Tema: Tras el resultado negativo del referéndum celebrado en Irlanda el pasado 12 de junio, y dado el requisito de la unanimidad en las ratificaciones nacionales, se complica la entrada en vigor del Tratado de Lisboa y se abre un nuevo período de incertidumbre en el proceso de integración europea.
Resumen: Después de la experiencia de la fallida Constitución Europea, los gobiernos de los 27 miembros de la UE intentaron evitar la celebración de referendos durante la ratificación del Tratado de Lisboa. Tan solo Irlanda, por imperativo constitucional, ha sometido el texto a las urnas obteniendo un rechazo que vuelve a complicar el avance de la integración y a cuestionar la conveniencia del voto ciudadano directo como fórmula de aprobación de un texto tan complejo. Pero más discutible aún que el referéndum, teniendo además en cuenta posibles contagios políticos o decisiones jurisdiccionales adversas en otros Estados, resulta la exigencia de unanimidad de todos los Estados miembros para la ratificación de cualquier reforma de los tratados en una Unión tan amplia y heterogénea. Cuatro son las razones que sustentan esta crítica a la unanimidad: (1) se viola la igualdad entre las partes; (2) se reducen enormemente las posibilidades de conseguir avance alguno; (3) se pervierte el principio democrático; y (4) se traslada al resto de los miembros los costes de la decisión en uno solo.
Análisis
El peligro de la mina irlandesa
Hace cuatro años, desde esta misma plataforma, se advertía que la ratificación de la Constitución de la UE era un campo de minas que podían explotar al menor contacto. Dos de ellas, los referendos en Francia y Holanda, lo hicieron y, a consecuencia de ello, fracasó el proyecto de Constitución. El denominado por algunos “rescate sustancia” procedió sobre la premisa de que era posible cuadrar los contenidos sustantivos de la reforma y, de esta manera, se podría evitar la consulta popular para el tratado que sucedía a la Constitución. De esta forma, el principio inspirador en la posterior negociación del Tratado de Lisboa fue evitar referendos. Apelando a esta orientación, la elaboración del Tratado de Lisboa consistió fundamentalmente en una tarea de desguace de la fachada constitucional del anterior tratado: desde la nomenclatura del tratado en sí mismo y los actos normativos derivados, los símbolos, la vergonzante postergación de la Carta de Derechos Fundamentales a una Declaración, hasta la eliminación de la referencia explícita del cuerpo del tratado al principio de primacía del derecho comunitario, etc.
Después de este ejercicio, el referéndum irlandés se percibía como la única mina que permanecía sobre el terreno. Como es sabido, la Constitución irlandesa requiere que cada reforma de los tratados sea construida como una reforma de la propia constitución, lo que requiere un referéndum. Y esa “mina” ha sido susceptible de ser activada por una miríada de temas indirectamente relacionados con el tratado, tales como las negociaciones en el seno de la OMC, en particular, las importaciones de carne brasileña y su efecto sobre los ganaderos irlandeses, la eventual armonización del tipo del impuesto de sociedades en Europa y su impacto sobre la inferior fiscalidad irlandesa, la derogación de las limitaciones constitucionales al aborto supuestamente permitidas por el Tratado de Lisboa, el supuesto compromiso irlandés con un ejército europeo, junto a otras cuestiones sí relacionadas con el tratado como la pérdida de una plaza permanente para un nacional irlandés en la futura Comisión.
Varias voces han clamado contra los referendos y los varios resultados negativos (en Dinamarca en 1992, en Irlanda en 2001 y en Francia y los Países Bajos en 2005) han llevado a pensar que, en realidad, el problema era someter a una consulta popular cuestiones tan complejas y no-desagregables como las integradas en el propio tratado. Se argumenta, con razón, que sea cuál sea la pregunta, el elector puede utilizar su respuesta para responder otras preguntas hipotéticas, como la popularidad y actuación del gobierno, la globalización, etc. Algunos políticos y académicos han argumentado que, siendo los Estados europeos democracias representativas, plantear las formas de democracia directa como un procedimiento superior era erróneo o, incluso inaceptable. Mientras que estas cuestiones son debatibles en clave teórica, la preocupación por el procedimiento de ratificación nacionalmente elegido esconde una reflexión más necesaria en el contexto de las reformas de los tratados: ¿por qué decisiones inspiradas por problemas de estricto alcance nacional (o, incluso sectorial) o sin ninguna relación con el tratado puede convertirse en una crisis europea? La varita mágica que opera esta transformación es la regla de la unanimidad para la reforma de los tratados. Hay razones para cuestionar la unanimidad pero antes de presentarlas, debe ubicarse correctamente el referéndum irlandés en el contexto del proceso de ratificación para percibir que, aunque era un obstáculo importante, no era el único.
