(*) Publicado el 14/12/2012 en «La Tercera» de ABC.
A partir de los años 40 del pasado siglo, una de las grandes figuras de la brillante intelectualidad centroeuropea, el filósofo checo Jan Patocka, perseguido primero por los nazis y más tarde por los comunistas, y abrumado por el drama de la guerra, el Holocausto y el Gulag, fue elaborando escritos varios que se publicaron más tarde con el título de Europa después de Europa. Para entonces hacía décadas que había fallecido; en 1977 había firmado junto a Vaclav Havel la Carta 77, lo que le llevaría a la cárcel, a un interrogatorio brutal de más de once horas y, pocos días después, a su muerte. En aquellos análisis Patocka daba testimonio de la aparición de un mundo «poseuropeo» en una era que, con visión profética, denominaba la «era planetaria». Como antes Stefan Zweig, Patocka aseguraba que Europa se había «suicidado» en las dos guerras mundiales, pero sin embargo había generado una «mundialización» de sus instituciones en una «herencia espiritual» que habría que recuperar. Europa, concluía Patocka, debía repensarse en ese nuevo mundo poseuropeo.
La idea estaba en el aire, pues era una más de las evidentes consecuencias de la guerra. Por aquellos mismos años –concretamente el 16 de febrero de 1955–, el gran historiador británico Barraclough pronunciaba en la Universidad de Liverpool una trascendental conferencia titulada El fin de la historia europea, en la que aseguraba que, tras pasar de la Era Mediterránea a la Era Europa y, tras ella, a la Era Atlántica, vemos ahora emerger una Era del Pacífico que nos fuerza pensar el mundo de otro modo. Ello no significa –continuaba Barraclough– «que la historia europea haya terminado», por supuesto. Pero sí «que deja de tener significación histórica» y pasa a ser una «historia regional» más, ya no «la historia del mundo», como ha sido durante los últimos siglos. Ambos tenían razón y la causa última de ello radica, como ocurre con frecuencia, en la demografía, que es el destino, según escribió Augusto Comte. Efectivamente, entre 1950 y el año 2000 la población mundial se duplicó, pero casi todo ese crecimiento tuvo lugar en el llamado Tercer Mundo. Y así, si en aquella fecha (1950), antes de ayer como quien dice, de los diez países más poblados del mundo seis eran europeos, hoy, de los veinte más poblados, hay solo uno, Alemania. Europa era entonces más del 25% de la población del mundo, pero hoy es bastante menos del 10% y para mediados de este siglo será poco más del 6%. Las dos Américas, norte y sur, serán entonces otro 6% o 7% aproximadamente cada una, y todo el viejo Occidente sumará poco más del 20%. Mientras, Asia es ya el 60%, y África lleva camino de ser más del 20%. Diez asiáticos y tres africanos por cada europeo. Y hablamos de cantidad de población, no de calidad, pues la consecuencia del escaso crecimiento es el acelerado envejecimiento de la población europea.
Durante algunas décadas esta asimetría demográfica entre Occidente (the West) y el resto (the rest) carecía de relevancia, pues sobre ella se superponía otra asimetría, inversa a la anterior, de productividades per cápita. Éramos pocos, sí, pero con altísima productividad comparada. Pero esa ventaja está desapareciendo al ritmo de una acelerada difusión de tecnologías (duras y blandas), que genera una acelerada convergencia de productividades. Recordemos que el PIB de un país es sólo población x productividad per cápita, de modo que si convergen las productividades las potencias demográficas se doblan de potencias económicas, que se doblan a su vez en potencias militares y estratégicas. Y así, Eu- ropa occidental, que llegó a ser el 33% del PIB mundial en la época dorada de la Revolución Industrial, ha descendido a un 20% aproximadamente, y sigue descendiendo. Mientras, China es ya la segunda economía del mundo, que puede alcanzar a la de los Estados Unidos en un par de décadas, si no antes. En PPA la India es la cuarta, Rusia la sexta, Brasil la octava, México la undécima, Corea del Sur la duodécima; todos, por cierto, por delante de España, que en pocos meses ha descendido a la posición decimotercera. Y el poder económico, por supuesto, se dobla en poder político y militar. China gana ya más votaciones en Naciones Unidas que Europa, cuando hace un par de décadas era al contrario. Y China o India, con ejércitos que son ya inmensos (de más de 2,5 millones de hombres el de China), y nuclearizadas, están construyendo aceleradamente armadas oceánicas para asegurar las rutas de suministro de sus re- cursos a través del mar del Sur, sin olvidar el control del espacio (e India se propone llegar a la Luna).
