(*) Una versión de este texto fue publicada el 18/3/2020 en El Confidencial.
Hace unas semanas nació mi hija Thais. ¡Vaya momento para nacer! Ella no lo sabe, pero igual que sus abuelos ha nacido en un momento que cambiará el mundo y llenará los libros de historia. Mi padre nació en mayo del 43. Justo unos meses antes de que Hitler perdiese la batalla de Kursk (a 450 km de Moscú) y las fuerzas soviéticas cambiasen el curso de la Segunda Guerra Mundial. Mi madre nació en agosto del 44, al mismo tiempo que las tropas aliadas entraban en París. Thais, en cambio, nació en febrero de 2020, cuando se produjeron las primeras muertes del coronavirus COVID-19 en el Viejo Continente. Cuando era estudiante en la universidad me preguntaba si iba a vivir un evento histórico de magnitud. Ahora ya puede decir que en poco más de una década ya he vivido una crisis financiera global y un estado de alarma.
“Los cambios pueden ser infinitos, pero la lección importante para los estados no es solo salvar a las empresas y trabajadores de la devastación de esta crisis, sino también ofrecer recursos justamente a aquellos que tengan nuevas ideas para un nuevo mundo”.
Cuando futuros historiadores describan nuestra época supongo que alguno escribirá que hemos llevado la globalización a tal extremo que el sistema empezó a romper por varios sitios. En 2001 descubrimos que intentar imponer la democracia liberal en Oriente Medio desde Washington, la capital política de nuestros tiempos, era contraproducente (pero aun así nos metimos de nuevo en Irak). En 2008 entendimos que la exuberancia financiera irracional podía cortocircuitar nuestro sistema de crédito (la sangre del sistema capitalista). En 2010 nos dimos cuenta de que tener una unión monetaria de estados soberanos sin una unión política es una temeridad. En 2015, una avalancha de inmigrantes provenientes mayoritariamente del conflicto en Siria nos hizo cuestionar si es posible tener sociedades multiculturales en Europa. Y finalmente, en 2020, el coronavirus, que empezó en China, se ha convertido en una pandemia mundial que tiene a medio mundo encerrado en casa.
La situación es tan dramática que desde enero hasta hoy la bolsa de Londres ha experimentado su mayor caída desde que explotó la Burbuja de los Mares del Sur en 1720. Es decir, estamos hablando de 300 años (tres siglos), y que lo que estamos viviendo es más dramático que las sacudidas de las crisis del 2008, el Lunes Negro de 1987, la Gran Depresión o las Guerras Napoleónicas. En estas circunstancias, así también fue en los primeros momentos de la crisis financiera global hace doce años, siempre es útil volver al trabajo del economista Frank Knight, que en 1921, justo hace un siglo, y después de superar la Primera Guerra Mundial y la conocida como “Fiebre Española”, escribía Risk, Uncertainty and Profit (riesgo, incertidumbre y beneficio), donde diferenciaba claramente entre riesgo, que en principio se puede calcular e intentar prevenir o mitigar, e incertidumbre, que es, por definición, incalculable.
La ciencia económica moderna, sin embargo, como explican John Kay y Mervin King, dos de los mejores economistas británicos, en su nuevo libro Radical Uncertainty (Incertidumbre Radical) está muy mal equipada para lidiar con la incertidumbre. La obsesión por intentar calcular matemáticamente las probabilidades de posibles eventos o acciones, sobre la premisa de la maximización de la utilidad y las expectativas racionales, ha atrapado de tal forma a los economistas en sus técnicas y métodos sofisticados, que sus estudios han perdido mucha de su utilidad práctica. No han sabido ver venir la crisis financiera global y tampoco han sabido entender que lo que hace dos meses estaba pasando en China iba a pasar aquí. Una conducta totalmente irracional, porque lo lógico sería pensar que lo que pasa en una punta de la aldea global al final te va a afectar a ti. Si uno revisa los pronósticos de principios de febrero del Fondo Monetario Internacional verá que se decía que los efectos sobre la economía mundial del coronavirus iban a ser “suaves”. ¡Cuando China, la segunda economía del mundo, tenía a cientos de millones de personas en cuarentena preventiva!
“Siempre se dice que no hay que desaprovechar una buena crisis. Esta va a ser gorda y por lo tanto habrá mucho que aprovechar”.
