Tema: La futura estrategia de seguridad de la Unión Europea subrayará, como ya hiciera el Documento Solana, la necesidad de extender la zona de seguridad alrededor de Europa y evitar así que la ampliación cree nuevas líneas divisorias. Sin embargo, harían falta planteamientos más audaces y con visión de futuro respecto a la frontera Este de la UE, que impidan que Bielorrusia, Ucrania y Moldavia sean una “zona gris” entre Europa y Rusia.
Resumen: La geografía no puede ser la gran olvidada en una estrategia de seguridad global. La UE debe fomentar la estabilidad entre sus países limítrofes, pero algunas zonas tendrían que tener prioridad por su importancia geoestratégica, como es el caso de la frontera Este, tras las progresivas incorporaciones de Polonia, los Estados bálticos o Rumania. La UE no debería practicar una política de “esperar y ver” respecto a Bielorrusia, Ucrania y Moldavia. Si sus políticas no son más activas respecto a estos países, será Rusia la que ocupe su lugar o al menos tendrá un papel preponderante en la zona. Pero Bruselas no debería limitarse a fomentar la adopción del acervo comunitario y a configurar un espacio económico, y cerrar acto seguido las puertas a una posible integración de estos países de la antigua URSS. Al ser países geográficamente europeos, sus autoridades no podrán entender que los sacrificios sociales y económicos que se les exijan sólo sirvan para crear uniones aduaneras. No se trata de prometer alegremente una adhesión a unos países en plena transición económica y política, pero sí de hacer todo lo posible para que crezca en ellos la influencia europea. Los nuevos miembros de la UE en la zona jugarán un papel decisivo al respecto.
Análisis: Las estrategias de seguridad suelen recoger la lista de desafíos que son más frecuentes en nuestro mundo global: terrorismo, proliferación de armas de destrucción masiva… Estas percepciones globales de la seguridad que traspasan fronteras, no deberían hacernos olvidar, sin embargo, la importancia de los factores geopolíticos. Hay quien afirma que la geopolítica ha muerto a manos de la globalización, por no decir de la geoeconomía, pero la realidad es que la próxima ampliación de la UE a 25 miembros, nos obliga a tomar en cuenta la geografía a la hora de trazar una estrategia de seguridad. El propio Documento Solana afirma que la geografía sigue siendo importante, incluso en una era de globalización. De hecho, la nueva geografía resultante de la ampliación responde a una estrategia general a largo plazo que persigue la seguridad y la estabilidad de nuestro continente. Se entiende así esa cierta celeridad que ha caracterizado a los procesos de ampliación tanto de la OTAN como de la UE: hay un horror al vacío en Europa Central. De ahí que el Oeste marche hacia el Este, aprovechando que el Este, a diferencia de tiempos pasados, no tiene la oportunidad de avanzar en sentido contrario. Esto explica, por ejemplo, que se haya optado por integrar de modo simultáneo a diez Estados en la UE. Esta ampliación no será la última, pues se va perfilando la idea de incorporar también al conjunto de la Europa balcánica, comenzando por Rumanía y Bulgaria en 2007 y siguiendo en fecha indeterminada con los Balcanes Occidentales.
Se percibe la voluntad de la Unión de edificar cuanto antes una “casa europea” aunque al mismo tiempo se querría trazar una línea divisoria a su alrededor: a lo largo del presente año se ha hablado, sobre todo por parte de la Comisión, de fijar unas fronteras para la UE que no necesariamente tendrían que ser las fronteras del continente europeo. Dicho de otro modo, los Urales no deberían ser los límites de Europa, aunque en su época De Gaulle afirmara lo contrario. Se trata de un criterio de conveniencia política, por mucho que el art. I.1 de la Constitución Europea declare que la UE estará abierta a todos los Estados que “respeten sus valores y se comprometan a ponerlos en común”. Con todo, en Bruselas se insiste en que no habrá fronteras ni “zonas grises” en la nueva Europa, pero los hechos –y, sobre todo, las intenciones– tienden a cuestionar los discursos. Se insiste en que la UE debe crear un nuevo concepto de frontera, ajeno a lo que evoque conflicto o división. Este concepto de frontera responde a un planteamiento muy extendido: el de la exportación de la estabilidad por medio de la cooperación económica y política con los países vecinos. Detrás de esta semántica se aprecia la falta de una estrategia más precisa y ambiciosa. Es cierto que la UE ha adoptado desde mediados de la pasada década una serie de documentos de estrategia (Rusia, Ucrania y países mediterráneos), pero éstos parecen responder más a tácticas que estrategias concretas, pese a que a largo plazo las medidas diseñadas persigan el objetivo estratégico final de la estabilidad en países próximos a la UE.
