Tema: El Consejo Europeo de diciembre de 2011 ha lanzado un mensaje de apoyo al euro y al avance en la integración fiscal, pero deja grandes incertidumbres económicas y políticas que impiden vislumbrar el fin de la crisis.
Resumen: El resultado de la reunión del Consejo Europeo celebrada en Bruselas el 8-9 de diciembre de 2011 resulta moderadamente positivo. Por un lado, se percibe la voluntad clara de que el euro y la actual eurozona sobrevivan. Parece así demostrado que el proyecto europeo continúa disfrutando de unas fuertes dinámicas políticas de fondo que, pese a las graves dificultades económicas, le impulsan a seguir adelante con nuevas cesiones de soberanía que de hecho van a obligar a los Estados miembros menos europeístas –como el Reino Unido– a repensar su propia pertenencia a la UE. Sin embargo, los líderes europeos han vuelto a limitarse a llegar al mínimo acuerdo posible para mantener viva la moneda única –al menos por un tiempo– dejando que sean los mercados quienes juzguen si para superar la crisis de la deuda soberana es suficiente con reforzar la estabilidad presupuestaria y, además, delegando en el BCE la interlocución con los mismos a través de una implícita autorización para que sea más activista. Desde el punto de vista económico hay enormes dudas de que la receta de austeridad sea suficiente para generar crecimiento y desde el punto de vista político se abren grandes interrogantes sobre la línea acordada de avanzar a través de un tratado intergubernamental que no incluirá a los 27.
Análisis
Introducción: algunas piezas nuevas en la arquitectura de la gobernanza del euro
El Consejo Europeo celebrado el 8-9 de diciembre de 2011 se había presentado en círculos políticos y periodísticos de forma algo dramática: como una especie de asalto decisivo de la UE en su lucha contra la crisis de deuda soberana que se iba a librar, esta vez, al borde del colapso del euro. En la medida que éste no se ha producido –al margen de la fractura producida por la autoexclusión británica del acuerdo– las primeras reacciones a la reunión por parte de los líderes, la prensa e incluso los mercados fueron netamente positivas. Sin duda, la moneda única es más fuerte después de la reunión que antes. Pero también es cierto que, como en anteriores ocasiones durante los últimos 18 meses, el Consejo Europeo no ha servido para “salvar al euro” y mucho menos para resolver la crisis, sino más modestamente para alcanzar un acuerdo de mínimos que permite volver a ganar tiempo. No se han conseguido disipar las enormes dudas que se ciernen sobre la viabilidad de la moneda única pero sí se ha reafirmado la voluntad política de proteger el proceso de integración con nuevas cesiones de soberanía y se han logrado además algunos avances concretos en el diseño de la nueva arquitectura de gobernanza de la zona euro (ZE) que merece la pena destacar.
En primer lugar, todos los países constitucionalizarán la regla de oro presupuestaria, que requiere un equilibrio entre ingresos y gastos públicos a lo largo del ciclo –algo que ya han hecho Alemania y España– estableciéndose el tope máximo de déficit público estructural en el 0,5% sobre el PIB.
Además, los presupuestos y las políticas de reforma estructural pasarán a estar supervisados por la Comisión, que podrá vetar las cuentas públicas anuales si los países están recibiendo financiación del fondo de rescate europeo.
En caso de que un Estado incurra en un procedimiento de déficit excesivo, se revierte el sentido de la votación para la imposición de sanciones propuestas por la Comisión; es decir, las sanciones serán automáticas salvo que haya una mayoría cualificada de estados de la ZE que se opongan.
En lo relativo a la creación de un bazuca financiero que ahuyente a los especuladores se ha producido un modesto aumento de recursos, por lo que el bazuca se ha quedado en un garrote. El fondo temporal de rescate (FEEF) que durará hasta 2013, se combinará con el mecanismo europeo de estabilidad (MEDE) de carácter permanente, cuya entrada en funcionamiento se adelanta a 2012, para llegar a los 500.000 millones de euros de capacidad efectiva de préstamo, a los que hay que añadir otros 200.000 millones de euros que los países de la UE pondrán a disposición del FMI, y que seguramente se verán incrementados por recursos del FMI provenientes de las economías emergentes. Además, para ganar flexibilidad, dicho fondo tomará sus decisiones por mayoría supercualificada del 85% y no por unanimidad; lo que supone que –en caso de que se resuelva la oposición del parlamento finlandés a esta flexibilización– España sería el único de los cuatro “grandes” de la ZE sin poder de veto.
