(*) Publicado el 3/5/2015 en Diario Vasco.
Si uno lee la prensa europea parece que el euroescepticismo está inundando el Viejo Continente. La narrativa es conocida. La Unión Europea ha gestionado mal la crisis financiera global de 2008 y la europea iniciada en 2010. Esto ha descarrilado el proyecto europeo. En los países deudores del sur la sensación es que la UE solo impone austeridad y sacrificio (es decir, se ha convertido en el poli malo). Por otro lado, las poblaciones acreedoras del norte se están hartando de que la Comisión Europea no sea capaz de reformar las sociedades del sur (para el norte, la UE es también un poli malo, pero no por cruel, sino por incompetente).
Este descontento se ha visto reflejado en las últimas elecciones al Parlamento Europeo. Los partidos euroescépticos han pasado de un 20% a un 30% de representación. Que uno de cada tres eurodiputados esté en contra de una mayor integración europea (algo necesario para salvar el euro) es preocupante. Sin embargo, estas cifras están infladas. Está claro que el grupo de los no-inscritos, formado por partidos de extrema derecha como el Frente Nacional y la Liga Norte, y los Comunistas griegos, son anti-europeos. Lo mismo se puede decir de la agrupación Europa Libre y Democracia Directa, que alberga al Partido Independentista Británico (UKIP). Aunque más moderados, los Conservadores y Reformistas Europeos (CRE), liderados por los Tories, también se oponen a la idea de una mayor integración política en Europa.
Pero, ¿y la izquierda radical? ¿Son anti-europeos o están a favor de una mayor integración, pero sobre bases sociales y económicas diferentes? Esta distinción es importante ya que no es lo mismo ser un euroescéptico que un eurocrítico. No es lo mismo Marine Le Pen que Pablo Iglesias. Si quitamos a la Izquierda Radical, la representación de los euroescépticos cae al 23%. Incluso ese porcentaje es generoso porque en el partido Cinco Estrellas de Pepe Grillo hay más eurocríticos que euroescépticos. Algún que otro eurocrítico también se encuentra entre los Tories. Con lo cual, el euroescepticismo “duro” ocupa alrededor del 20% del PE. Una cifra no desdeñable, pero tampoco escalofriante.
Thomas Risse, estudioso de las opiniones públicas europeas, también piensa que la amenaza del euroescepticismo está exagerada. Insiste en que hay que diferenciar los eurocríticos de los euroescépticos y opina que estos últimos no pasan del 15%-20% en ninguno de los países, y en muchos de ellos, como en Alemania, ni siquiera son capaces de movilizar esos votos, ya que la Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán) no llega al 10%. Además, todos los partidos que se consideran euroescépticos pronto se dan cuenta de que el antieuropeísmo tiene un techo de votos. Lo que moviliza a las capas sociales descontentas no es el discurso anti-europeo, sino anti-inmigrante. Es por eso que el Frente Nacional, UKIP e incluso AfD se aferran a esa agenda. Hoy el eje político no está entre ser pro o anti-europeo. Si no más bien entre el voto cosmopolita, que está a favor de una mayor integración, y el nacionalista, que repudia al extranjero.
En Europa, los ganadores de la globalización se sienten más identificados con la UE y están a favor del euro y de una mayor integración, mientras que los perdedores no se sienten representados y se oponen al proyecto europeo. El Eurobarómetro así lo confirma. Los jóvenes, con estudios universitarios, con buen empleo y con buenos salarios se sienten mucho más ciudadanos de la UE que la gente mayor, con pocos estudios y trabajos mal remunerados. Solo el 50% de los que abandonan el colegio antes de los 15 años se sienten ciudadanos europeos, ese porcentaje sube hasta el 73% entre los que tienen estudios superiores. Los ejecutivos (76%) y los autónomos (66%) son los que más europeos se sienten. Los que menos, la clase obrera (53%).
Esto nos lleva a varias conclusiones. La primera es que muchos de los que se oponen a la UE, realmente están en contra de la globalización. El problema para ellos es que aunque la UE desapareciese, la globalización y sus efectos negativos seguirían aquí. Australia es un país soberano y está muy lejos de la UE, pero la globalización y sus desigualdades están muy presentes en Australia.
La segunda es que el euroescepticismo todavía es minoritario. El 59% de los encuestados se considera tanto ciudadano de su país como de la UE, mientras que el 39% “solo” de su país. Hay una clara diferencia entre la zona euro, donde el 62% se considera europeo y la no-zona euro donde solo el 53% lo hace. El Reino Unido es el país menos europeísta. El 58% de su población solo se considera británica. La tercera conclusión, sin embargo, es que la UE debe evitar el aumento en las desigualdades. La precariedad y la pobreza son un caldo de cultivo para el nacionalismo y el anti-europeísmo. Por lo tanto conseguir crecimiento y empleo debe ser la prioridad de Bruselas.
Finalmente, como los socialdemócratas y los verdes suelen ser cosmopolitas y pro-europeos, van a ser dos corrientes ideológicas diferentes las que van a determinar el futuro de Europa. La primera es el centro-derecha. Si le da alas al nacionalismo como están haciendo Cameron y Sarkozy, el proyecto europeo se desintegrará. Si sigue una trayectoria más cosmopolita e integradora como ha propuesto Merkel, que ha llegado a decir que el Islam es parte de la cultura alemana, todavía hay esperanza. La segunda es la izquierda radical, y aquí el concepto clave es el de “recuperar la soberanía”, como defienden Syriza y Podemos. Si esto quiere decir que hay que aferrarse al nacionalismo metodológico de la izquierda más dogmática, la UE tiene un camino de piedras por delante. Si en cambio el objetivo es recuperar la soberanía a nivel europeo siguiendo un proceso federalista, entonces es posible que la idea de una Unión, cada vez más integrada, perviva.
Miguel Otero Iglesias es investigador principal de Economía Política Internacional del Real Instituto Elcano | @miotei