El Documento Solana reconoce que la integración de nuevos países aumentará la seguridad, pero a la vez reconoce que acercará a Europa a las zonas conflictivas. Se apuesta por una solución de soft security: promover “un cinturón de países bien gobernados al este de la Unión Europea y en las orillas del Mediterráneo”, con los que se mantendrán relaciones estrechas y de cooperación. Coincide con declaraciones anteriores de Romano Prodi, en las que hablaba de un “cinturón de países amigos”, desde Marruecos hasta Rusia y el Mar Negro. Prodi señalaba además que la geografía jugaría un papel en esta cuestión. Pero se trata de una geografía “simétrica”, pues el concepto de “países vecinos” de la UE es tan amplio que caben por igual en él Marruecos, Túnez, Bielorrusia, Ucrania o Israel. La calidad de las relaciones de la Unión con estos países es más estática que dinámica: se sigue el tradicional método de la evaluación de los progresos políticos y económicos que conllevaría recompensas a corto y medio plazo. Se mete en el mismo saco a países del Norte de Africa, de Europa Oriental y de Oriente Medio, tras reiterar que la UE no puede seguir ampliándose indefinidamente. Eso es cierto para los países africanos y asiáticos, pues tal y como afirma el art. 49 del TUE, sólo los Estados europeos pueden llegar a ser miembros de la Unión. Pero la amplitud en la noción de “países vecinos” parece destinada a descartar una eventual adhesión de los futuros vecinos del Este (Bielorrusia, Ucrania y Moldavia), por no decir de Rusia. Este criterio no se emplea, sin embargo, con Turquía, pues independientemente de una fecha para su integración, el Documento Solana la reconoce implícitamente como viable, pues al expresar que la UE debería tomarse interés por los problemas del sur del Cáucaso, subraya que dicha área geografíca será en su momento una región limítrofe.
Hay criterios de oportunidad, de cohesión, en una Unión reformada y ampliada que pueden hacer conveniente por el momento que un Estado, por muy europeo que sea, no se integre en la UE. Pero otra cosa muy distinta es tener en el limbo a una serie de Estados europeos de gran importancia estratégica –como Bielorrusia, Ucrania y Moldavia– y no adoptar una postura que tenga en cuenta las implicaciones geopolíticas. Se podrá argumentar que la situación de cada uno de ellos es muy diferente y que, por ejemplo, Bielorrusia no aspira a integrarse en las estructuras europeas y que desde 1997 se ha comprometido en un zigzagueante y difuso proceso de unión con Rusia. Pero quizá este proceso tenga mucho de “huida hacia delante” del presidente Lukashenko y de su régimen populista, un tanto nostálgico de la época soviética. Las políticas autoritarias del presidente bielorruso han “congelado” las relaciones de Minsk con Bruselas desde 1997. Aunque la suspensión de contactos y de asistencia no han persuadido a Lukashenko a liberalizar su política, sería un error que la UE considerara a Bielorrusia como un “caso perdido”. Hay quien ve a este país y a su presidente como una nueva Serbia y un nuevo Milosevic, pero con la dificultad añadida de que serían “intocables” por estar geográfica y culturalmente muy próximos a Rusia. Una gran oportunidad para Europa es la lenta emergencia de una sociedad civil o la existencia de una juventud escéptica ante los nacionalismos autoritarios. Bruselas debería cooperar con Minsk en programas económicos que beneficien a pequeñas y medianas empresas, o favorecer proyectos educativos y culturales.