Finalmente, confirmando una rectificación que se empezó a gestar meses atrás, se establece que, en principio, el sector privado no participará en los rescates; es decir, que una reestructuración de la deuda pública como la de Grecia no se repetirá en otros países. Esto debería llevar a los inversores a considerar “más seguros” los bonos emitidos por los países de la zona euro.
Envolviendo todas esas decisiones y, como ya se ha dicho, con un alcance político mucho mayor, el auténtico balance positivo de la cumbre tiene que ver con la expresión de una voluntad política clara –liderada por Alemania, secundada por todos los demás miembros de la ZE y apoyada por nueve de los 10 Estados miembros que no tiene el euro como moneda– de preservar el proyecto de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Para tal fin, los líderes entienden que las amenazas que se ciernen sobre la integración deben afrontarse robusteciendo a la misma y no planteándose ninguna marcha atrás. Se pretende así mandar la señal de que la UE y la UEM son irreversibles y que, si es necesario, se adoptarán cuantas decisiones sean necesarias para salvarlas y mejorar su funcionamiento.
Como primera muestra de esa determinación, y confiando en que fuera suficiente para superar esta encrucijada, la cumbre tenía la intención de solemnizar parte de las decisiones mediante una reforma del Tratado; implicando por tanto una cesión de más soberanía a las instituciones de Bruselas. Ese paso, a dar con carácter inmediato antes de que llegue la primavera de 2012, debería haber conducido a lo que se denomina una unión fiscal a 17 y a una mayor integración de las políticas económicas de todos los Estados miembros. Pero este planteamiento ha provocando el rechazo británico, por lo que los demás han optado por un tratado intergubernamental, donde no se requiere unanimidad, que luego habrá que conectar a la estructura supranacional.
Al margen de las complejidades técnico-políticas que supondrá el diseño, ratificación y puesta en marcha de este tratado superpuesto al Derecho de la UE, y al margen de los problemas que implica la decisión de Londres para el futuro de la integración, la línea adoptada encierra dos consecuencias de lectura positiva. Por un lado, existe una voluntad política de preservar la actual ZE en su integridad y aumentarla en cuanto sea posible a nuevos miembros, lo que incluso puede extenderse a Estados hasta ahora reacios a adoptar el euro y que tienen derecho a no hacerlo, como Dinamarca. Y, por el otro, se asume casi por vez primera en la historia de la integración que una mayoría clara de Estados que quieren avanzar no verán frustrados sus planes por una minoría obstruccionista. Es decir, que las diferentes velocidades se plasmarán más como consecuencia de la existencia de voluntad que de la falta de capacidad y, salvo que países como Grecia decidan libremente abandonar el euro, no habrá fracturas impuestas.
Ahora bien, que pueda darse una lectura positiva de la cumbre en atención a todos estos elementos, no significa en absoluto que pueda hacerse un balance triunfalista. Como se analiza a continuación, deben considerarse las muy importantes incertidumbres económicas y políticas que no sólo persisten sino que, en cierta medida, podrían haberse agravado como consecuencia de la clara apuesta por una línea de actuación concreta que se ha acordado en la propia reunión.
Los riesgos de la estrategia de austeridad
Durante los dos últimos años se ha acusado al gobierno conservador de la canciller federal alemana Angela Merkel de titubear ante la crisis, improvisar, anteponer sus intereses electorales a los de la supervivencia del euro, carecer de liderazgo y mostrarse insolidario. Sin embargo, en los últimos meses se ha comenzado a vislumbrar que en realidad Alemania sí que tiene un plan claro para la ZE y para el conjunto de la UE. Se trata de la “germanización” de las economías de la periferia –entendida en un sentido amplio, pues incluye a Francia– para construir una Europa a su imagen y semejanza, una Europa donde la austeridad fiscal y la competitividad-precio de las exportaciones –lograda a base del control de los salarios y de la inflación– se combinan con la regulación financiera, lo que contrasta claramente con el modelo anglosajón –también imperante en el sur europeo– basado en el consumo, el crédito y las crecientes desigualdades de renta. De hecho, salvo algunos titubeos,Alemania ha tenido una postura firme, mediante la que ha logrado extraer muchas concesiones dando a cambio el mínimo de solidaridad financiera necesaria para evitar el colapso del euro.
