Tema
Reflexión sobre los improbables escenarios de paz en Ucrania más de un año después de iniciada la agresión rusa.
Resumen
Tras un más de un año de iniciada la agresión rusa a Ucrania, el conflicto ha adoptado la forma más oscura y azarosa de la guerra de desgaste, después del fracaso inicial del asalto a Kyiv con una guerra relámpago para descabezar el gobierno, que afecta a ambas partes del litigio. El verdadero escenario para la paz es la transición democrática en Rusia, que se producirá cuando Rusia abandone la idea y la opresión imperiales y se convierta en un Estado-nación y en una democracia liberal y federal europea.
Análisis
En la guerra todo es azar e incertidumbre. En la niebla de la guerra verdadera ni siquiera se intuyen y piensan los escenarios de paz. Ni en un alto el fuego se abren escenarios de paz, puesto que es una oportunidad para la pausa, el descanso y el rearme antes de reanudar los combates. Su mención puede convertirse, incluso, en un elemento más de la guerra, porque puede leerse como una invitación al apaciguamiento, a la renuncia e incluso a la rendición.
Cuesta vislumbrar escenarios de paz porque las actuales generaciones, especialmente las europeas, no sabíamos ni siquiera qué era una guerra, con la excepción del caso regional y limitado, tanto en recursos como en fuerzas, no en atrocidades, de las contiendas balcánicas en los años 90. Las contiendas contemporáneas no eran en realidad guerras clásicas, esta escalada violenta que sabemos cómo empieza, pero nunca como termina. Durante la época que hemos vivido, en cambio, sabíamos cómo empezaban y también cómo terminaban. Mal, claro, sin vencedores ni vencidos, como en Irak, Afganistán, Libia, pero en realidad sin guerra y quizás tampoco sin paz propiamente dichas.
La guerra es una escalada hacia los extremos que se abre paso en mitad de la mayor incertidumbre. Es el resultado de una decisión en favor de dejar al uso de la fuerza y al azar la resolución de un conflicto, tras dar por agotadas las soluciones políticas y diplomáticas.
La creíamos ausente de Europa desde hace 75 años y ahora ha regresado entre nosotros. Por eso nos cuesta tanto pensar y hablar de los escenarios de la paz.
No sabemos propiamente cómo terminará, cuánto puede llegar a durar, ni siquiera si es el anuncio de una larga época dominada por la guerra después de la larga época dominada por la paz. La guerra regresa quizás como estado normal del orden internacional, en el que la paz ha sido sólo un interludio sin guerras.
Durante la guerra hay que pensar en la paz y trabajar por la paz, naturalmente, aunque a veces sea difícil hacerlo en público y, más concretamente, entrar en eventuales concesiones territoriales, por ejemplo. Son exigencias de la guerra, en la que hay que evitar las señales de debilidad y de división entre los aliados, naturalmente. Saber pensar la paz en la guerra y la guerra en la paz, esa es la cuestión.
Quizás éste es uno de los errores que hemos cometido los europeos. Hemos creído que vivíamos ya la paz perpetua kantiana y que podíamos olvidarnos de Rusia, declarado socio en el Concepto Estratégico de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) de 2010 y ahora peligro y amenaza inmediata en el Concepto Estratégico de 2022.
Esta guerra verdadera, además, ha adoptado la forma más oscura y azarosa de la guerra de desgaste, después del fracaso inicial del asalto a Kyiv con una guerra relámpago para descabezar el gobierno. La guerra de desgaste confía en el agotamiento de las fuerzas del enemigo, las físicas, las materiales y también las morales, y en este caso se produce en dos ámbitos, el de la guerra en territorio ucraniano, en el que Rusia avanza con extrema lentitud para ocupar el Donbás y Ucrania se defiende con gran eficacia e incluso consigue recuperar una gran parte de los territorios en la contraofensiva iniciada en el verano, y luego el de la guerra mundializada, que se libra a través de las palancas de la energía, los alimentos, los fertilizantes y la inflación, para presionar y dividir a los aliados de Kyiv, marcar líneas rojas para limitar su ayuda y a ser posible levantar a las poblaciones contra los gobiernos, incluso a la larga para hacerlos caer.
