(*) Publicado el 26/10/2013 en Expansión.
Una de las lecciones más duras de la crisis de la zona euro es que, con la moneda única, los países han dejado de endeudarse en su propia moneda. Al igual que les pasó a muchas economías en desarrollo, que tomaban prestado en dólares pero solo podían imprimir la moneda nacional, los países deudores del sur de Europa se han dado cuenta de que, aunque en teoría tienen al Banco Central Europeo (BCE), éste no está dispuesto a imprimir euros para que puedan hacer frente a sus obligaciones de pago en caso de problemas.
Así, mientras que la Reserva Federal estadounidense no tiene mayor inconveniente en comprar todo tipo de activos, incluida la deuda del gobierno, porque existe una unión bancaria, fiscal, económica y política que asegura el buen funcionamiento del área dólar y legitima los resultados de los conflictos redistributivos que se derivan de la política monetaria expansiva, en Europa Alemania ha impuesto otro enfoque.
El BCE debía preocuparse únicamente por controlar la inflación, para lo cual, además de no tener que atender al crecimiento, se vio desprovisto del papel de prestamista de última instancia; es decir, de la función por la que originariamente se crearon los bancos centrales. Y sólo en momentos de pánico, el último en verano de 2012, ha retorcido su mandato e inventado una compleja justificación técnica (que el mecanismo de transmisión de la política monetaria está quebrado por las dudas sobre la supervivencia del euro) para explicar su predisposición a actuar como prestamista de última instancia a través del programa OMT de compras de deuda pública en el mercado secundario.
Pero tan larga es la sombra de Alemania que el BCE tuvo que explicar que sólo intervendría a cambio de duras condiciones (razón por la cual ni España ni Italia optaron por solicitar su ayuda) y, además, toda Europa está pendiente de que su Tribunal Constitucional dictamine si el programa OMT es o no compatible con la legislación alemana. En definitiva, Alemania optó por compartir su moneda con sus socios europeos pero no internalizó que eso implicaba que el BCE no sería exactamente igual al Bundesbank. Y como la crisis del euro ha colocado a Alemania en una posición hegemónica, parece que, por el momento, los países deudores tendrán que aprender a vivir con un BCE que sobre el papel es su banco central pero que en la práctica sigue siendo básicamente el de Alemania.
Recientemente, ha aparecido otro elemento de debate en torno a la política del BCE que, aunque es menos mediático que su posición sobre la compra de deuda pública de los países en problemas, puede resultar incluso más relevante para el futuro del euro: qué hacer ante la caída de la inflación. Según los últimos datos, la inflación media en la zona euro se ha situado en el 1,1%, un nivel bajísimo que refleja situaciones cercanas a la deflación en el sur de Europa y una inflación algo por encima del 1,5% en Alemania. Como el BCE se ha comprometido a mantener el crecimiento de los precios por debajo pero cerca del 2% a largo plazo, y la crisis en el sur de Europa todavía no ha terminado (lo que previsiblemente seguirá deprimiendo los precios), si realmente velara por los intereses del conjunto de la zona euro, debería flexibilizar la política monetaria (bien bajando más los tipos de interés, bien utilizando métodos heterodoxos como la expansión cuantitativa) para evitar que los precios sigan cayendo y el euro se siga apreciando. Al fin y al cabo tan malo es errar en la inflación por arriba como por abajo, y puede incluso argumentarse que es más peligroso para el futuro de Europa que los países muy endeudados del sur caigan en la deflación, porque eso implicaría un aumento del valor real de sus deudas que volvería a generar crisis bancarias y soberanas.
El problema es que Alemania, que ha tenido una inflación media del 2% desde la Segunda Guerra Mundial (y por eso el objetivo a largo plazo del BCE es exactamente esa cifra), ahora está cerca de ese nivel, por lo que una política monetaria expansiva por parte del BCE aceleraría los precios alemanes por encima del 2%, precisamente para que la media del conjunto de la zona euro (donde Alemania pesa un 27%) se ajuste al objetivo del BCE.
Desde el punto de vista de la corrección de los desequilibrios macroeconómicos en la zona euro (superávit por cuenta corriente en el centro y déficit en la periferia) que el BCE cumpliera estrictamente con su mandato; es decir, que adoptara una política más expansiva, sería deseable: permitiría que el ajuste de las cuentas corrientes fuera más simétrico (con parte del peso del mismo soportado por recortes salariales en el sur pero con otra parte soportado por mayores precios en Alemania), lo que lo haría más sostenible políticamente, y por tanto más viable.
Sin embargo, está por ver si Alemania, cuya opinión pública rechaza frontalmente la inflación, aceptará que ahora que se ha unido al euro sus precios puede estar varios años creciendo por encima del 2%, por encima de su media histórica. Si no lo acepta, los países del sur deberíamos recordarle que el BCE también es nuestro banco central.
Federico Steinberg es investigador principal de Economía Internacional del Real Instituto Elcano y Profesor de Análisis Económico de la UAM | @Steinbergf