El único aspecto en el que ha dado un doble giro copernicano a su postura es en el de la reestructuración de la deuda griega. En un principio se alineó con el BCE en su oposición a la quita, tanto para evitar pérdidas en su sector bancario como por mantener el principio de que las deudas en la ZE siempre se pagan, lo que evitaba el contagio hacia otros países de la periferia. Sin embargo, a finales de 2010 cambió de postura y abogó por la participación del sector privado en el rescate a Grecia, posiblemente para contentar a su opinión pública, que reclamaba que el sector financiero pagara parte de los costes de la crisis tras años de haber obtenido importantes beneficios. Esta nueva posición pro-default desencadenó un pánico en los mercados financieros que forzó el rescate a Irlanda, y cuando se concretó en las quitas pactadas con Grecia (en junio y octubre de 2011), el contagio volvió a extenderse hacia otros países llegando a alcanzar a España, Italia, Bélgica y Francia. Consciente de ese peligro, Alemania ha optado ahora por volver a su posición inicial, defendiendo que las reestructuraciones de deuda se harán de acuerdo con los principios del FMI y que el caso de Grecia es único e irrepetible. Queda por ver si efectivamente la deuda de Portugal, Irlanda y, sobre todo, de Italia será sostenible, algo que depende esencialmente de las perspectivas de crecimiento a las que nos referiremos más abajo.
Más allá de estos cambios de posición en el tema de las quitas sobre la deuda, el acuerdo de la reciente cumbre ha puesto definitivamente la estrategia alemana sobre la mesa, al establecer una hoja de ruta para la constitucionalización de la austeridad sobre el resto de los países de la UE (ya no sólo de la ZE), a la que sólo se ha negado el Reino Unido. Obligada a liderar por su gran peso económico, la fortaleza de su economía y también por la debilidad francesa –que tradicionalmente actuaba como un importante contrapeso–, y con el BCE de su parte, Alemania pretende canjear la estabilización de los mercados de deuda de la periferia de la ZE por una unión fiscal incompleta basada en la estabilidad pero sin transferencias fiscales, ni directas ni en forma de eurobonos. De lograrlo, esto supondría que Alemania conseguiría prácticamente todo lo que quiere cediendo solo lo imprescindible. Un buen ejemplo es la propuesta de armonización fiscal, que supone que todos los países acerquen sus tipos impositivos a los de Alemania, que son de los más elevados de la ZE, sin que a cambio haya transferencia fiscal alguna entre países; lo que supone una mejora automática de la competitividad de los productos alemanes en relación a los de los demás.
Pareciera que Alemania no sólo está cansada de financiar los delirios de grandeza de una Francia en decadencia –tradicionalmente vinculados a que una Europa francesa actúe como contrapunto político a la hegemonía de EEUU– sino que su objetivo pasa precisamente por doblegar a Francia, que nunca ha estado dispuesta a dejar que ninguna autoridad externa –ni siquiera la Comisión– imponga límites a su gasto público. En esta estrategia, imponer la austeridad en pequeños Estados miembros y en otros de mayor tamaño como Italia o España sería sólo un paso previo para llegar hasta Francia. Esto significaría que, aunque se habla mucho del eje franco-alemán, en términos económicos, Alemania está intentando “someter” a Francia tanto o más que a los demás países de la periferia.
Pero la estrategia alemana tiene tres problemas. Primero, se basa en una idea mítica de lo que es el modelo alemán que no se corresponde al cien por cien con la realidad. Si bien es cierto que Alemania tiene la economía más potente de Europa, incumplió el Pacto de Estabilidad y Crecimiento en 2003 al superar el límite del déficit del 3%. Asimismo, su actual nivel de deuda pública supera el 80% mientras que el español no llega al 70%. Por último, los bancos alemanes se embarcaron en la titulización de activos financieros durante los años previos a la crisis como los que más, lo que demuestra que el sector financiero germano se comporta igual que el anglosajón. Ello hace que el resto de países de la ZE acusen, con razón, a Alemania, de un doble rasero.
