* Publicado el 22-05-2012 en La Razón.es
Rusia no es el principal escollo del sistema antimisiles –eminentemente norteamericano– de la OTAN. Moscú siempre se ha opuesto al desarrollo y despliegue de cualquier programa de este tipo. Primero, por no disponer de las capacidades tecnológicas y financieras para competir en este campo, y segundo, porque cualquier sistema en el que ellos no estén involucrados simplemente no es de su agrado. Sin olvidar el continuo uso de la retórica antiamericana para desviar la atención de los problemas internos. Pero esta vez el presidente ruso no estaba en Chicago, y no sólo por el sistema antimisiles, sino para evitar otras cuestiones delicadas, como Siria. Sí estaba, por supuesto, el francés. Para París, la contribución norteamericana a la defensa antimisiles, oficializada en Lisboa 2010, fue un regalo envenenado. Lo vieron como una moneda de cambio del futuro repliegue de las fuerzas de EEUU en Europa; no estuvieron tampoco de acuerdo en la urgencia de su desarrollo; y siguen sin creer que vaya a salir tan barato como asegura Anders Fogh Rasmussen.
En Chicago, al tiempo que se declaraba la operatividad inicial del sistema, Hollande establecía cuatro condiciones «esenciales» para el apoyo francés al programa: la complementariedad de la defensa antimisiles con la disuasión nuclear francesa; un control político para su utilización; una estricta revisión de los costes y derivas financieras; y la exigencia de la implicación del entramado industrial francés. Todavía hay tiempo para negociar sobre este escudo, casi tan controvertido como el de Bush, pero al que gana en flexibilidad y maniobrabilidad. Pero que sobre todo debería destacar como ejemplo de cooperación transatlántica, a pesar de la austeridad presupuestaria en las dos orillas. Por ahora, son sólo un puñado de europeos, entre ellos España, los que participan o aportan algo al sistema. Y deberían ser muchos más.
Carlota García Encina es Investigadora del Real Instituto Elcano