(*) Publicado el 23/1/2015 en El País (La Cuarta Página).
El Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre dice también cualquier otro principio natural; por ejemplo, el idioma…..el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural. Es mestizo y plurilingüe. J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas.
Una vez más, en España, pero también en otros países (europeos o no), grupos de ciudadanos que sienten afinidades lingüísticas o étnicas afirman que son una nación, lo que les daría derecho a autodeterminarse y, eventualmente, a articularse como un Estado propio. Es algo que ha ocurrido repetidamente en el pasado. Pero en los albores del siglo XXI, y con un mundo globalizado y en una Europa unida, ¿tiene sentido ese argumento? Dicho de otro modo, ¿importa hoy ser nación?
Hagamos un poco de teoría.
A la hora de pensar el Estado moderno, todos hemos interiorizado un hábito (una rutina) de pensamiento según el cual allí donde hay una lengua, hay una nación, y allí donde hay una nación, hay (o debe haber) un Estado: lengua=nación=Estado. Pero ojo, también viceversa: Estado=nación=lengua. Así, cuando se dice que disponer de una lengua propia otorga a una comunidad el derecho a tener Estado, se argumenta desde la nación hacia el Estado, de abajo a arriba. Pero cuando un Estado o un dictador trata de imponer una sola lengua porque es una sola nación, la lógica funciona igual.
Lógicas que reproducen específicas experiencias históricas europeas: la francesa y la alemana. Como es sabido, Francia construye la nación desde el Estado imponiendo el francés contra “provincialismos” y patois, mientras que Alemania era ya nación a comienzos del XIX —véanse los Discursos a la nación alemana de Fichte—, mucho antes de la unificación de Bismarck. Pero, paradójicamente, el resultado fue el mismo: el demos, el pueblo que sustenta al Estado, es culturalmente homogéneo. Porque el Estado hace a la nación, o porque la nación se dota de un Estado; en todo caso a cada Estado, su cultura, y viceversa. Herder lo decía con lenguaje más problemático: a cada pueblo (Volk), su lengua y su espíritu (su Geist), y, por supuesto, a cada Volkgeist, su Estado.
Pues bien, ¿podemos hoy organizar el mundo con ese esquema, como pretendió el presidente Wilson hace ahora un siglo? ¿Toda nación tiene derecho a “su” Estado? Me temo que no, hasta el punto de que algún inteligente sociólogo (Charles Tilly) ha considerado esta idea como el primero de los “postulados malignos” de la ciencia social.
Y tras la teoría tratemos de objetivar el problema.
En el mundo hay algo menos de 7.000 lenguas, unas 5.000 etnias y algo menos de 200 Estados (datos bastante fiables, pero es igual, aceptemos un margen de error del 20%). Ello significa que la media de lenguas por Estado es nada menos que 35, media que encubre una tremenda dispersión. El continente más normalizado, es decir, con una media de lenguas por país menor, es, con gran diferencia, Europa (4,6 lenguas por Estado). Pero se estima que en el mundo hay sólo 25 Estados lingüísticamente homogéneos y en la mayoría se hablan, no ya varias, sino docenas e incluso centenares de lenguas. Vivir en un Estado lingüísticamente homogéneo tiene una probabilidad aproximada de 1 sobre 10. En el panorama internacional, España es una excepción, sí… pero de monolingüismo.
Y aunque los datos sobre la composición étnica de los Estados son más difíciles de estimar (pues el concepto de “nación” es muy complejo), los resultados son similares. El profesor Isajiw, de la Universidad de Toronto, ha calculado que de un total de 189 Estados analizados, 150 incluyen cuatro o más grupos étnicos, y solo dos países (Islandia y Japón) listan un solo grupo. Y concluía asegurando que “prácticamente todas las naciones-Estado son más o menos multiétnicas”. Existen más relaciones “internacionales” dentro de los Estados que entre ellos, se ha podido afirmar. De modo que, de nuevo, ser un Estado plurinacional no es nada raro; es lo normal.