Segundo, y vinculado a lo anterior, la narrativa en que se basa el diagnóstico alemán sobre la crisis –ahorradores productivos en el norte y despilfarradores consumistas improductivos en el sur– plantea que todos los problemas de la ZE se resolverán con la austeridad del sur, cuando en realidad la crisis responde más bien a un problema de balanza de pagos, donde el exceso de ahorro en el norte y las políticas monetarias laxas del BCE –que beneficiaban a Alemania– generaron un superávit por cuenta corriente que financió el exceso de deuda y promovió las burbujas inmobiliarias en los países de la periferia. De hecho, el único indicador fiable sobre qué países iban a tener problemas antes de la crisis ha resultado ser el del déficit por cuenta corriente que implica una acumulación de deuda privada, y en el caso de Grecia también pública. España e Irlanda, dos de los países con mayores problemas hoy tenían superávit en sus cuentas públicas y bajos niveles de deuda en 2007, por lo que claramente ya estaban practicando la austeridad “germánica” y eso no evitó sus actuales dificultades al no tener la voluntad –pero tal vez tampoco la capacidad– de pinchar sus respectivas burbujas.
Lo que no parece querer comprender Alemania es que para resolver un problema de balanza de pagos de forma efectiva es conveniente hacer cambios tanto en los países superavitarios como en los deficitarios. Esto quiere decir que Alemania, Austria y los Países Bajos deberían ahorrar menos y consumir más productos del sur y los países del sur deberían consumir menos y ahorrar y exportar más. Esto supone bajar impuestos o expandir el gasto público en el norte –lo que, por cierto, podría elevar el nivel de vida de sus ciudadanos– al tiempo que se hacen reformas estructurales y se recortan gastos y salarios en los países del sur. Si toda la carga del ajuste se impone sobre los países deficitarios y además no hay una estrategia paneuropea que promueva el crecimiento, se corre el riesgo de que los ciudadanos del sur no sean capaces de soportar los recortes de gasto y el ajuste salarial porque consideren que se ha roto el contrato social sobre el que se basa el Estado del Bienestar. En definitiva, abogar por un ajuste tan asimétrico no solo no es legítimo sino que puede ser inefectivo.
Y esto nos lleva al tercer problema de la estrategia alemana: que confía en que el crecimiento volverá automáticamente a la ZE si las economías del sur se germanizan; es decir, que habrá un súbito cambio en las expectativas que restablecerá el flujo de crédito y llevará a las empresas a contratar e invertir y a las familias a consumir. Sin embargo, existe una amplia evidencia empírica que demuestra que las contracciones fiscales no son casi nunca expansivas, y mucho menos en situaciones de estancamiento económico generalizado –como el que sufren hoy el conjunto de países avanzados– y de creciente competencia de productos manufacturados de las economías emergentes con salarios más bajos. Además, lo que realmente necesitan las economías europeas de la periferia para crecer son reformas estructurales (laboral, educación, política de I+D, pensiones, competencia en el sector servicios, etc.). Si todo se reduce al “ajuste fiscal” se habrá agudizado la contracción económica sin sentar las bases de un crecimiento más sólido. Por lo tanto, con su estrategia, Alemania está condenando a la ZE a una recesión en 2012, que podría ser el caldo de cultivo de protestas sociales que se vuelvan explosivas en los próximos años y que lleven a los gobiernos a plantearse realmente una salida del euro.
Como es muy poco probable que Alemania cambie su posición y opte por una expansión fiscal como la que está haciendo EEUU, sólo el BCE puede actuar con estímulos monetarios. Debería reducir aún más los tipos de interés y comprar más deuda pública, lo que estabilizaría los mercados de deuda, generaría inflación y depreciaría todavía más el euro, ayudando así al sector exportador europeo y transfiriendo renta de acreedores a deudores. Pero nada asegura que desde Frankfurt se vaya a actuar así ya que el BCE, al igual que Alemania, considera que los países de la periferia tan sólo harán las reformas estructurales y los ajustes fiscales si la presión de los mercados continúa siendo fuerte. Temen por tanto, que su intervención brinde un balón de oxígeno a los gobiernos, que sin primas de riesgos tan altas –e insostenibles– opten por demorar unas reformas que son muy impopulares.