En cualquier caso, se impone una Ostpolitik hacia Bielorrusia, y no centrarse únicamente en proyectos selectivos que puedan apoyar directamente el proceso de democratización. Sería poco realista también centrarse en una cooperación limitada a niveles inferiores de la administración: es utópico pensar que excluyendo a los altos niveles del Estado se pueda sintonizar mejor con la población. Hay que hacer gala de pragmatismo y no perder de vista que el aumento de una vinculación de Bielorrusia con Rusia, incorporando incluso una moneda única en 2005, no puede borrar de un plumazo el despertar del sentimiento nacionalista en Bielorrusia, tras doce años de existencia como Estado soberano. En toda desavenencia con Moscú, el propio Lukashenko jugará la carta nacionalista. Pero a donde no llegue la burocracia comunitaria, bien podría llegar la geografía: los Estados bálticos y Polonia serán la frontera de la UE con Bielorrusia. Estos países habrán de ser el instrumento decisivo para que crezca la influencia europea en este país.
A este respecto, Polonia tiene por su historia una visión geopolítica certera: no hay que dejar a la Europa del Este al margen de la construcción europea, con independencia de posibles adhesiones a la UE. A partir de las fronteras polacas y bálticas, hay que tratar de construir una Europa en el Este. En caso contrario, será Rusia la que cree su propia Europa en el Este, más concretamente la vieja unión eslava con Bielorrusia y Ucrania. Pero no es fácil que Varsovia pueda convencer a muchos de sus socios europeos: ellos piensan que Rusia ha dejado de ser una gran potencia y que ni siquiera una federación con sus dos vecinas eslavas le devolverá su estatus imperial. Mas si esto sucediera, Polonia podría tener la percepción de que su seguridad puede estar amenazada. De ahí que el enfoque polaco sobre la frontera Este de la UE sea tan ambicioso como voluntarista: defiende una frontera abierta en la que Polonia ejerza un papel de especial atracción. ¿No era Varsovia en otros tiempos un modelo para los europeos del Este, del mismo modo en que París podía serlo para los del Oeste? No deberíamos subestimar la posible influencia que pueda ejercer sobre Rusia la nueva Polonia, con sus progresos en una necesaria modernización, el desarrollo económico y la democracia.
La UE debería dotarse de nuevos instrumentos a las nuevas realidades del espacio postsoviético. El Programa TACIS respondió en sus orígenes al objetivo de abordar de forma integrada la cooperación con la antigua URSS, pero estos países no forman un bloque homogéneo y tampoco lo es, por supuesto, la propia CEI. Por lo demás, hay dos áreas, el Cáucaso y Asia Central, que no constituyen de momento una frontera con la UE. La actuación más prioritaria y urgente está al Este de las fronteras polacas. Sería preciso acuñar un concepto como el de “Estados occidentales de la CEI” a la hora de abordar las relaciones de Bruselas con dichos países, independientemente de los acuerdos bilaterales. Un primer paso, pero no suficiente, fue la apertura de una oficina europea en Kiev desde la que se coordina la política de Bruselas hacia los tres países. Mas lo verdaderamente importante es no dar la sensación de que Bielorrusia, Ucrania y Moldavia son una “tierra de nadie” que separa los “imperios” europeo y ruso. Si hacemos nuestra esta concepción “imperial”, estamos implícitamente sugiriendo que uno de los dos “imperios” está destinado a llenar ese hueco de separación. Si lo llena el “imperio” ruso, esto tendrá repercusiones para la seguridad de nuestro continente. Las consecuencias se dejarán sentir en la estabilidad interna de los países, pero en Rusia también podría despertarse la ilusión de que la antigua URSS se puede reconstruir, aunque sea en parte, con el consiguiente fomento del nacionalismo y de la vieja geopolítica euroasiática. Tampoco sería acertado conformarse que los tres países sean insertados en la práctica en la categoría de los “Estados tapones”, un concepto rancio para una organización de naturaleza expansiva como la UE.