Y por si fuera poca la globalización, que mueve capitales y mercancías, mueve también personas, lenguas, religiones, y culturas. Se estima en no menos de 200 millones los emigrantes en todo el mundo, de modo que son más del 20% en París, el 30% en Londres, el 40% en Nueva York y más del 50% en Toronto, Vancouver o Miami. Hay colegios de Madrid y Barcelona con más de 40 minorías lingüísticas, pero son más de 200 en las escuelas de Nueva York. Los territorios y los espacios sociales son, cada vez más, multiculturales, nos guste o no.
¿Qué conclusiones podemos sacar de todo ello? Muchas, pero me limitaré a dos.
La primera es que si tener una lengua y ser nación diera derecho a un Estado, solo podría hacerse de tres (malos) modos: bien normalizando culturalmente las poblaciones existentes dentro de los actuales Estados para homogeneizarlas a una pauta nacional, algo hoy éticamente inaceptable (sería “españolizar” o “catalanizar”, que es lo mismo); bien mediante procesos de “limpieza étnica”, expulsando la población que no acepta su normalización, algo menos aceptable aún (pero lo hemos sufrido en el País Vasco); y en todo caso, multiplicando el número de Estados para ajustarlos al número de naciones, de modo que tendríamos no ya cientos, sino probablemente miles, lo que haría el mundo políticamente inmanejable —y ya lo es con los Estados existentes—. Es decir, la pretensión de que ser nación da derechos no es generalizable, no es viable políticamente, y por tanto, solo puede obtenerse como privilegio.
La segunda conclusión es que, como apuntaba Ortega (y como sustentan los datos anteriores), no parece haber alternativa a la separación entre la lealtad a un Estado (el llamado por Habermas “patriotismo constitucional”) y la identidad étnica o lingüística, no hay alternativa a la separación entre las fronteras políticas y las fronteras culturales, obligándonos a pensar en nacionalismos posnacionalistas (como es, por ejemplo, el americano), basados en demos pluriculturales y plurilingüísticos. Lo que no es sencillo, desde luego.
Hasta el momento, en Occidente hemos construido democracias asentadas sobre poblaciones culturalmente homogéneas, pero los Estados modernos unen ciudadanos, no naciones, y tenemos que inventar nacionalismos posnacionalistas o quizás internacionalistas, en todo caso compuestos e híbridos. Hacia arriba, y eso es la Unión Europea: l’Europe n’est plus qu’une nation composée de plusieurs, decía Montesquieu. Y de modo similar España es una nación de naciones, que es lo que viene a decir el artículo 2 de la Constitución (“la nación española” la “integran” “nacionalidades” y regiones). En todo caso las nacionalidades, como vemos a diario, se pueden compatibilizar y articular en cascada, como muñecas rusas. Y se puede ser del Ampurdán, catalán, español y europeo, en cantidades variables, pues las identidades no son excluyentes más que si así se decide.
Pero cuidado, y aquí viene la confusión: si España es compuesta, que lo es, Cataluña lo es mucho más. También Cataluña es una nación de naciones, y tiene a España metida tan dentro como Cataluña está metida dentro de España. El catalanismo percibe con nitidez la diversidad de España, pero se niega a ver la suya propia pidiendo un respeto que, al parecer, no está dispuesto a otorgar.
Pues este cuchillo corta por los dos lados. Si implica que los Estados deben renunciar a la pretensión decimonónica de construir naciones culturales normalizando sus poblaciones (según el modelo francés), las naciones deben también renunciar a la pretensión decimonónica de transformarse en Estados (siguiendo el modelo alemán). El mundo (y la UE) sería un gallinero si los miles de etnias o naciones existentes reclamaran su Estado. El camino de Europa, que es también el camino de la emergente civilización mundial, potencia la unión política, no la división. Pues si no se puede ser catalán y español al tiempo, ¿se puede ser catalán y europeo?
Emilio Lamo de Espinosa es catedrático de Sociología (UCM) y presidente del Real Instituto Elcano | @EmilioLamo