Esto supone que con su diagnóstico de la crisis y su estrategia, Alemania –y en menor medida el BCE– están jugando a la ruleta rusa con Europa –y también consigo misma– porque en un error de cálculo podría llegar a destruir el euro, del que tanto se ha beneficiado.
Los peligros de la apuesta por un tratado intergubernamental
Si la estrategia de fondo –apostando por la austeridad– es nítidamente alemana, igualmente alemán es el instrumento institucional para conseguir ese objetivo económico y, de paso, alterar en beneficio propio los equilibrios de poder dentro de la UE. Por mucho que se haya envuelto formalmente dentro de una iniciativa franco-alemana presentada pocas horas antes de la cumbre, la idea de un nuevo tratado que refuerce la disciplina fiscal a través de controles supranacionales tiene su origen en Berlín o, si se quiere, en Berlín y Karlsruhe, donde tiene su sede el Tribunal Constitucional Federal alemán. El presidente francés Nicolas Sarkozy, que atraviesa un complicado momento político ante las próximas elecciones y una frágil situación financiera –con riesgo de que la deuda francesa pierda la máxima calificación crediticia–, sólo ha podido sumarse a la posición alemana arrancando mínimas concesiones. Eso sí, la adhesión de Francia a las condiciones generales dictadas desde Alemania ha tenido un importante efecto de arrastre para la mayoría de Estados miembros restantes –que no tenían ningún entusiasmo por un nuevo tratado sólo dos años después de culminada la larguísima gestación de Lisboa– y para las instituciones que eran también bastante escépticas.
De hecho, los presidentes del Consejo Europeo y de la Comisión habían intentado hasta poco antes de la cumbre evitar que se iniciara una reforma ambiciosa del derecho originario y pretendían limitar la decisión de los líderes a modificaciones de carácter más técnico y a un uso imaginativo de la legislación secundaria. Pretendían con ello evitar una complicada ronda de negociaciones entre Estados –que podría exigir una Convención difícil de manejar políticamente–, un muy incierto proceso de ratificaciones –que podría acabar frustrando años de esfuerzo como había ocurrido en 2005 con la Constitución Europea–, y además intentaban amparar a los Estados miembros más reticentes a dar este paso de nueva cesión de soberanía que, por añadidura, amenazaban con aprovechar la apertura de la caja de pandora de una conferencia intergubernamental para plantear la renacionalización de ciertas competencias.
Francia tampoco quería una reforma del Tratado o, dicho con más precisión, no deseaba una reforma que realmente le supusiera una vigilancia supranacional de sus cuentas públicas y sus reformas económicas. Es decir, prefería que fuesen los propios estados quienes vigilasen el cumplimiento o no de los compromisos –y París tiene experiencia acreditada para convencer a sus colegas en el Consejo de que no le impongan sanciones por déficit o deuda excesiva–, al tiempo que trataba de reducir la implicación de la Comisión, o del Tribunal de Justicia, en la imposición de sanciones automáticas.
Pero Alemania, como se ha dicho en la sección anterior, tenía claro que había que disciplinar de verdad a Francia y a las demás economías no consideradas virtuosas en la estabilidad fiscal. En los últimos meses había ido madurando la idea de hacerlo por la vía de una reforma del Tratado y cuando fue constatando que España –con su reforma constitucional de verano–, Italia –al reemplazar a Berlusconi por Monti– e incluso Grecia –con un nuevo gobierno de perfil técnico que incluía al PASOK y Nueva Democracia– se tomaban en serio la necesidad de ajustes, decidió que era el momento de dar un paso más radical para cerrar el círculo. Máxime cuando era constatable que las anteriores medidas tomadas por la UE entre junio y octubre habían resultado poco efectivas para atajar la crisis de deuda. Para intentar impresionar esta vez sí a los mercados, y aplicando esa concepción tan germánica de hacer política a través del derecho constitucional, Alemania decidió que la modificación del Tratado tendría además como complemento inseparable –al que tal vez Merkel concedía más importancia– una reforma paralela de todas las constituciones nacionales para introducir la regla de oro presupuestaria a modo y semejanza de los artículos 109 y 115 de la Ley Fundamental de Bonn.