Hace más de una década que los documentos básicos de la OTAN y de la UE nos reiteran de continuo que la soberanía y la independencia de Ucrania son indispensables para la seguridad europea, pero sólo la Alianza ha dado señales prácticas de que esta afirmación es real, iniciando desde 1997 un diálogo específico con Ucrania. Pero, en general, la UE mantiene sus reticencias hacia Ucrania y se suele emplear este argumento: la “elección europea” del gobierno ucraniano tiene mucho de retórica y poco de realidad… Muchos analistas subrayan la situación interna del país en estos últimos meses de la presidencia de Kuchma, consideran que su gestión ha estado acompañado de polémicas (Kuchmagate, supuesta venta de sistemas antimisiles a Irak…) y ha provocado un cierto aislamiento internacional. Pero las percepciones confusas, al menos desde Occidente, de la política exterior ucraniana no deben hacernos olvidar la importancia estratégica del país, sobre todo cuando a lo largo del presente año nos han llegado señales de una “opción rusa”: presidencia de la CEI ejercida por Ucrania, proyecto para establecer un espacio económico entre Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán… La dependencia energética de Ucrania respecto de Rusia es otro factor a tener en cuenta en estas orientaciones que, en modo alguno, pueden ser interpretadas como definitivas o incompatibles con la opción europea, pero es evidente que hay funcionarios y empresarios que piensan que estrechar lazos con Moscú facilitará y abaratará los vitales suministros energéticos. ¿No es Chernomirdin, el antiguo presidente de Gazprom, el embajador ruso en Kiev? Hoy todavía parece algo remoto, pero ¿qué sucedería si la infraestructura económica de Ucrania, su agricultura, su industria siderúrgica o su sistema bancario pasasen a integrarse en un espacio económico en el que Rusia tendría un innegable papel dirigente? Se podría alegar que es tan sólo una iniciativa para fomentar el libre comercio, pero si es un proyecto que no se ajusta a estándares europeos, hay motivos para preocuparse: Europa no gana nada con una “finlandización” de Ucrania.
El estatus de neutralidad de Moldavia descarta, por el momento, la incorporación de este país a la OTAN, si bien ha ido incrementando su cooperación con la Alianza en el marco de la APP. En cambio, siempre ha manifestado su deseo de incorporarse a la UE, postura que también comparten los comunistas que están hoy en el gobierno. Por de pronto, la diplomacia moldava ha tratado de mitigar la imagen de país ex soviético y ha procurado estar presente en los foros en que participan los Estados del sureste europeo, los que antes eran calificados de balcánicos y que también se incorporarán en el futuro a la Unión. Rumanía jugará un importante papel en su momento, pero también Polonia. Fue significativa la reciente visita a Moldavia del presidente Kwasniewski. Pero las autoridades moldavas no terminan por solucionar el problema de la presencia de 2.500 militares rusos en la región del Transdniester. En un acuerdo negociado en el marco de la OSCE, se anunció su retirada para finales de 2002, pero finalmente se ha prolongado un año más. Con independencia de la retirada rusa, la futura región autónoma del Transdniester siempre será un elemento de influencia de Moscú en aquel país. La UE podría plantear, aunque no sea de forma inmediata, el despliegue de una fuerza europea de interposición en la zona, si bien las reticencias de Moscú pudieran aconsejar la participación de militares rusos. Así Europa pondría pie en Moldavia y, como en el caso de los Balcanes occidentales, los militares no vendrían solos…
Conclusión: Resulta precipitado imaginar que Bielorrusia, Ucrania y Moldavia son tres Estados “fallidos”, no en el sentido de una desintegración interna sino en la consideración de que no será viable su existencia como Estados soberanos e independientes y que su destino, al menos en los casos bielorruso y ucraniano, es una unión o federación con Rusia. Europa perdería así una oportunidad histórica de extender su espacio de seguridad y estabilidad más allá de las fronteras polacas. Perdería también la oportunidad de influir en Rusia: ante una “gran Europa” de Estados miembros o asociados, ¿volvería Moscú sus ojos a Asia o sería más bien Europa su principal foco de atracción? Quizá la burocracia no tenga como misión dar respuesta a opciones geopolíticas, pero los nuevos miembros de la UE, con frontera o proximidad a Bielorrusia, Ucrania y Moldavia, pueden y deben de ser la avanzadilla europea en la estratégica frontera Este de la Unión.
Antonio R. Rubio Plo
Profesor de Relaciones Internacionales en el Centro Universitario Villanueva (Universidad Complutense de Madrid)