Barraclough tenía razón. Durante más de trescientos años la historia del mundo, la historia de América, de Asia o de África, se ha escrito aquí, en Europa, se ha escrito en El Escorial o en Lisboa, en Londres, París, Berlín, más tarde en Washington. Esto ya no es así. Tras la segunda guerra mundial Eu- ropa perdió sus imperios coloniales y, de hecho, entre 1945 y 1991, fue ella misma territorio colonizado por potencias periféricas, extraeuropeas, por los Estados Unidos o la Unión Soviética, incapaz de controlar su propio destino.
Pues bien, la pregunta ahora es si en los próximos siglos Europa será capaz al menos de controlar su propio destino o, como le ocurrió al resto del mundo antes, ese destino se escribirá en Beijing u otro lugar. En todo caso, lo que los historiadores han llamado la Era de Europa, que comenzó con las gran- des navegaciones de altura de los iberian pioneers (en acertada expresión de Toynbee; uno de los primeros fue Juan Sebastian Elcano) ha tocado a su fin.
¿Hay alternativa? Puede. El 19 de septiembre de 1946, poco después de que callara el ruido de las armas, en su famoso discurso de Zúrich, decía Churchill:
«Hay un remedio que, si se adoptara de una manera general y espontánea, podría cambiar todo el panorama como por ensalmo, y en pocos años podría convertir a Europa, o a la mayor parte de ella, en algo tan libre y feliz como es Suiza hoy en día. ¿Cuál es ese eficaz remedio? Es volver a crear la familia europea».
Pues bien, el deseo de Churchill se ha cumplido, la «familia europea» ya se ha creado y Europa es tan «libre y feliz como Suiza». Pero aquel deseo contenía una profunda ironía que hoy vemos con claridad: el de transformarnos en una sociedad de alta calidad pero aislada y ensimismada: ser «la Suiza del mundo». Un hermoso y elegante parque temático, bello, culto, sofisticado y decadente, un lugar ideal para vivir, donde los ricos del mundo enviarán a sus hijos a estudiar y mantendrán residencias secundarias, lleno de museos, óperas y teatros, pero cerrado al mundo, aislado e irrelevante. Quizá no seremos problema para nadie, pero tampoco la solución de ningún problema.
No nos engañemos, ese no es el futuro, sino en buena medida el presente, y así nos ven ya en el resto del mundo. Para los habitantes del planeta los Estados Unidos son la gran potencia indiscutible (81%), seguida por China (50%), y ya muy por detrás, y casi empatados, por Rusia (39%), Japón (35%) y la UE y el Reino Unido (igualados en el 34%). Un ranking que no deja de ser sorprendente: ¡la UE no es percibida como más poderosa que el Reino Unido, Japón o Rusia! Pero más interesante es analizar quién otorga a la UE esa mediocre posición, pues, mientras que el 81% de los alemanes o el 76% de los ingleses aseguran que la UE es hoy un “poder mundial”, sólo piensan lo mismo el 5% de los indios, el 12% de los brasileños, el 13% de los rusos o el 20% de los japoneses. Los europeos estamos convencidos de que somos una potencia mundial, pero, desgraciadamente, el mundo no se ha enterado. Algo hemos debido de hacer muy mal para ser así percibidos.
Este es inevitablemente nuestro trasfondo, aun- que no lo sepamos todavía: el de un mundo poseuropeo y una Europa después de la Era de Europa. El tamaño importa, vaya si importa. Somos pequeños y no estamos unidos. Por ello necesitamos más Europa, no menos, y la necesitamos ya mismo (quizás ayer), no mañana o pasado mañana. Tiene toda la razón Durao Barroso: o más Europa, o la irrelevancia.
Emilio Lamo de Espinosa
Presidente del Real Instituto Elcano