Por supuesto, Berlín no iba a aceptar lo que entendía que eran componendas leguleyas propuestas por Herman Van Rompuy para tocar lo menos posible el derecho originario. La euroescéptica jurisprudencia de su Tribunal Constitucional –que exige que cada cesión de soberanía se haga con luz y taquígrafos– le habrían impedido recorrer cualquier otra vía que no fuese la de revisar expresamente el Tratado. Y tampoco la opinión pública alemana consentiría en actuar con solidaridad hacia el resto de la ZE, por modesta que fuera esa actuación, si no estaba garantizada la estabilidad fiscal. Es verdad que a Alemania también le preocupaba la dificultad de una ratificación por unanimidad y, desde luego, sabía que el Reino Unido y otros Estados miembros que no forman parte de la ZE podían condicionar –e incluso vetar– un paso que deseaba que fuera nítido en la línea de la unión fiscal. Sin embargo, al sopesar las ventajas de reemplazar la reforma de los Tratados por un tratado intergubernamental –donde no hay derecho de veto para los socios incómodos ni para negociar ni para ratificar– y cuando constató en su inmediata vecindad que Donald Tusk estaba dispuesto a apoyar cuanto hiciera Alemania para evitar el colapso de un euro al que Polonia seguía deseando unirse cuanto antes, ya no le quedaron dudas.
La torpe jugada del primer ministro David Cameron precipitando la oposición británica, pese a que la reforma anunciada sólo estaba vinculada indirectamente a una regulación financiera más estricta que pudiera asustar a la City, fue en cierto modo un regalo que allanaba el camino y, además, propiciaba el cierre de filas de los demás socios en torno a Merkel. El hecho de que al final se sumasen 26 Estados al pacto –aunque Suecia, la República Checa y Hungría hayan condicionado su apoyo a una consulta parlamentaria– fue un espaldarazo rotundo. Y, sobre todo, la constatación de la influencia política e intelectual alemana, por mucho que la amplitud del grupo de estados que se embarquen en la conferencia intergubernamental pueda obligar a alguna flexibilización concreta del diseño preferido por Berlín. En todo caso, serán cesiones muy concretas –como, por ejemplo, el papel que se le quiere otorgar al Tribunal de Justicia de la UE o la interpretación de lo que significa la independencia del BCE y hasta qué punto es tolerable que no sólo se preocupe por la inflación, dos puntos sobre los que Alemania ha titubeado un poco– pero en lo fundamental, la canciller se llevará el gato al agua casi en su totalidad.
Ahora bien, la solución adoptada en la cumbre de aprobar un nuevo tratado de carácter intergubernamental –que, como Schengen, habrá que unir luego a la arquitectura supranacional– presenta una serie de peligros que no se deben ignorar pues amenazan con frustrar la esperanza que ahora se deposita en la reforma.
En primer lugar, porque los avances en la vigilancia supranacional de la política económica europea están en el fondo muy matizados. Así, por ejemplo, la determinación de la política fiscal y las alertas tempranas o prevención en caso de desviación del objetivo de déficit estará imbricada en procedimientos nacionales y, salvo caso de incumplimiento –donde interviene la Comisión y el Tribunal de Justicia– las instituciones europeas sólo actuarán proponiendo principios. Las reformas estructurales de los Estados de la ZE sólo serán discutidas y coordinadas en torno a referencias de buenas prácticas (benchmarking) pero sin un papel claro para Bruselas. Asimismo, por lo que se refiere a la toma de decisiones se apuesta por el Eurogrupo –ya sea en su composición ministerial o en el nivel de jefes de estado o de gobierno, que se reunirán con regularidad incluso mensual– y no por la introducción de una figura de ministro europeo de economía y finanzas que pudiera estar conectado a la vez a la Comisión y al Consejo. Todo esta pauta de respeto a la autonomía nacional y a la intergubernamentalidad tiene, en principio, la ventaja de reducir resistencias soberanas y aumentar la legitimidad de la reforma en base a la idea de subsidiariedad, pero también puede suponer un sacrificio de eficacia si los Estados se vigilan mutuamente con la laxitud que, por ejemplo, ha caracterizado hasta 2010 el método abierto de coordinación para la aplicación de la Agenda de de Lisboa de crecimiento y empleo. De hecho, y dado que las sanciones sólo se refuerzan para el control del déficit excesivo pero no en lo relativo al cumplimiento de otras medidas –como por ejemplo la aplicación de la Estrategia Europa 2020 que ni siquiera se menciona en la Declaración de los líderes de la ZE posterior a la cumbre–, se vuelve a constatar la obsesión por la austeridad como única receta de crecimiento renunciando a la puesta en marcha de una auténtica política económica común. También resulta frustrante en la perspectiva de una supuesta voluntad de impulsar una integración económica que complete la UEM la disociación entre la gestión de la crisis de deuda soberana y la discusión presupuestaria en marcha.
