(*) Publicado el 7/10/2016 en Expansión.
Hace décadas que existe un consenso entre las principales fuerzas políticas de Estados Unidos y Europa en torno a la idea de que la apertura económica es positiva. Así, de forma paulatina, se han ido liberalizando los flujos de comercio e inversión y, en menor medida, de trabajadores. Como resultado, las sociedades occidentales se han vuelto más prósperas, más abiertas y más cosmopolitas. Aunque la apertura económica generaba perdedores, la mayoría de los votantes estaban dispuestos a aceptar un mayor nivel de globalización porque entendían que el Estado del Bienestar les protegería de forma suficiente si, transitoriamente, caían del lado de los perdedores (en economía política esto se llama la “hipótesis de la compensación”, según la cual los países más abiertos tienden a tener estados más grandes y que redistribuyen más). Los países en desarrollo, por su parte, también se están beneficiando de la globalización económica exportando productos al rico mercado transatlántico (que cada vez es más abierto) y enviando remesas desde Occidente a sus países de origen. El invento parecía funcionar.
Sin embargo, en los últimos años, y muy especialmente desde la crisis financiera global y la crisis de la zona euro, los defensores de estas políticas (social-demócratas, demócrata-cristianos y liberales) se encuentran cada vez más acorralados electoralmente por nuevos partidos populistas que abogan, en mayor o menor medida, por el cierre de fronteras, tanto al comercio como a la inmigración. En su mayoría se trata de partidos de extrema derecha, que reivindican la recuperación de la soberanía nacional que sienten que han perdido a manos de los mercados globales, de una disfuncional Unión Europea o de unas políticas migratorias que consideran demasiado liberales. “Recuperar el control del país” es un eslogan que comparten Trump en EEUU, los partidarios del Brexit en Reino Unido o el Frente Nacional francés. Y aspiran a conseguirlo reduciendo el comercio internacional y expulsando a los inmigrantes. Sus mensajes proteccionistas, nacionalistas y xenófobos, pretenden dar soluciones simples a cuestiones complejas, y están atrayendo a cada vez más votantes desencantados con la marcha de sus sociedades.
“Existen dos hipótesis (no necesariamente contradictorias) sobre por qué el electorado está apoyando con cada vez más intensidad a estos nuevos partidos.”
Racismo o falta de oportunidades
Existen dos hipótesis (no necesariamente contradictorias) sobre por qué el electorado está apoyando con cada vez más intensidad a estos nuevos partidos. Por una parte, tenemos a quienes sostienen que la revuelta populista se alimenta de votantes de clase media y baja que ven cómo sus ingresos están estancados y que están convencidos de que sus hijos vivirán peor que ellos. Son los perdedores de la globalización, en su mayoría trabajadores poco cualificados, que no se están pudiendo adaptar a la nueva realidad económica y tecnológica global y que, al perder sus empleos por la competencia de los productos de países con salarios bajos y ver cómo el Estado del Bienestar no les ayuda lo suficiente, optan por dar su apoyo a quienes prometen protegerlos cerrando las fronteras. Esta hipótesis explicaría por qué, por ejemplo, el Frente Nacional francés se nutre cada vez más de votantes socialistas desencantados con las políticas económicas de Hollande o por qué muchos trabajadores en paro de Little England, tradicionalmente laboristas, apoyaron el Brexit con la esperanza de que una Gran Bretaña fuera de la Unión Europea y con mayor margen de maniobra político podría protegerlos mejor de la competencia exterior.
Pero una segunda hipótesis, también plausible, es que los votantes no se están yendo a la derecha por cuestiones económicas, sino por elementos identitarios y culturales. Así, el racismo y la xenofobia latentes que siempre han existido en Occidente (pero cuyas expresiones eran políticamente incorrectas desde el final de la Segunda Guerra Mundial), estarían saliendo del armario debido al impacto social y cultural del aumento de la inmigración de las últimas décadas. Los votantes apoyarían así a partidos con líderes fuertes (cuyos postulados rozan el autoritarismo, como vemos en el caso de Orbán en Hungría) que ofrecen recetas para proteger la “identidad nacional” y frenar el proceso de cambio y disolución de los valores y la cultura tradicionales que la apertura y el multiculturalismo han traído. El miedo a los ataques terroristas de grupos islámicos extremistas facilita este discurso porque permite concentrar el odio al extranjero en el inmigrante de origen musulmán (que se mezcla con el debate sobre los refugiados en Europa) colocando a la seguridad en el centro del debate político, algo que no sucedía desde hace mucho tiempo en Europa. Así, los líderes fuertes y con las ideas claras seducen al votante temeroso, alimentando la ilusión de que la respuesta a sus miedos pasa por colocar a un padre protector al frente del gobierno, cuyo máximo exponente sería Putin en Rusia, figura a la que tanto Trump como Le Pen dicen admirar.
“Tal vez la explicación económica sea más relevante en EEUU y la identitaria en Europa.”
Por el momento, existe evidencia empírica para corroborar ambas hipótesis. En un reciente estudio, la consultora McKinsey mostraba que entre 2005 y 2014, la renta real en los países avanzados se había estancado o había caído para más del 65% de los hogares, unos 540 millones de personas. Asimismo, varios estudios demuestran que aquellas regiones de EEUU que importan más productos de China tienden a desindustrializarse más rápido, generando bolsas de desempleados que, lejos de encontrar trabajo rápidamente en otros sectores, se ven excluidos del mercado laboral de forma permanente. Además, son precisamente esas zonas las que tienden a votar a políticos más radicales y con propuestas más proteccionistas (véase Autor et al. American Economic Review 2013 y Che et al. NBER Working Paper 22178).
Por otra parte, otros estudios han demostrado que los votantes de los partidos de extrema derecha, lejos de ser los perdedores de la globalización, son en su mayoría clases medias y altas blancas cada vez más abiertamente xenófobas. Así, según un estudio de comportamiento electoral en siete democracias europeas, el mejor predictor del voto de extrema derecha sería el apoyo a las políticas restrictivas contra la inmigración, no las preferencias económicas de centro-derecha o la desconfianza hacia los políticos en general o hacia las instituciones europeas en particular. Otro estudio demostró también que los hombres son más proclives a apoyar a estos partidos que las mujeres, aunque sean estas últimas quienes más perjudicadas se han visto por el aumento del libre comercio al ocupar en mayor medida empleos de salarios bajos (estos y otros ejemplos se encuentran sintetizados en un reciente artículo de Zack Beauchamp.
Discernir cuál de las dos hipótesis es correcta es importante para poder diseñar políticas públicas que hagan frente al auge de los partidos de extrema derecha que amenazan con revertir décadas de políticas económicas que han generado riqueza y prosperidad. Tal vez la explicación económica sea más relevante en EEUU y la identitaria en Europa. Pero, en todo caso, si el auge del populismo responde al aumento de la desigualdad y a la pauperización y la falta de oportunidades de las clases medias, habrá que repartir mejor las ganancias de la globalización mediante mejores políticas redistributivas, sobre todo en educación. Si, por el contrario, la clave está en la xenofobia, la respuesta es más compleja y debería ir dirigida a explicar las ventajas de la sociedad abierta ante sus enemigos y a reforzar los valores occidentales.
Federico Steinberg
Investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor de la Unviersidad Autónoma de Madrid | @Steinbergf