Y esto no es solo una crítica a los economistas. Es un cuestionamiento del modelaje matemático de riesgos en general. No nos olvidemos que también a principios de febrero el Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades decía que los riesgos del coronavirus para la UE eran “bajos”. Increíble. Todo esto demuestra, como explican Kay y King, que de los tres posibles métodos de conocimientos que hay: el deductivo, el inductivo y el abductivo, en general, se han desatendido los últimos dos. De ahí que sea importante, que en las grandes organizaciones haya profesionales de disciplinas variadas, que usen métodos de análisis diferentes. No hace mucho le preguntaba al jefe del departamento de estudios del Banco Central Europeo cuántos politólogos, historiadores, sociólogos y antropólogos tenía en su departamento. Su respuesta fue: “cero, todos son economistas”. Esto es un problema serio.
Es un problema porque observo cómo estos días la mayoría de economistas empiezan a recurrir de nuevo a sus modelos para poder responder eficazmente a los efectos negativos sobre la economía del coronavirus. El debate está en si esto es un shock de oferta o de demanda, o de los dos, y cómo atajarlo con medidas macroeconómicas de liquidez y estímulo. Eso es una respuesta inteligente, y necesaria, a medio plazo. Pero si uno levanta la cabeza del modelo macro, seguro que ahora mismo a corto plazo la prioridad tiene que ser abastecer al sector sanitario con todo lo que sea preciso para ganarle la batalla al virus. Esto no es una recesión como las que aparecen en los libros de texto. Esto es la guerra, y en la guerra, hay que implementar economía de guerra. El Gobierno británico les ha pedido a los productores de coches que produzcan máquinas de oxígeno. Esa es la actitud.
¿Qué nos dice la teoría de la incertidumbre “Knightiana” qué hay que hacer en estas circunstancias? Por un lado, cómo no sabemos lo que va a traer el futuro, lo último que hay que hacer es dudar. Hay que actuar firmemente sin corsés ideológicos. Hay que ser prácticos. Tenemos que probar cosas y si no funcionan, probar otras opciones. Pero no se puede estar quieto pensando qué hacer. Es importante saber además qué demanda hay. Hablar con los responsables de sanidad, hablar con los actores sociales (las empresas y los trabajadores) y escuchar lo que tienen que decir. Esto no va simplemente de estimular desde una concepción macro de arriba abajo. No se trata de sacar la manguera a lo loco. Hay que intentar que los recursos (que siempre son escasos) lleguen adónde hagan falta. Repito, hay que pensar como si estuviésemos en una guerra. Y sí, la moral, la narrativa, el discurso, es igual de importante que asegurarse que las empresas y los trabajadores no se queden sin liquidez.
“el COVID-19 incluso puede hacer que nos tomemos el cambio climático en serio, pero esta vez, de verdad”.
Finalmente, el riesgo es siempre un concepto negativo (aunque hay muchos a los que les gusta el riesgo). La incertidumbre no. El ser humano vive de la incertidumbre porque siempre puede traer algo nuevo y positivo y este coronavirus, aunque ahora no lo parezca, también lo hará. Lo más probable es que haya un antes y un después en nuestras sociedades. A nivel estructural cambiará el equilibrio entre el estado y el mercado y a nivel individual seremos diferentes como ciudadanos, trabajadores y consumidores (incluso a la hora de viajar) y el que sepa anticiparse a esos cambios saldrá ganando. Siempre se dice que no hay que desaprovechar una buena crisis. Esta va a ser gorda y por lo tanto habrá mucho que aprovechar. Quizás, después de semanas o incluso meses con poca actividad exterior, descubramos que nos gusta el aire menos contaminado y que no queremos volver a los sucios tiempos de antes. Quién sabe, el COVID-19 incluso puede hacer que nos tomemos el cambio climático en serio, pero esta vez, de verdad.
El coronavirus cambiará también seguramente la forma de estudiar y trabajar. Una vez que la gente empieza a teletrabajar es difícil quitarle esa libertad. Las clases online estarán mucho más extendidas. Las teleconferencias reducirán los viajes. Otro aspecto que seguro cambiará es la higiene de espacios y personas. También le dedicaremos más recursos como sociedad a la investigación para estar mejor preparados. El producir a demanda se acabará. Habrá que tener mucho más stock por precaución. Mucha producción también será más nacional y menos global. Quién sabe, quizás incluso salgamos menos a cenar fuera y si lo hacemos habrá dos metros de distancia entre las mesas (un problema para los cafés de París). Hasta podemos llegar a un extremo en que si alguien tiene “síntomas” (tos seca, por ejemplo) se tendrá que quedar en casa, y eso hará que pasemos más tiempo en el hogar y la oferta online y comida a domicilio explote todavía más. Los cambios pueden ser infinitos, pero la lección importante para los estados no es solo salvar a las empresas y trabajadores de la devastación de esta crisis, sino también ofrecer recursos justamente a aquellos que tengan nuevas ideas para un nuevo mundo.
Miguel Otero Iglesias
Investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor del IE School of Global and Public Affairs | @miotei