Tema
El complejo e incierto periodo de negociación que se abriría en el caso de que triunfe la opción del abandono británico de la UE en el referéndum del 23 de junio.
Resumen
Un hipotético voto favorable a la salida de Reino Unido de la Unión Europea en el próximo referéndum sería solo el comienzo de un complejísimo y potencialmente tenso proceso de triple negociación consecutiva que incluye la propia implementación de la retirada, el nuevo marco de relación con Europa y los acuerdos con terceros. A pesar de las muchas incertidumbres existentes, dos realidades se pueden dar por seguras: en ningún caso Bruselas hará una nueva oferta de acomodación privilegiada que pudiera someterse a segundo referéndum y cualquiera de las soluciones para reconectar la economía (y la sociedad) británica con el Mercado Interior y otras políticas europeas resultarán muy insatisfactorias para el gobierno de Londres y para los partidarios de una supuesta recuperación de la soberanía.
Análisis1
Una de las cuestiones más interesantes y problemáticas que se plantean los expertos de cara al referéndum de permanencia de Reino Unido en la Unión Europea –y que también ha llegado ya a la discusión política en ese país– es qué ocurriría inmediatamente después de una supuesta victoria de la opción Brexit en el referéndum del jueves 23 de junio. En principio se aplicaría el artículo 50 del Tratado de la UE (TUE), que es una novedad introducida en 2009 por la reforma de Lisboa para regular por primera vez la retirada voluntaria de un Estado, pero ese mismo precepto establece que tanto la salida en sí misma como la naturaleza del nuevo vínculo entre la Unión y su antiguo miembro no están en absoluto predeterminadas. Es decir, no es automático ni fácil de implementar el libre deseo unilateral de un país de dejar la organización, sino que las condiciones en que se efectuaría y, por supuesto, el estatus de relación resultante entre Reino Unido y los 27, ha de acordarse a través de procedimientos reglados, con una negociación de desenlace abierto entre la parte interesada y el conjunto de las instituciones; lo que incluye, de forma directa e indirecta, al resto de Estados miembros.
Es verdad que el artículo 50 del TUE establece que, en caso de no alcanzar un acuerdo, el país saldrá efectivamente de la UE a los dos años de haber notificado su deseo de abandonarla, pero esta cláusula de flexibilización –así como el hecho de que el Consejo actúe por mayoría cualificada y no por unanimidad– se debe a las características especiales y prácticamente inevitables que supone el deseo de un Estado formalmente soberano de dejar la organización. En todo caso, ese horizonte de dos años –contados a partir del día en que Londres notificase su voluntad y, por consiguiente, no necesariamente al día siguiente del referéndum– no elimina ni mucho menos la incertidumbre. De hecho, así lo reconoce un documento sobre el proceso de retirada que el gobierno del primer ministro David Cameron presentó en febrero ante el Parlamento británico y que concluye que se abriría “un periodo incierto, de duración desconocida y con un resultado impredecible”.2 En efecto, no hay auténticos precedentes de aplicación de este procedimiento, pues la retirada en 1985 de Groenlandia –que no era un Estado miembro sino una región autónoma de Dinamarca– se realizó antes de que existiese el artículo 50 y, en cualquier caso, sirve para demostrar que entonces se tuvieron también que negociar las condiciones y modificarse formalmente el Tratado por los entonces 10 Estados miembros.3
“Si bien Reino Unido es contribuyente neto a las arcas de la UE, recibe también un importante volumen de fondos agrícolas y estructurales”
En ese proceso, la UE tendría una clara posición ventajosa al principio y al final, lo que compromete el margen de maniobra de Londres. Piénsese que, por ejemplo, antes incluso de que arranque la negociación, la Comisión necesitaría un mandato decidido por consenso en el seno del Consejo Europeo –pero excluyendo ya del mismo a Reino Unido– o que el resultado final debe ser aprobado no solo por el Parlamento Europeo sino también por, al menos, 20 de los 27 Estados que supongan el 65 por cien de la población (la llamada mayoría súper cualificada). Por otro lado, esa situación provocaría inestabilidad en los mercados financieros y en el valor de la libra o una parálisis de las decisiones de inversión empresarial en territorio británico; siendo más bien esperable movimientos de deslocalización hacia otros lugares que no tengan amenazado su acceso al mercado interior. Además, y dado que Reino Unido estaría negociando simultáneamente las condiciones de salida y del nuevo acuerdo de vinculación con la UE (cuyos posibles contenidos se exponen más adelante en este análisis), su postura negociadora estaría muy constreñida. Las negociaciones serían tan complejas que seguramente requerirían más de dos años, pero la extensión de ese plazo necesita un acuerdo (aquí sí unánime) del resto de países miembros representados en el Consejo Europeo, y cualquiera de ellos podría aprovechar esa circunstancia para plantear, sin temor a efectos particulares demasiado adversos, posibles contrapartidas; algo que lógicamente deteriora aún más las expectativas británicas de lograr el mejor acuerdo posible en comparación con su situación actual de obligaciones con respecto a sus socios. Mientras tanto, la UE seguiría funcionando, adoptando importantes normas que seguirían siendo vinculantes para Reino Unido, aunque es evidente que este tendría muy limitada su influencia durante el proceso de toma de decisiones de esa legislación.
En el peor de los casos, si llegado el plazo de dos años no se hubiera alcanzado acuerdo, Reino Unido se podría liberar efectivamente de la obligación total de cumplir el Derecho de la UE, pero también se convertiría en un tercer Estado frente a la Unión, con todo lo que ello supone. En ese sentido, se ha hablado mucho de que tal escenario supondría la pérdida de acceso al mercado interior para las empresas británicas, pero no hay que olvidar otros efectos muy negativos en ámbitos tan variados como las relaciones económicas exteriores, la libre circulación de sus propios ciudadanos o la recepción de cuantiosos fondos. En cuanto a lo primero, hay que tener en cuenta que el grueso de la conexión comercial (y, en gran parte también, la no comercial) entre la economía británica y el resto de mercados globales, se regula actualmente en tratados preferenciales finalizados por la UE, de modo que sería necesario realizar a la carrera nuevos acuerdos bilaterales, en una situación de constreñimiento temporal que lógicamente dañaría la posición negociadora de Londres, no ya frente a Bruselas y las 27 capitales, sino frente a Washington, Tokio, y otros (quienes en cualquier caso, antes de finalizar esos acuerdos, seguramente querrán esperar a conocer los términos de la relación futura entre la UE y el Estado que la está abandonando). Por lo que se refiere a la circulación de personas, es bueno recordar que el saldo de los flujos resulta en gran medida favorable a Reino Unido –pues son más los nacionales que viajan o viven en el continente que viceversa– y, aunque la existencia de muchos trabajadores comunitarios en suelo británico ayudaría a la negociación, eso no va a impedir que se planteen cuestiones complicadas cuando Londres quiera proteger los derechos que afectan a varios millones de sus ciudadanos. Finalmente, en lo relativo a los fondos, es oportuno cuestionar el lugar común, ya que, si bien Reino Unido es contribuyente neto a las arcas de la UE, recibe también un importante volumen de fondos agrícolas y estructurales. Se puede aducir que nada impide a Londres redirigir el dinero destinado hasta entonces al presupuesto europeo hacia esos destinatarios, pero no hace falta subrayar la complejidad política, jurídica y operativa de un movimiento como ese.
“Una victoria del leave [nunca podría ser] el punto de partida ventajoso para […] arrancar un estatus de verdad privilegiado”
En resumen, un voto en junio favorable al abandono de la UE sería solo el comienzo de un complejísimo e incierto periodo de triple negociación simultánea o, más bien, consecutiva: la salida, el nuevo marco de relación con Europa y los acuerdos con terceros. En absoluto puede pensarse que el artículo 50 del Tratado proporciona una hoja de ruta para este proceso, más allá de prever la posibilidad del desenlace y de regular algunos hitos formales de una negociación que quedaría completamente condicionada a la buena voluntad no de dos, sino de muchísimas partes.4 Y mientras tiene sentido pensar que la UE estaría dispuesta a mostrarse flexible para evitar el Brexit por el coste en todas las dimensiones del proceso de integración que ese hecho supondría, no parece que existan tantos incentivos para una predisposición tan positiva, si lo que debe negociar con Londres es la implementación de la salida. Está claro que, en ese caso, el Estado miembro, decidido a recorrer la senda de salida, tiene más que perder que la UE, de modo que esta puede adoptar una postura negociadora rígida de cara al estatus de la nueva relación y no preocuparse demasiado si el acuerdo que lo regule se retrasa. En suma, no se puede esperar una actitud política positiva por parte de la Unión ante quien se acoja al artículo 50 que está, de hecho, redactado para dificultar el camino a quien lo invoque. Los tratados, incluso, se muestran formalmente algo hostiles al establecer el párrafo quinto de ese artículo, que si un Estado miembro se retira de la Unión y solicita de nuevo la adhesión, su solicitud se someterá al procedimiento normal, sin que pueda apelar a ningún atajo por haber sido antes miembro.
