* Publicado en Elpais.com .
Tenemos dos narrativas bien distintas, cada una con su parte de razón. Están en lo cierto quienes postulan un europeísmo crítico y exigente: no todo lo que viene de Europa es bueno para nuestra economía y cohesión.
Es inevitable establecer paralelismos entre el duro plan de ajustes aprobado por el Gobierno del Partido Popular y el que el anterior ejecutivo socialista adoptó en mayo de 2010. Una primera equiparación podría hacerse desde la óptica electoral partidista, al hilo de la amplia contestación que los últimos recortes están suscitando en las calles y con el recuerdo del profundo deterioro que en su día sufrió la base de apoyo a Rodríguez Zapatero. Sin embargo, no es ese el enfoque que nos parece más relevante y, de hecho, el auténtico interés de la comparación entre las consecuencias políticas de los dos paquetes de ajustes no tiene que ver con un hipotético nuevo trasvase de votos entre PP y PSOE, sino justamente con la cierta vacuidad que podría estar ya afectando al juego político nacional entre mayoría y oposición. Esto es, la creciente impresión de futilidad que tiene la alternancia política en las actuales circunstancias si el gobierno de turno debe renunciar a su programa y recorrer la única senda posible, que consistiría en mantener “cueste lo que cueste” a España dentro del euro. Si el margen de maniobra es mínimo porque nuestra democracia está intervenida y debemos implementar sin más las recomendaciones que nos imponen Bruselas, Fráncfort y Berlín, entonces no sería descartable que en los próximos años se fuera erosionando la tradicional dialéctica protagonizada por los dos grandes partidos. De modo similar a lo acontecido en Grecia, o a lo que puede ocurrir pronto en Italia, se iría fragmentando el escenario político mientras emerge una nueva línea de fractura sobre el umbral de sufrimiento económico y erosión democrática a partir del cual la pertenencia de España al euro dejaría de ser deseable. En definitiva, el euro terminaría destruyendo los principales activos de España: la estabilidad de su sistema político y su (aún) relativamente alto nivel de cohesión social.
Hace unas semanas, en estas mismas páginas, los politólogos Sánchez-Cuenca y Fernández Albertos se posicionaban en ese incipiente debate al apuntar una respuesta negativa a la pregunta “¿El euro a toda costa?. Para ellos, el defectuoso diseño de la unión monetaria concebida en Maastricht por europeístas algo ingenuos habría resultado perjudicial para España incluso durante la bonanza, pues la combinación de bajos tipos de interés y libre circulación de capitales habrían causado tanto la burbuja inmobiliaria como la pérdida de competitividad de la economía española. Más recientemente, la austeridad autoritaria impuesta por la UE no solo se estaría mostrando incapaz de reducir el endeudamiento y recuperar el crecimiento, sino que además estaría provocando unos costes sociales insostenibles, que podrían llevar a la desmembración de nuestro sistema político. Por tanto, salvo que se produjeran cambios radicales en forma de eurobonos o de un mucho mayor activismo del BCE —algo poco plausible en el corto plazo— España haría bien en abandonar el euro, devolver al banco central propio la capacidad de emitir pesetas (devaluadas) y recuperar un Parlamento nacional que determinara plenamente su agenda legislativa rindiendo cuentas sólo ante sus votantes.
Radicalmente distinta es la respuesta que dan a la misma pregunta los economistas Fernández-Villaverde, Garicano y Santos que, también en este periódico, se mostraban dispuestos a aceptar los sacrificios —e incluso un endurecimiento de los términos de la intervención exterior— con tal de evitar Volver a la España de los 50. En su opinión, si la economía española tiene hoy algo de competitiva es gracias al impacto de la pertenencia a la UE e incluso en plena crisis nos estaríamos beneficiando de pertenecer a la zona euro por la financiación que, pese a todo, nos provee, y por el poderoso estímulo a hacer algunas reformas estructurales que, en otras circunstancias, no se producirían debido a los vetos internos. Para ellos, la perspectiva de que los políticos nacionales recuperen poder autónomo solo podría conducir al desastre. En una interesante discrepancia con los anteriores autores —que criticaban a las élites del sur de Europa por incondicionalmente europeístas, aunque eso suponga sacrificar el verdadero interés de los ciudadanos— estos tres profesores creen que, al contrario, muchas de nuestras autoridades públicas estarían encantadas de volver a un escenario de economía cerrada y canonjías en donde actuar sin control. Por eso, la moneda única implicaría una vigilancia que serviría a los ciudadanos para evitar los desmanes de los caciques locales. Y así, por tanto, el euro a toda costa sería preferible al ruinoso coste que tendría el no euro para España.
