(*) Publicado el 24/6/2016 en Infolatam.
El acto de la firma de los tres acuerdos alcanzados el 23 de junio en La Habana estuvo enmarcado por el rígido protocolo cubano que restó brillo y emotividad a un suceso cargado de historia. Esta sensación fue agravada por la realización de la transmisión televisiva que preferentemente utilizó una lejana cámara fija, en un procedimiento que recordaba técnicas propias de tiempos pretéritos dominados por el blanco y negro.
El encuadre generalmente plano de los intervinientes, mayoritariamente uniformados con las guayaberas blancas de rigor, y los escasos o nulos enfoques a los gestos del público sólo sirvieron para agregar monotonía a unas intervenciones marcadas por la casi obligada repetición de la salutación a los presidentes y altas autoridades presentes, enumerados uno a uno en cada discurso, o por los reiterados apretones de manos entre los protagonistas. Sólo el presidente Juan Manuel Santos fue capaz de sortear de alguna manera ese rígido protocolo, lo que da cuenta de su mayor cintura política.
“Buena parte de las reacciones favorables se apoyaban en el reconocimiento de las FARC de la legalidad constitucional colombiana”
Sin embargo, el alcance del acto iba mucho más allá de estas tristes cuestiones burocráticas, ya que era el preanuncio de la firma del acuerdo definitivo de paz entre el gobierno de Colombia y las FARC. Se trataba de la mejor prueba de que finalmente podíamos estar frente al fin de un dilatado y costoso conflicto, que se ha cobrado cuantiosas pérdidas humanas y materiales. El contenido de los tres acuerdos en cuestión (Cese al fuego y dejación de las armas, Garantías de seguridad y lucha contra las organizaciones criminales y Refrendación) sorprendió positivamente a algunos fuertes opositores al proceso, aunque sin llegar a conmover al uribismo más radical.
Buena parte de las reacciones favorables se apoyaban en el reconocimiento de las FARC de la legalidad constitucional colombiana y de las responsabilidades que le corresponden al estado en lo referente al cumplimiento de la ley y las garantías a la seguridad de las personas. A esto se añade su renuncia a utilizar mecanismos “constituyentes” como forma de refrendación de los tratados, a la vez que su aceptación de lo que decida la Corte Constitucional en esta materia.
Tampoco se puede olvidar la importancia decisiva que supone la fijación de un claro procedimiento de desarme y movilización, con un calendario y unos plazos muy precisos, que deberán concluir en seis meses a partir de la entrada en vigor del acuerdo. Igualmente, que las 23 zonas de concentración y ocho campamentos que albergarán a los casi 7.000 guerrilleros y 8.500 milicianos de las FARC tienen una superficie menor y un número considerablemente inferior a los 70 espacios que reclamó en su día la organización armada. En definitiva, lo firmado ayer contradice uno de los mantras preferidos de los opositores a la negociación que negaban taxativamente la posibilidad de que las FARC se desarmaran y desmovilizaran.
Pendientes del momento en que proceda a la firma del acuerdo definitivo, que afortunadamente será en Colombia y es de esperar con un poco más de calor popular, a nadie se le escapa la trascendencia de lo alcanzado hasta ahora. Finalmente y tras unas negociaciones que en momentos parecían alargarse indefinidamente, la posibilidad que las FARC cambien las armas por la política y la búsqueda del voto parece ser una realidad al alcance de la mano. La pregunta que los colombianos deben hacerse en estos momentos es cuántos sacrificios y cuántas concesiones vale la pena hacer para que esto ocurra.
“La implementación de los acuerdos y la construcción de la paz sobre el terreno será el verdadero reto que tengan por delante los colombianos”
La experiencia de procesos similares, acabados o todavía pendientes de un cierre definitivo, como los de IRA o ETA, muestran que una vez que se materializa el fin de la violencia y el desarme comienza una etapa nueva y totalmente diferente a la anterior. Pese a los tics del pasado, la naturaleza de los actores desarmados y el relato sobre los que comienzan a justificar sus nuevas acciones sufre una dramática transformación, donde ya nada es igual a lo que había sido antes.
Es evidente que esto no puede evitar la posibilidad de escisiones dentro del movimiento guerrillero o el fin absoluto de atentados. Es necesario tener presente que el proceso no será sencillo y que puede haber nuevas víctimas en ambos bandos, y más con el diálogo con el ELN todavía estancado. Lo más fácil es lo que se ha hecho hasta ahora en las negociaciones de La Habana. La implementación de los acuerdos y la construcción de la paz sobre el terreno será el verdadero reto que tengan por delante los colombianos.
Como dicen algunos de los más duros críticos de las negociaciones todavía hay muchas incógnitas por despejar y el diablo está en los detalles, especialmente en los más pequeños, pero esto no impide ser moderadamente optimistas respecto al desenlace final. Es verdad que la escasa confianza en el presidente Santos y su baja popularidad no ayudan demasiado en la presente coyuntura, especialmente a la hora del plebiscito, pero es de esperar que la sociedad colombiana se movilice, llegado el momento, para alcanzar el ansiado logro de la paz.
Carlos Malamud
Investigador principal de América Latina, Real Instituto Elcano | @CarlosMalamud