Segundo, pese a la flexibilidad que introduce la vía del tratado a 17 abierto a los demás nada garantiza que la reforma que ahora se impulsa llegue a buen puerto con la única exclusión ya conocida del Reino Unido. Al margen de los problemas generales de legitimidad democrática que supone optar por un método diplomático clásico de conferencia intergubernamental –renunciando a la transparencia de la convención y sugiriendo que se evitarán los referendos en la medida de lo posible–, es posible que eso no impida que haya algún caso de Estado pequeño donde el texto final tenga que ser sometido a ratificación popular y tal vez rechazado (Dinamarca, la República Checa o incluso Irlanda y los Países Bajos dentro de la ZE). Es verdad que en la mayor parte de los casos podrá evitarse la consulta popular, pero las desavenencias entre partidos también pueden frustrar las reformas si no se consiguen las difíciles mayorías parlamentarias requeridas; algo que está experimentando la muy germánica Austria con enormes problemas para introducir en su Constitución la regla del oro presupuestaria dado el rechazo de varios partidos pequeños euroescépticos. Y ni siquiera es válido del todo el consuelo de pensar que, al tratarse de un tratado intergubernamental, las consecuencias de que algunos estados no lo ratifiquen supondrá que quedan descolgados sólo ellos sin que se pare la reforma. Es más, sin la presión de la necesidad de unanimidad, podría aumentar las tentaciones de algún jefe de Estado o tribunal constitucional para frustrar la ratificación de su país y si hay varios casos de países descolgados se creará un frankenstein institucional, no a dos sino a muy diversas velocidades. Además, si es un Estado de la ZE el que no ratifica podría volver con más fuerza la crisis de confianza en el euro que es justo lo que se quiere evitar. Si ese país fuera Francia –tal y como ha medio sugerido el candidato presidencial socialista François Hollande– entonces se volvería a la casilla de salida o incluso algo antes, con enorme riesgo de fin de la partida.
Y el tercer problema lo plantea la ya conocida renuncia británica a acompañar a los demás Estados en la reforma. No sólo por el riesgo de que este paso pueda llevar a una deriva en el Reino Unido que desemboque en su salida de la UE (con un enorme impacto negativo sobre el mercado interior, el potencial diplomático y militar de la PESC y el poder blando de toda la Unión en términos educativos, culturales, científicos y de medios de comunicación), sino por un peligro mucho más concreto y conectado a la propia reforma, consistente en la difícil posición en que quedarían la Comisión, el Parlamento Europeo y el Tribunal de Justicia para atender a la vez a 27 y a 26; sobre todo si el gobierno británico decide usar estas instituciones para intentar boicotear activamente el paso que se acaba de decidir dar.
Por último, y aunque en este caso no se trate de un peligro para la UE en su conjunto sino, al contrario, para el poder de Alemania en relación con Bruselas, no debe olvidarse que la imposición de un sistema de sanciones semiautomáticas también afectará a Alemania que, como se ha dicho ya, no ha sido un ejemplar cumplidor de los criterios de estabilidad en déficit o deuda en el pasado.
Conclusiones
Europa avanza pero condicionada por una austeridad autoritaria
Los acuerdos adoptados por el Consejo Europeo de diciembre de 2011 para defender al euro y reforzar la coordinación económica en la UE –básicamente a través de la estabilidad fiscal– deben saludarse como un paso en la dirección de preservar la moneda única, mejorar la gobernanza económica de la ZE y avanzar en la integración europea. Se trata de nuevas piezas que vienen a sumarse a las ya decididas desde que surgió la crisis de deuda soberana: los mecanismos de rescate, el Pacto por el Euro, el primer paquete de reforma de la gobernanza económica ya aprobado (six pack), la regulación financiera, etc.
