cuestiones como el euro, la OTAN o las supuestas simpatías hacia regímenes hostiles a los países occidentales.
Pero, aún por encima de este relativo clima de acuerdo, resulta más importante el segundo motivo que lleva a que las próximas elecciones sean a priori menos trascendentales para los temas internacionales que para los que tienen una naturaleza más interna. Y es que son precisamente los asuntos exteriores los que, por su propia naturaleza, tienen menos posibilidades de ser controlados, o ni siquiera influidos, por una potencia media como es España. Por supuesto, no debe despreciarse cierta capacidad que tiene el país para moldear la política mundial desde, por ejemplo, su asiento en el Consejo de Seguridad (que mantendrá hasta final de 2016), su participación en el G20, su estatus de quinto estado miembro de la UE, su presencia activa en el espacio mediterráneo e iberoamericano, y la proyección que le dan sus empresas y ciudadanos cada vez más conectados con la globalización. Pero, eso no puede llevar a la pretensión (que resultaría también audaz en las tres grandes potencias europeas e incluso en las mundiales como China o EEUU) de que se puede aspirar a gestionar los desafíos globales desde una capital nacional. De hecho, en la coyuntura del tránsito de 2015 a 2016 destacan varios asuntos (la respuesta al terrorismo yihadista, la crisis de refugiados o la lucha contra el cambio climático) donde se pone de manifiesto con crudeza la pequeñez de los Estados individuales y la necesidad de dar respuestas multilaterales. La capacidad de España de contribuir con ciertas dosis de ambición a la gobernanza que se está conformando en esos temas es seguramente el principal desafío inmediato.
“Un reto para el país será la mayor inserción de la empresa española en las cadenas de valor globales”
Luego, por supuesto, existen otras cuestiones relevantes que también merecerán la atención en 2016. Dentro del ámbito europeo destaca el nuevo documento estratégico que presentará en verano la Alta Representante y que España debe intentar moldear de acuerdo a sus valores e intereses o, más en la esfera de la propia integración, ayudar a que las divisiones entre los socios se reduzcan (como podría ser el caso en el eje deudores-acreedores) y no se amplíen (lo que está sucediendo con el auge de los sentimientos euroescépticos en los miembros más orientales pero también en Francia o el Reino Unido, que pretende renegociar los términos de su pertenencia y podría optar por la salida en un referéndum a celebrar próximamente).
Otras regiones de interés central para España vivirán también un año clave: nuestra gran vecindad sur (Magreb, Oriente Medio y Sahel) seguirá acumulando riesgos, y en muy menor medida alguna oportunidad de avance para los derechos humanos. Entre los retos principales pueden mencionarse cuestiones tan sensibles como la radicalización, los flujos migratorios, el abastecimiento energético o los trágicos conflictos abiertos de Libia y, sobre todo, Siria. Por lo que se refiere al otro lado del Atlántico, está claro que España deberá estar atenta al ciclo de cambios políticos que se dará tanto en América Latina (marcada por la rápida transformación del mermado bloque bolivariano) como en EEUU que elegirá nuevo Presidente o Presidenta en noviembre.
Sin embargo, y pese a lo dicho sobre la relativa incapacidad de España para actuar frente a los grandes desafíos internacionales de 2016, sí que existe margen para mejorar netamente la posición del país dentro de Europa y el mundo. Se trata de aprovechar la nueva etapa para tomarse más en serio la conexión del proyecto nacional con el mundo exterior a través de una amplia panoplia de políticas no estrictamente diplomáticas. Por poner algunos ejemplos, sería un enorme paso adelante que el futuro Gobierno tomase como prioridades la internacionalización del talento (cultura, educación, universidades, sistema tecnológico), la mayor inserción de las empresas españolas en las cadenas de valor global a través del fomento de las exportaciones y la inversión extranjera, la apuesta por una auténtica política de cooperación al desarrollo y de generación de bienes públicos globales, o la mejor vinculación entre los aspectos internos y externos de la seguridad (terrorismo o crimen organizado pero también ciberseguridad, suministro energético e incluso estabilidad financiera). En el fondo, el gran desafío internacional para España está dentro de nuestras fronteras. No es quizá tan inmediato como para merecer titulares de prensa y resulta independiente de quien gane las elecciones: consiste en levantar la vista desde nuestras preocupaciones a menudo tan provincianas y mirar más allá.
Ignacio Molina
Investigador Principal en el Real Instituto Elcano | @_ignaciomolina