Lógicamente, posturas tan contrapuestas se traducen en distintos enfoques negociadores. Para quienes la pertenencia al euro no supone un gran valor —o incluso representa una carga— lo más inteligente es plantear abiertamente un ultimátum para obtener más solidaridad, con el argumento de que España es “demasiado grande para caer”. En cambio, para los que consideran al euro una garantía de vinculación de España con la modernidad, el euro es un tesoro que no se puede poner en peligro pues, junto a él, perderíamos la posibilidad de hacer las necesarias reformas estructurales, la capacidad de ejercer cierto control del espacio público, la relativa internacionalización de algunas empresas o un poder adquisitivo que ahora está mermado pero aún no arrasado. Unas profundas diferencias interpretativas que se extienden a todos los demás elementos del drama. Así, si para los primeros España ha hecho ya enormes sacrificios, para los segundos apenas ha implementado reformas. Donde unos ven a los dirigentes europeos como tecnócratas insensibles que asfixian el mandato popular depositado en los representantes nacionales, otros consideran que el peligro para el interés general está en los gobernantes nacionales y locales. O, si desde una perspectiva, Alemania querría dominar Europa, desde la otra se concede que más bien quiere que no le tomen el pelo. En fin, es obvio que tenemos dos narrativas bien distintas, cada una con su parte de razón.
A nuestro juicio, el principal error de quienes minimizan el coste del no euro es creer que la amenaza española o periférica de salir del euro, sería atendida rápidamente por unos temerosos socios del norte —lo que, por cierto, les lleva a concluir que dejar de comportase como europeístas incondicionales tendría la ventaja añadida de acabar provocando un paradójico avance federalista—. Pensar así es no entender que Alemania y su entorno están actuando del modo desesperadamente rígido que tanto nos está haciendo sufrir precisamente porque son democracias. La austeridad con controles automáticos no es la imposición de una ideologizada minoría neoliberal ni tampoco la equivocada receta técnica para el crecimiento económico. La estabilidad presupuestaria estricta y la cesión de soberanía a Bruselas son dos prerrequisitos para avanzar —lentamente— en la integración económica apoyados mayoritariamente en los países septentrionales. Amenazar desde el sur con romper la baraja, teniendo en cuenta la desconfianza actual que suscitamos en la opinión pública del norte, sólo llevaría a la ruptura. Y, además, no parece muy coherente esgrimir los deseos democráticos de los deudores ignorando los deseos, también democráticos, de los acreedores.
Pero también los que postulan el euro a toda costa cometen el error de considerar a España un país incapaz de discernir lo que le conviene. Es posible que sin la presión europea no adoptáramos medidas de ajuste tan impopulares como necesarias, pero no es verdad que todo lo que venga de Europa resulte ahora virtuoso para nuestra economía y nuestra cohesión. Tienen razón quienes postulan un europeísmo crítico y exigente. Aunque, para eso, es necesario adquirir primero la madurez como sociedad para identificar las reformas estructurales que nos convienen y las que no, así como la hoja de ruta para llevarlas adelante. Asimismo, debemos convencernos de que formamos parte de un proyecto común que se puede moldear en Bruselas con más habilidad, siempre que se sepa navegar mejor el rompecabezas institucional de la UE y se consigan establecer alianzas estratégicas con otros países. Ese sería un gran incentivo para seguir votando y premiar o castigar al partido de gobierno y al de la oposición.
Ignacio Molina y Federico Steinberg son investigadores en el Real Instituto Elcano y profesores en la Universidad Autónoma de Madrid.