Sin embargo, bien mirado, lo que se ha decidido ahora no va mucho más allá de tomarse en serio lo que ya está decidido desde junio de 1997: el pacto de estabilidad y crecimiento. E, igualmente bien mirado, lo acordado tiene los mismos problemas que aquel pacto de hace 15 años: que fiaba todo a la estabilidad dejando en realidad hueca la alusión al “crecimiento”. Entre 1997 y 2008, gracias a los años de bonanza, no fue demasiado grave que no existiera una política europea de crecimiento. Sin embargo en el contexto actual de estancamiento y posible recesión, y aunque se dé la bienvenida a una voluntad mucho más clara de no fallar en lo relativo a la estabilidad, es mucho más necesario que la UE impulse también el crecimiento de manera directa y que no siga considerándose la inflación como preocupación prioritaria. De lo contrario, la aplicación de esta receta casi exclusiva de austeridad, que casi con seguridad generará una recesión europea en 2012, podría elevar el desempleo y la conflictividad social y agudizar los problemas del sector financiero, llevando incluso a los ciudadanos de algunos países del sur (empezando por Grecia) a plantearse si merece la pena estar en el euro. Además, si los mercados interpretan el acuerdo del Consejo Europeo como insuficiente porque Alemania se ha negado a poner suficientes fondos sobre la mesa para ayudar a los países que puedan necesitarlos, podrían reanudarse las ventas de deuda pública, forzando una eventual reestructuración de la deuda italiana que podría romper el euro.
Desde un punto de vista político-institucional tampoco hay demasiados motivos para la euforia. Por un lado, por la constatación de que no resultará nada fácil el llevar a cabo lo acordado y, por el otro, por lo preocupante que resulta en sí mismo el diseño la reforma. No sólo no sale demasiado bien parada la lógica supranacional –pues, salvo el protagonismo intacto del BCE, habrá evidentes limitaciones para la Comisión y desde luego para el Parlamento Europeo en la futura gobernanza económica– sino que incluso ha resultado dañada una lógica alternativa más intergubernamental que incluyese a todos los estados miembros. La falta de consenso entre los socios no ha dejado como única víctima al Reino Unido sino en cierto modo también al papel componedor de los presidentes del Consejo Europeo, Van Rompuy, y del Eurogrupo, Juncker, que han sido desautorizados por el eje París-Berlín en varias ocasiones durante las últimas semanas. Por supuesto, los Estados pequeños o en situación financiera frágil –de Eslovaquia a Italia y de Finlandia a España, por no hablar de los tres rescatados– parecían no estar autorizados a moldear el acuerdo siquiera mínimamente.
Por último, es importante señalar que aunque se haya aludido a un supuesto directorio franco-alemán, ni siquiera ha sido esa pareja la que ha diseñado la reforma. Lo acordado en la cumbre –tanto en el fondo como en la forma– tiene un aroma inconfundiblemente alemán al que Francia prácticamente se ha adherido para escenificar una posición política y económico-financiera robusta que en realidad no tiene. Eso sí, se ha aprovechado algo de la necesidad que tenía Alemania de legitimar su imposición manteniendo la apariencia de que no se ha roto la entente que fundó la integración europea en 1950, y ha arrancado algunos compromisos: en el corto plazo, el abandono de la idea de que el sector privado debe participar en la resolución de las crisis de deuda así como un ligerísimo fortalecimiento y flexibilización del MEDE. En el medio y largo plazo, garantizar que los estados predominan sobre la Comisión en la toma de decisiones o conseguir que Merkel le permita hablar de gouvernement économique y copatrocine con Sarkozy un mayor intervencionismo público sobre los mercados que se plasmará en iniciativas como, por ejemplo, el intento de armonizar los impuesto de sociedades o de gravar las transacciones financieras internacionales. Una pequeña concesión a aquellos planes nebulosos de 2008 para que la democracia refundase el capitalismo y que casi han desaparecido, desplazados por la emergencia de una línea mucho más nítida de gobierno económico para la UE a partir de 2010: la de la austeridad autoritaria.
Federico Steinberg
Investigador principal de Economía Internacional en el Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid
Ignacio Molina
Investigador principal de Europa en el Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid