(*) Publicado el 19/11/2015 en Expansión.
El comercio internacional nunca había levantado tantas pasiones como ahora. Las negociaciones del Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP, por sus siglas en inglés), ha generado un interés inusitado en la opinión pública europea. Sus detractores sacaron a la calle a más de 200.000 personas en Berlín hace unas semanas y, en España, los aranceles y la regulación alimentaria han conseguido hacerse un hueco en el prime time televisivo. Asimismo, aunque el recientemente firmado Acuerdo Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés), que liberalizará el comercio entre los países de la cuenca del Pacífico (excluido China) nos queda muy lejos, ha despertado un interés mucho mayor del que cabría esperar en España por su impacto en América Latina.
En el debate sobre los acuerdos comerciales en general, y sobre el TTIP en particular, la información que tiene la opinión pública es deficiente. Esto es comprensible. Los temas de discusión son muy técnicos y los efectos de un eventual acuerdo, inciertos (y muy difíciles de predecir). Todo ello hace que tanto los defensores como los detractores del TTIP sustenten sus posiciones sobre todo en consideraciones ideológicas que simplifican demasiado la realidad. Según esta visión, apoyar el TTIP sería de derechas porque permitiría avanzar los intereses de las multinacionales mientras que oponerse al mismo sería de izquierdas porque salvaguardaría los derechos de los trabajadores ante el salvaje capitalismo americano. Pero esta lógica ignora que el TTIP podría crear crecimiento y empleo (algo con lo que la izquierda no está en desacuerdo) o que el capitalismo transatlántico, aun teniendo problemas, tal vez permita defender los derechos de los trabajadores mejor que el capitalismo chino, que está ganando cada vez más fuerza.
“Desde el punto de vista analítico, la distinción entre el “nuevo” y el “viejo” comercio resulta clave para entender el rechazo al TTIP”
Por lo tanto, este maniqueísmo simplificador resulta poco útil para entender tanto las oportunidades como los riesgos asociados al posible acuerdo, que son tanto económicas como geopolíticas. Sin embargo, es importante entender que algo ha cambiado en las sociedades europeas en cuanto a su percepción del comercio internacional, y que estos cambios harán que el interés (y la preocupación) por acuerdos como el TTIP irá en aumento. Como señala Pascal Lamy, ex director general de la Organización Mundial del Comercio (OMC), tanto el interés como el temor ante los nuevos acuerdos comerciales (TTIP y TPP) responde a una nueva lógica de la economía política de la liberalización comercial. En el pasado, los ciudadanos (especialmente los europeos), interesados sobre todo por aumentar su bienestar material, veían en la liberalización comercial –que se circunscribía sobre todo a la reducción de aranceles– una herramienta para acceder a una mayor variedad de productos a precios más bajos. Aunque entendían que abrir el mercado planteaba conflictos de tipo distributivo; es decir, generaba ganadores y perdedores, en general, consideraban que como consumidores ganarían con la apertura de los mercados. Los perdedores serían, precisamente, los productores que querían continuar teniendo un mercado protegido y cautivo y esquivar la competencia internacional.
“Los ciudadanos entienden que la liberalización puede poner en jaque algunos principios y valores de los que están orgullosos”
Por eso, en la “vieja lógica” del comercio, los consumidores tendían a ser librecambistas y los empresarios proteccionistas, tal y como había planteado Adam Smith en 1776 en La riqueza de la naciones. Sin embargo, hoy, en sociedades ricas, avanzadas y cada vez más posmaterialistas, los ciudadanos entienden que, en tanto que consumidores, la liberalización puede poner en jaque algunos principios y valores de los que están orgullosos, así como someterlos a ciertos riesgos a los que hoy se pueden permitir no verse expuestos por no necesitar tanto como antes acceder a bienes y servicios baratos. Así, temen que la liberalización comercial asociada al TTIP, que versa sobre todo acerca de barreras no arancelarias y estándares regulatorios, pueda poner en peligro su seguridad alimentaria o socavar algunos derechos que asocian al modelo de bienestar europeo. En otras palabras, temen que si el acuerdo no respeta algunos principios normativos que ellos ponen por encima de la eficiencia económica, la lógica tecnocrática de la apertura comercial pueda llevarse por delante asuntos como el principio de precaución, según el cual el estado debe proteger a los ciudadanos de ciertos riesgos (incluidos los asociados al libre comercio) o facilitar que los intereses de los inversores se defiendan en tribunales distintos a los que tienen que recurrir el resto de los ciudadanos.
Esto explica que en la “nueva lógica” del comercio, muchos ciudadanos (especialmente los que alzan su voz para oponerse al TTIP) sean más proteccionistas que en la “vieja lógica”, mientras que los productores, hoy más organizados en redes transnacionales gracias a las cadenas de suministro globales, sean más librecambistas.
Naturalmente, estas generalizaciones sobre “consumidores” o “productores” omiten muchos matices importantes. Pero desde el punto de vista analítico, esta distinción entre el “nuevo” y el “viejo” comercio resulta clave para entender el rechazo al TTIP. Además, es esencial para entender por qué sus detractores parecen estar ganando la batalla de la opinión pública al lograr que su relato sobre derechos y riesgos tenga más impacto que la narrativa del crecimiento y el empleo, que es la que los defensores del TTIP se apoyan.
Federico Steinberg
Investigador principal del Real Instituto Elcano | @SteinbergF