(*) Publicado el 8/5/2016 en Euroefe.
El 9 de mayo de cada año se celebra el Día de Europa. La efeméride conmemora la conocida como “Declaración Schuman”, que tuvo lugar allá por 1950. Con el discurso del entonces Ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, se daba el pistoletazo de salida a los ya hoy 66 años del proceso de integración comunitario (y 30 de la pertenencia de España al mismo).
La memoria es, sin duda, selectiva, y la añoranza de tiempos mejores es una constante. El ciudadano europeo no es ajeno a esta dinámica y, ya sea español, francés, alemán o polaco, por citar solo unas pocas nacionalidades, se sorprende de forma habitual hablando sobre lo mal que están las cosas (no sin razón en muchas ocasiones) y lo cuánto que echamos de menos a unos líderes capaces, “como los que teníamos antes”.
Pero, qué duda cabe, no todos los tiempos anteriores fueron mejores. Recordemos que el proyecto de paz y unificación europeo nace después de dos enormemente destructivas guerras mundiales que dejaron asolado el continente, con la pérdida de millones de vidas en el campo de batalla (y fuera de él) y el hundimiento económico y cultural asociado a tan terribles acontecimientos. El papel protagonista jugado por los europeos en esos conflictos complicaba mucho el futuro de la región y, no obstante, supieron aunar fuerzas y lograr hitos en los que muy pocos confiaban, como la firma del Tratado CECA y de los Tratados de Roma.
“Pocos países quieren seguir las recomendaciones de la Comisión Europea y avanzar con medidas concretas hacia unas políticas de inmigración y de asilo comunes”
Desde entonces, hemos pasado de 6 a 28 miembros, estrechando nuestros lazos y convirtiéndonos en una “Unión Europea”. No obstante, el camino no ha sido lineal y no siempre se ha seguido la visión de los Padres Fundadores: figuras como el ya citado Robert Schuman, pero también Paul-Henri Spaak, Alcide de Gasperi o Altiero Spinelli. Entre medias se fueron quedando también muchos ambiciosos proyectos, como el de la Comunidad Europea de la Defensa o la Comunidad Política Europea. Y se sucedieron igualmente situaciones internas ciertamente complejas, como la “crisis de la silla vacía” o el fracaso de la Constitución europea, tras la victoria del “No” en los plebiscitos de Francia y Países Bajos. Nada había garantizado.
Las tensiones entre los impulsos integradores y los impulsos intergubernamentales no son, por tanto, nuevas. El apetito por ceder (y compartir) soberanía no es algo frecuente y en la UE, un proyecto absolutamente sui generis, ha respondido más bien a situaciones de extrema necesidad, con crisis internas causadas en muchas ocasiones por choques externos.
Así, uno de los ejemplos más relevantes es el terremoto económico de los años 70, cuyo punto de partida fue el “Nixon Shock”, que acabó allanando el camino de lo que habría de convertirse en la Unión Económica y Monetaria, creadora de la moneda común. El euro ha sido probablemente el salto político adelante más importante que dio el club comunitario, aunque su gestación se produjo con una serie de errores de base que han provocado que la crisis económica en la UE esté siendo más duradera y dolorosa de lo esperado.
Si bien es cierto que haciendo un mínimo repaso por la Historia de la construcción europea se puede relativizar la preocupación por la actual situación del proyecto comunitario, no lo es menos que no se puede pretender echar la vista hacia un lado y considerar que todo está bien. A la deficiente gestión de la crisis del euro, que ha acabado suponiendo una desunión entre los Estados deudores y los acreedores, se le ha sumado en los últimos tiempos toda una serie de situaciones ciertamente problemáticas. La más difícil de gestionar, sin duda, la conocida como “crisis de refugiados”, que está trayendo a Europa a miles de familias sirias, eritreas y afganas, entre muchas otras nacionalidades, que huyen de sus países respectivos, víctimas de conflictos armados.
“Para que esta contranarrativa no acabe con la UE es necesario repensar el proyecto y reconectar con una ciudadanía que, como el mundo, ha cambiado mucho desde los años 50”
La respuesta a este drama está siendo muy polémica. Pocos países quieren seguir las recomendaciones de la Comisión Europea y avanzar con medidas concretas hacia unas políticas de inmigración y de asilo comunes. Es más, la línea que han seguido muchos de ellos ha sido la de construir muros y cerrar sus fronteras, con el consiguiente riesgo para otro de los grandes avances europeos: el espacio Schengen. Así es difícil solucionar nada. Y aunque es cierto que los datos de llegada de refugiados parece que son mejores desde hace unas semanas, no lo es menos que es como consecuencia de un acuerdo ciertamente polémico con Turquía. Y en cualquier caso, ello no será suficiente para atajar el problema de raíz.
Además, y asociado a todo lo ya mencionado, en los últimos tiempos nos encontramos con una expansión cada vez mayor en la UE de una contranarrativa antieuropea, que se beneficia de la sensación del vaciamiento de la democracia nacional y la falta de una democratización a nivel supranacional. Existe una parte no poco importante de la ciudadanía europea que se siente víctima de la globalización y que, al mismo tiempo, es testigo de una lentitud exasperante en la resolución de las crisis que afectan al continente. Esto se traduce en la subida electoral de formaciones euroescépticas, que claman la vuelta a las fronteras nacionales. A veces, incluso, acaban venciendo los comicios, como en Polonia o Hungría, países en los que los partidos gobernantes lanzan proclamas contra el “proyecto liberal europeo”.
Para que esta contranarrativa no acabe con la UE es necesario repensar el proyecto y reconectar con una ciudadanía que, como el mundo, ha cambiado mucho desde los años 50. La primera prueba de fuego será el referéndum del 23 de junio en el Reino Unido. Pero un Bremain no será suficiente para garantizar el éxito de la Unión. Los líderes del eje franco-alemán (pero también de países marcadamente europeístas, como es el caso de España) tienen una responsabilidad histórica para que en adelante, el 9 de mayo, se pueda seguir celebrando el Día de Europa. Si quieren que la UE no sucumba como una anécdota en la Historia europea, políticas y narrativa deberán confluir, logrando recuperar el atractivo para los ciudadanos europeos. Nada hay garantizado.
Salvador Llaudes
Investigador, Real Instituto Elcano | @sllaudes