(*) Una versión anterior de este texto fue publicada el 13/3/2020 en Vozpópuli.
En la Historia de la integración europea hay momentos en los que la reacción frente a una gran crisis determina para siempre el futuro de la Unión. Este es uno de ellos.
Aunque no es el primero. La crisis del euro, por ejemplo, puso en evidencia que una unión monetaria incompleta es una mala idea. Es evidente que una moneda única exige una unión bancaria, porque si bancos y Estados miembros están íntimamente ligados, las crisis de los países serán a menudo crisis bancarias, y las crisis bancarias terminarán a menudo siendo crisis de los países. La visión miope y cortoplacista de algunos Estados miembros se empeña en que lo que hay que hacer es reforzar los canales privados de aseguramiento, cuando la evidencia indica –como recordaba Draghi en uno de sus últimos discursos– que dichos canales se hunden en caso de grandes crisis, y que si hoy las grandes fusiones y adquisiciones de instituciones financieras a nivel europeo están bajo mínimos es porque la mutualización de riesgos es una condición necesaria, y no una segunda derivada de la unión bancaria. Si al final un supervisor nacional va a tener que hacer frente con fondos nacionales a los problemas que tengan las instituciones financieras de su país, ¿qué incentivo tiene para atraer a instituciones de otros países cuyos balances conoce mucho peor?
“La crisis del coronavirus es un nuevo ejemplo de que la libre circulación de personas no es compatible con una integración a medias, tanto a nivel sanitario como económico y monetario”.
También en las dos últimas décadas se ha puesto de manifiesto que la libre circulación de capitales sin armonización a nivel europeo de la base imponible del Impuesto de Sociedades es una mala idea. Cuando las empresas multinacionales eran fundamentalmente empresas de bienes y el valor añadido se generaba en un solo lugar, detectar el lugar de realización del hecho imponible era sencillo. En un mundo de cadenas de valor y empresas tecnológicas resulta mucho más complicado determinar desde dónde se presta un servicio y dónde se genera el valor añadido. Si a eso añadimos que algunos Estados miembros flexibilizan su legislación para permitir la constitución en su país de empresas no residentes que acumulan beneficios europeos y tributan –es un decir– en paraísos fiscales, y otros permiten el pago sin retención en origen de enormes cantidades en concepto de royalties (en realidad beneficios camuflados) a paraísos fiscales, nos encontramos con que las empresas ya no sólo son libres para instalarse donde quieran, sino también para decidir dónde pagan sus impuestos, llevándose allí –y esto es lo grave– el beneficio generado en otros países y erosionando bases imponibles ajenas.
La crisis de los refugiados de 2015, por su parte, puso de manifiesto que la libre circulación de personas casa mal con la ausencia de una política de inmigración y de asilo común. Esta libertad es sin duda uno de los derechos más importantes para los ciudadanos de la Unión Europea, pero se convierte en un problema cuando algunos países concentran la mayoría de los flujos migratorios y la solidaridad europea brilla por su ausencia.
La crisis del coronavirus es un nuevo ejemplo de que la libre circulación de personas no es compatible con una integración a medias, tanto a nivel sanitario como económico y monetario.
A nivel sanitario y epidemiológico, porque resulta evidente que, en una zona de libre circulación de personas (ya sea europea o simplemente española), una epidemia no se controla –en términos de nuevas infecciones– hasta que no se controle el último foco. De nada sirve aislar a una ciudad o comunidad autónoma si los ciudadanos entran y salen de ella libremente sin control alguno, expandiendo los contagios o importándolos, y retrasando el control final. Cualquier restricción a la circulación de personas en el espacio Schengen debería partir de la UE, y no de decisiones individuales que envían una pésima señal. Lo malo es que esto requiere niveles de coordinación hoy inexistentes.
En el ámbito económico, a su vez, la unidad de acción es necesaria por dos motivos. En primer lugar, en términos de recursos, porque resulta imprescindible evaluar las necesidades de mascarillas, camas de hospital, aparatos de respiración asistida, etc. y lograr un aprovisionamiento rápido y efectivo para todos los Estados miembros. La decisión de Alemania y Francia de suspender las exportaciones de mascarillas y otro material médico de protección, realizada sin comunicarlo previamente a la Comisión ni coordinarse con otros socios europeos, ha sido una lamentable muestra de insolidaridad, un ejemplo del “sálvese quien pueda” que deteriora la visión ciudadana de la idea europea. Legal, quizás (los tratados permiten los controles de comercio en caso de crisis sanitaria), pero incorrecta (no se ha avisado a la Comisión ni a nadie, ni se ha atendido a los requerimientos de la Comisión para retirarlos) y moralmente discutible. Si a eso unimos la hábil decisión de China de proporcionar ese material a Italia, luego no nos podemos sorprender de que, cuando llegue la hora de adoptar una política europea respecto al 5G, Italia diga que tiene favores que devolver. Ni tampoco que, cuando precisamente Alemania o Francia hablen de la nueva estrategia de política industrial y la necesidad de crear “campeones europeos”, otros países piensen que, en caso de crisis, los campeones francoalemanes serían tan europeos como los fabricantes o distribuidores de mascarillas.
Y en segundo lugar, porque esos recursos hay que financiarlos. La excusa de que las normas europeas permiten un incremento del déficit para este tipo de gastos extraordinarios es mal consuelo, porque no es ninguna novedad y porque el déficit y su sostenibilidad siguen recayendo sobre los países. ¿Qué ocurrirá si, después de unos meses, la economía italiana sigue muy débil y algunos bancos comienzan a flaquear, y la prima de riesgo italiana se dispara, contagiando a otros países? ¿Les suena el escenario? ¿De qué nos servirá entonces que se haya “autorizado” el déficit adicional? Lo que hace falta no es flexibilizar medidas, sino tener la altura de miras para el desafío al que nos enfrentamos. Quizás, una vez más, pesan los prejuicios y algunos países “frugales” piensan que el problema es de competencia de los italianos –quienes, por cierto, tienen uno de los mejores sistemas sanitarios y de emergencia del mundo– y no del hecho de que estaban mucho más expuestos que otros europeos a la economía china. El Consejo Europeo extraordinario del 11 de marzo nos devolvió, por desgracia, a 2008, cuando se perdió un tiempo precioso para actuar.
Los países o entes supranacionales que olvidan su historia, incluso la reciente, están condenados a repetirla. Es en las crisis donde se ve mejor que la integración a medias no funciona. Si la del coronavirus no nos hace reaccionar y adoptar medidas de calado inmediatas, mecanismos fiscales a nivel europeo (como recomienda el BCE, el FMI y todo economista que haya estudiado los riesgos de una zona monetaria no óptima) y un refuerzo de la integración en materia impositiva, de gestión de crisis sanitarias o de aprovisionamiento de recursos esenciales para la ciudadanía, no se extrañen de que, la próxima vez que Merkel, Macron –o sus sustitutos, que no serán mejores– hablen de la necesidad de “una Europa que protege”, a los ciudadanos les entre la risa. O peor aún, la indignación. Y eso, en términos políticos, ya sabemos en qué se traduce.
Enrique Feás
Técnico comercial y economista del Estado e investigador senior asociado del Real Instituto Elcano | @EnriqueFeas