En el desgaste militar, ambos ejércitos son muy buenos en defensa, de forma que sólo la actual superioridad de la artillería le ha permitido a Rusia la ventaja inicial y el avance posterior, al igual que el armamento entregado por los aliados le ha permitido a Ucrania mitigar el bombardeo sistemático de sus ciudades e infraestructuras. De ahí la importancia que ha tenido hasta ahora el suministro continuo de armas a la hora de equilibrar un poco este combate desigual –se dice que es de 10 a uno en capacidad de fuego–, en el que Rusia fue penetrando paulatinamente en el Donbás. En la campaña de esta primavera de 2023 todavía tendrá más peso el suministro, sobre todo de carros de combate y a continuación quizás de aviación de apoyo, tanto para frenar la incipiente invasión en la que estarán involucrados 200.000 nuevos reclutas rusos como, una vez conseguido, para revertirla hasta transformarla en una contraofensiva.
En el desgaste internacional, el sufrimiento se reparte también de forma muy desigual, aunque Putin juega con la capacidad de sacrifico rusa y la vida más cómoda de los europeos, angustiados por la inflación y por los suministros de energía y mucho más sensibles a las apelaciones pacifistas. Sobre los países del sur global, que se alimentan de los cereales rusos y ucranianos, ha pesado la amenaza de las hambrunas y de sus consecuencias sociales, en forma de revueltas y movimientos de población con capacidad para desestabilizar a Europa. Sobre la Europa más rica ha pesado en cambio el miedo a un invierno sin calefacción, a los altos precios del gas y la electricidad y a sus efectos sobre la economía productiva. Ahuyentado de momento el fantasma de una recesión hija directa de la guerra, permanecerán los efectos de lastre sobre las economías mientras sigan las hostilidades. Estamos por tanto en una especie de empate, una guerra que si se alarga tendrá efectos ahora imprevisibles. Así es como la paz se hace tan urgente y necesaria como difícil de entrever.
En el caso de Ucrania, está claro desde el primer día que su gobierno y su ciudadanía se enfrentan a la guerra en términos existenciales: la derrota no está en su agenda, ni siquiera ante una ocupación total del país, que llevaría a una guerra de distinto tipo. No es existencial en el caso de Rusia –o si lo es, no es de Rusia sino de la Rusia de Putin, la Rusia imperial, que sólo tiene la victoria en sus previsiones y se siente segura e invencible–. Quizás porque militarmente es prácticamente invencible, al menos por tres razones.
La primera es la profundidad estratégica: un país de estas dimensiones geográficas y con sus recursos naturales no puede sufrir el destino de Alemania o de Japón en 1945. No hay posibilidad alguna de una derrota total, seguida de una ocupación y de una paz dictada. La segunda es el régimen autocrático, casi inherente al dominio imperial de un territorio tan vasto. Tiene a su disposición una población y unos recursos infinitos y una cultura militar basada en la capacidad de sus ciudadanos de soportar un sufrimiento sin límites. La tercera es el arma nuclear, que ha pasado de constituir un instrumento de disuasión mutua y simétrica en la Guerra Fría a un arma de disuasión del grande hacia los pequeños en la actual fase de desorden mundial, una especie de “santuarización agresiva”.
Gracias a ella no ha habido no-flight zone, tampoco zonas seguras para los refugiados, ni entrada de tropas aliadas o ataques abiertos de Ucrania en respuesta contra territorio ruso. Gracias a ella Rusia puede plantear su guerra mundializada energética, alimenticia y migratoria, motivos suficientes, de no mediar la bomba nuclear, para conducir hacia una guerra convencional. Gracias a ella la guerra actual no se ha convertido en una guerra abiertamente europea, como habría ocurrido en otras épocas.
La amenaza nuclear dibuja el peor de todos los escenarios, el de la detonación de un ingenio nuclear táctico. Un artefacto capaz de destruir un batallón, un bunker profundo, un aeropuerto, una pequeña ciudad o decidir una batalla entera se considera que es táctico, mientras que el que puede decidir y terminar una guerra, un misil balístico intercontinental, por ejemplo, se considera que es estratégico.
Aclaremos que es discutible la propia idea de una bomba táctica. Jim Mattis, que fue secretario de Defensa, cree que todas las bombas nucleares son estratégicas. Entre otras razones, porque en su mayoría tienen una capacidad destructiva superior a las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Exceptuando estas dos únicas detonaciones nucleares sobre ciudades, nadie ha usado armas nucleares ni tácticas ni estratégicas hasta ahora. Aunque no se haya usado, el efecto del arma nuclear radica en la amenaza disuasiva que significa su propia existencia. Y estos efectos, en el caso actual, se refuerzan por el mero hecho de entrar en la conversación política cotidiana.
Hablar del arma nuclear es convocarla para que acuda al escenario de la destrucción. “Son extremadamente remotas” las circunstancias en las que la OTAN puede verse obligada a usar armas nucleares, dice el Concepto Estratégico aprobado en junio de 2022 en Madrid, en una fórmula que permanece inalterada respecto a la utilizada hace 10 años, cuando Rusia no significaba una amenaza directa e inminente sino un socio estratégico. Y, sin embargo, el disparo nuclear está entrando ya en los cálculos y en las teorías de juegos de quienes prefieren anticipar los efectos de una decisión tan terrible en vez de encontrarse inadvertidamente y sin preparación en mitad de una escalada atómica.
El punto de partida es que Putin ordene un disparo nuclear táctico, con un abanico de posibilidades, que pueden ir desde el impacto sobre un territorio sin víctimas hasta la destrucción de alguna infraestructura militar.
El momento en que podría producirse es especial, bajo la advocación de la doctrina de seguridad rusa, que lo reserva para el caso en que están en juego los intereses vitales de Rusia, una expresión perfectamente ambigua, que puede abarcar cualquier cosa, desde la pérdida del Donbás o de Crimea hasta un ataque en territorio ruso, sin necesidad de que sea nuclear. En todo caso, se hace muy plausible su uso en el caso de que el Ejército ruso sufriera un revés militar irreversible.
Tres son las respuestas posibles, tal como las ha desarrollado Richard K. Betts1. La primera sería una respuesta débil o insuficiente –como sería el caso de la imposición de nuevas sanciones, por severas que fueran– que daría luz verde a nuevos disparos para liquidar la resistencia de Ucrania y obtener rápidamente la rendición y una negociación ventajista. La segunda sería la respuesta equivalente o incluso más intensa –como la respuesta con misiles estratégicos a un ataque nuclear táctico– que abriría la puerta a la escalada y a la guerra nuclear generalizada, con los resultados que todos sabemos. La tercera, identificada como la menos mala de todas, es la respuesta convencional, con un ataque aliado devastador a centros de mando, logísticos e instalaciones militares en territorio ruso, con lo cual el arma nuclear habría servido no para evitar la guerra europea sino para desencadenarla.
Estos tenebrosos e indeseables escenarios de guerra reclaman con urgencia unos escenarios de paz. Que Rusia sea militarmente invencible no significa que lo sea políticamente. Puede suceder, y ha sucedido a veces, que la victoria militar no signifique la victoria política. Tal fue el caso de la guerra de independencia de Argelia –militarmente victoriosa para el Ejército francés, pero políticamente una derrota clamorosa para Francia– y puede ser también el caso de Rusia, pero ahí debemos precisar cuál es para Putin el objetivo de esta guerra. Si es solamente la consolidación de un conflicto congelado en el este de Ucrania y Crimea, que impida la normalización europea y atlántica de la democracia liberal ucraniana, quizás lo tiene a su alcance y lo conseguiría a partir de un alto el fuego y de su posterior consolidación como nuevo statu quo. Sabemos que las ambiciones más profundas del nacionalismo imperial ruso van mucho más allá y consisten en imponerse como superpotencia hegemónica euroasiática, con droit de regard sobre la Unión Europea (UE) y la OTAN, una victoria de amplio alcance que sería la derrota existencial europea, para la UE y para la Alianza Atlántica.
Formalmente, es un litigio territorial y de soberanía entre Ucrania y Rusia, pero en el fondo se enfrentan dos concepciones radicalmente opuestas de cómo debe ser el orden internacional. De una parte, hay una potencia que ha vulnerado una lista inacabable de tratados y acuerdos, bilaterales con Ucrania e internacionales, empezando por la Carta de las Naciones Unidas, con su guerra de agresión contra un país vecino, del que ya se había anexionado una parte de su territorio. Y de la otra, un país que se defiende legítimamente y reclama el respeto a la integridad territorial y a las fronteras en el único caso de guerra justa y legítima reconocido internacionalmente ante una invasión militar extranjera.
La OTAN y la UE aparecen como el adversario mancomunado, núcleo central del “Occidente colectivo” designado por Putin, en una competencia estratégica por la organización del orden europeo. Por un lado, una alianza defensiva y una organización multilateral en parte constitucionalizada y federal, basadas en los principios de la democracia liberal, que tienen como objetivo la estabilidad; y del otro, una nación imperial y autoritaria dirigida por una casta policial y militar, incapaz de constituirse en Estado-nación sobre el derecho y el pluralismo, que sustenta su hegemonía precisamente en la difusión de la inestabilidad en su entorno inmediato e incluso entre sus adversarios. No hay negociación posible entre dos principios tan contradictorios. No hay transacción entre la fuerza del derecho y el derecho del más fuerte, entre orden legal y caos selvático, entre estabilidad y disrupción.
Ambos conflictos son de orden a la vez interno y externo. La idea de un Estado-nación organizado como democracia liberal y europea, que es el objetivo de Ucrania, corresponde al modelo de orden federal europeo e impugna a la vez la concepción de un orden europeo organizado en áreas de influencia y el modelo de Estado autoritario, centralizado e imperial de Rusia, ajeno al Estado de derecho y a las libertades públicas individuales. El escenario de paz para Ucrania es que pueda mantenerse como nación soberana e independiente, aun en el caso de que se vea obligada a realizar concesiones territoriales. Para Rusia no hay escenario propiamente de paz, puesto que a Putin le conviene recuperar cuanto más territorio sea posible del área de dominio o influencia imperial, zarista primero, luego estalinista y, en caso contrario, sumir a Europa en la inestabilidad que comporte la destrucción del modelo democrático ucraniano y por tanto abra la puerta a la eventualidad de nuevos conflictos. Su objetivo inmediato no puede ser la paz sino continuar la guerra con el horizonte de constituirse en la potencia hegemónica euroasiática en un orden impuesto por la mera correlación de fuerzas.
A largo plazo, hay que observar la guerra actual como el momento violento de la implosión de un imperio como el ruso, iniciada hace 30 años bajo formas pacíficas con la desaparición de la Unión Soviética, su anterior avatar. Un imperio de la extensión y de las riquezas naturales del ruso, caracterizado además por la contigüidad territorial entre la antigua metrópolis original y los territorios colonizados, no se puede regir democráticamente. La prueba es que Rusia sólo ha tenido propiamente elecciones libres y pluralismo en dos ocasiones episódicas en toda su historia, entre febrero y octubre de 1917 y quizás en el breve momento entre la etapa final de Gorbachov y los primeros tiempos de Yeltsin.
Conclusiones
Lleva razón Putin cuando denuncia los proyectos occidentales de división de Rusia. Si se quiere mantener unido un territorio tan extenso y diverso, la única alternativa a la unión imperial y autocrática es una improbable democracia auténticamente federal, que daría opciones a la secesión. Era el modelo teórico, no el práctico, que exhibían los bolcheviques y que, aun fracasando gracias a la dictadura del partido comunista, ha terminado permitiendo las independencias post-soviéticas como la de Ucrania antes de desaparecer de nuevo con el centralismo y la vertical del poder “putinistas”.
El auténtico escenario para la paz es la transición democrática en Rusia, exactamente en la dirección contraria a la emprendida por Putin hace 22 años, y la destrucción del imperio como cárcel de los pueblos y de los ciudadanos. El orden pacífico y justo, la verdadera paz, por muy lejos que pueda atisbarse, se producirá en el momento lejano en que Rusia abandone la idea y la opresión imperiales y se convierta en un Estado-nación y en una democracia liberal y federal europea.