La imposibilidad de un segundo referéndum
Junto a toda esta evidente problemática político-jurídica por resolver, resulta también relevante atender a una hipótesis que formuló el alcalde de Londres, Boris Johnson. Según este dirigente del partido conservador –un euroescéptico moderado que, de forma aparentemente sofisticada, pide votar a favor de la opción de salida a pesar de no proclamarse outer–, lo que los británicos van a votar el jueves no sería tanto una decisión dramática entre permanecer o salir, sino la posibilidad de ganar capacidad negociadora frente a Bruselas. De este modo, una victoria del leave no supone necesariamente un desenlace de abandono de la UE, sino más bien el punto de partida ventajoso para, aprovechando el presunto terror de los otros socios al Brexit, arrancar un estatus de verdad privilegiado que podría acabar manteniendo a Reino Unido dentro (pues, según sus cálculos, una nueva oferta más generosa se sometería a un segundo referéndum, donde ya una mayoría de británicos, incluyéndole esta vez a él, pasaría a apoyar el remain).
Se trata de un enfoque similar al de quienes no son en realidad independentistas pero pueden apoyar esa opción en procesos de secesión (en Québec, Escocia o, salvando mucho las distancias, Cataluña) porque creen que es el mejor modo de mostrar fuerza, propiciar una situación crítica y conseguir así que triunfe su solución favorita, pese a que formalmente no es la que se somete a votación; esto es, lograr un encaje privilegiado especial para esos territorios sin llegar a romper con sus respectivos Estados. La posibilidad de que muchos adopten esta conducta tacticista ante una votación en principio binaria es una muestra más de las muchas debilidades que tiene el referéndum como instrumento de decisión simplificador desde el punto de vista democrático (pues no revela las preferencias mayoritarias sinceras de la ciudadanía) y de la honestidad en la negociación entre las partes (pues estos juegos extremos a doble nivel se usan para beneficiar artificialmente la posición de un actor particular sobre el conjunto).
Pero, más allá del debate normativo sobre la justicia o la eficacia colectiva de semejante línea de actuación, los partidarios de recorrer esta vía en el caso británico aducen que hay precedentes en la historia de la integración. Por ejemplo, señalan que el voto negativo inicial de los daneses al Tratado de Maastricht o de los irlandeses al Tratado de Lisboa, no se resolvió con la salida de esos dos Estados miembros, sino con una nueva oferta desde Bruselas, sometida a un segundo referéndum, para satisfacer las demandas particulares de esos dos países.
El problema de la conjetura manejada por Johnson –que los británicos pueden votar a favor del Brexit sin temer las consecuencias ya que el referéndum de junio sería solo una especie de primera vuelta que precede a un reacomodo mejor de Reino Unido en Europa– es que hace un doble mal uso de los precedentes irlandés y danés. En primer lugar porque en aquellos dos casos, al ponerse en riesgo un proceso de reforma de los tratados que requiere la ratificación unánime, ambos países podían externalizar hacia el conjunto el coste de su veto y conseguir que los demás aceptaran (dentro de unos límites en todo caso tasados) un trato especial que pudiera luego someterse a segundo referéndum, y poder desatascar, así, la entrada en vigor de la reforma para todos. Eso es algo que no se da en este caso, ya que el proceso de integración quedaría mermado pero no paralizado ni frustrado si se produce el abandono voluntario. Pero es que, además, tampoco es aplicable el referente danés e irlandés, pues allí hubo una primera expresión de la voluntad democrática (en forma de referéndum) por la que ambos países rechazaban seguir avanzando en la integración, a la que la UE respondió con una decisión de los jefes de Estado o de gobierno que les ofrecía algunas concesiones especiales en la aplicación e interpretación de los tratados. Si los daneses e irlandeses hubieran rechazado ese plan B en una segunda votación (cosa que, por fortuna, no ocurrió), parece obvio que la Unión no habría aceptado una segunda sobrepuja de trato privilegiado. ¿Qué quiere decir eso? Pues que Reino Unido se encuentra en realidad ya ante su segunda votación, asumiendo que la primera expresión de la voluntad democrática británica de rechazo de los Tratados se produjo en las elecciones nacionales de mayo de 2015; aunque fuese un rechazo que, en este caso, no se produjo sobre una reforma de los mismos sino sobre la situación existente. Es decir, la decisión de los jefes de Estado o de gobierno reunidos en el seno del Consejo Europeo del 19 de febrero (la tercera de estas características que se produce en la historia de la integración tras las relativas a Dinamarca en diciembre de 1992 y a Irlanda en junio de 2009) es la oferta final.
El enfoque de Johnson sobre el referéndum de junio como un instrumento de empoderamiento británico cara a la supuesta negociación definitiva, se parece entonces más, salvando de nuevo las distancias, al adoptado por el primer ministro griego, Alexis Tsipras, el verano pasado (cuando organizó un referéndum sobre las condiciones del rescate de la UE y pidió votar “no” con el fin de reforzar su posición negociadora en Bruselas y no de abandonar el euro). Como ocurrió en Grecia, esa táctica no funcionaría. Las instituciones y los demás Estados miembros han marcado en el acuerdo del 19 de febrero sus líneas rojas sobre el reacomodo británico y no habría una nueva oferta a Londres que permita ese segundo referéndum. De modo que si los británicos votan mayoritariamente por la salida, solo hay dos opciones a implementar: una rectificación a la griega (muy improbable por lo que significaría para la dignidad de la democracia británica)5 o adentrarse en el territorio incógnito que supone aplicar el artículo 50 negociando la retirada y las muy subóptimas alternativas a la membresía.
Conclusiones: las alternativas a la pertenencia
El gobierno británico, en un segundo Informe presentado ante el Parlamento en marzo sobre las alternativas a la permanencia ha dejado claro que las opciones disponibles no se pueden considerar satisfactorias para el interés general del país y, paradójicamente, para las intensas preferencias (en términos de recuperación de soberanía) de los partidarios de salir.6 Si Reino Unido desea mantener su acceso al mercado interior, tendrá seguramente que aceptar seguir contribuyendo al presupuesto de la Unión, admitir la libre circulación de personas y respetar la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de Luxemburgo. Las dos variantes de relación más privilegiadas, ya sea la solución noruega (de entrada en el Espacio Económico Europeo) o la suiza (de acuerdos bilaterales ad hoc) incluiría esas obligaciones sin el derecho a participar en la toma de decisiones que las regula ni a tener presencia en dicho tribunal. Si opta por relaciones más lejanas como la turca (de unión aduanera) o la canadiense (de acuerdo de libre comercio), probablemente quedaría fuera de la libre circulación de servicios y de los acuerdos comerciales con terceros, que es justo la que más interesa a la economía británica. Además, Londres estaría igualmente sujeto a que la UE le pidiera durante la negociación concesiones en el terreno presupuestario y en materia de circulación de personas, o que aceptara regulación armonizada.
En conclusión, en el caso hipotético de que los británicos opten mayoritariamente por salir de la UE en junio, se abre un escenario de gran complejidad que incluye: (a) la propia incertidumbre alrededor del procedimiento para negociar la retirada; (b) la imposibilidad de que en esa situación, por confusa y abierta que sea, Bruselas plantee
una segunda oferta de acomodación privilegiada a Reino Unido que pudiera someterse a segundo referéndum; y (c) las soluciones subóptimas que se le presentan entonces a Londres para definir su nueva situación con la UE. En el mejor de los casos, la regulación de la nueva relación entre la UE y el Estado que la abandona no puede entrar en vigor antes del momento que lo determine el propio acuerdo que se alcance entre las partes, de manera que sería inevitable la existencia de un extraño y potencialmente tenso periodo de pertenencia precaria británica (agravado por el hecho de que, precisamente en ese contexto tan incierto, se estaría negociando sobre las complejas condiciones de la salida y de la relación futura). En el peor de los casos, no se llegaría a acuerdo alguno y la conexión de la economía (y la sociedad) británica con Europa y con la globalización se vería claramente deteriorada.
Ignacio Molina
Investigador principal de Europa, Real Instituto Elcano | @_ignaciomolina
1 Este análisis se publicó inicialmente en Economía Exterior, número 76 (Primavera 2016).
2 The process for withdrawing from the European Union.
3 No obstante, a través también del Tratado de Lisboa, la UE ha regulado la posibilidad de que determinados territorios de ultramar que pertenecen a los Estados miembros puedan abandonar la Unión –o entrar en ella– sin necesidad de modificar los tratados. Está regulado en el artículo 355.6 del Tratado de Funcionamiento de la UE que ya se ha aplicado una vez: en enero de 2012 a la isla caribeña francesa de San Bartolomé.
4 De hecho, ni siquiera está determinado con detalle cómo se desarrollaría el necesario cambio posterior de los tratados. No obstante, parece que sería por la vía de la reforma simplificada y por unanimidad de los socios que quedarían tras ese abandono británico.
5 El propio gobierno británico ha dejado claro en su Informe ante el Parlamento de febrero que “the Government would have a democratic duty to give effect to the electorate’s decision”. Además, incluso desde la óptica nacional de la política británica sería muy difícil ninguna alternativa pues el mandato democrático que, en su caso, tendría David Cameron es el de negociar la salida y no un nuevo acuerdo que permitiese la permanencia.
6 Alternatives to membership: possible models for the United Kingdom outside the European Union.