Las otras minas políticas y jurisdiccionales
Para empezar, la intervención de los parlamentos nacionales no ha estado exenta de dificultades en algunos países donde una mayoría superior al 50% se requiere para ratificar el tratado. Así, en Eslovaquia, una disputa entre el gobierno y la oposición en torno a una polémica ley sobre los medidos de comunicación mantuvo en vilo la ratificación durante tres meses. En Polonia, donde también era necesario el concurso de la oposición, Justicia y Paz, el partido de los hermanos Kazynski, forzó una serie de concesiones antes de otorgar su apoyo parlamentario al tratado que ellos mismos habían negociado como gobierno. En la República Checa, el tibio europeismo del gobierno ha vinculado la ratificación a la paralela ratificación del tratado con EEUU que permitiría instalar sobre suelo checo un radar antimisiles[1]. Y en un país tradicionalmente pro-europeo, Italia, uno de los partidos de la coalición de gobierno, la Liga Norte, ha pedido la celebración de un referéndum de ratificación. Para continuar, varios órganos consultivos y/o jurisdiccionales, invitados a la fiesta ratificadora, representan un importante papel político. Así, el Consejo de Estado en Holanda o el grupo de expertos legales del Ministerio de Justicia danés han sido claves para determinar si el texto debería ser sometido a referéndum o no. Los órganos jurisdiccionales pueden transformar la ratificación en una reforma constitucional o no. El caso de España en 2005 ilustra este punto: el Tribunal Constitucional resolvió con evidente responsabilidad política y sentido de Estado el envite lanzado por el Consejo de Estado cuando sugirió que interpretase la compatibilidad entre el principio de supremacía del derecho comunitario y la posición de supremacía de la constitución española en el ordenamiento. Una brillante alquimia conceptual capaz de separar la primacía de la supremacía permitió sortear el engorroso proceso de una reforma constitucional. Por el contrario, en el caso irlandés, el Tribunal Supremo ha construido desde 1987 una interpretación que obliga a tratar cada reforma de la UE como una reforma a la Constitución irlandesa. En este contexto, no debe olvidarse que tanto en Alemania como en la República Checa, los respectivos tribunales nacionales han sido invitados a dictaminar sobre la constitucionalidad del tratado. Finalmente, no se puede descartar la intervención “creativa” de jefes de Estado atentos a preservar la esencia de la democracia y la soberanía nacional, como ha ocurrido en el pasado con Mitterrand, Chirac o puede ocurrir en el presente en latitudes centroeuropeas (la República Checa, Polonia o Alemania).
¿Por qué es inadecuada la unanimidad?
Señaladas algunas minas cuya carga explosiva tiene un componente nacional pero cuya onda expansiva es de alcance europeo, es necesario presentar las razones que militan contra la unanimidad, sustanciadas sobre el caso irlandés. La primera es la violación en la práctica del principio sobre el que se basa la unanimidad: la igualdad entre los Estados miembros. Porque en todos los casos en los que se han producido votos negativos, los ciudadanos díscolos han sido invitados a votar de nuevo para permitirles rectificar su error. ¿En todos? No exactamente, Francia (y los Países Bajos) no tuvieron que repetir su voto, quizá porque eran dos o quizá por otras razones. En el caso de Irlanda, son varias las voces que ya han sugerido una segunda oportunidad y si esta no se produce se deberá a la dificultad de invitar a los irlandeses a un plato rechazado por franceses y holandeses y el efecto que esto tendría sobre los resultados.
Una segunda razón es puramente pragmática: con más ratificaciones requeridas para la entrada en vigor de cualquier reforma de la UE, un mayor número de actores nacionales participando y una creciente pluralidad interna en muchos Estados, las posibilidades de que tal cantidad de jugadores con capacidad de veto se pongan de acuerdo, se reducen de manera exponencial. Y esto se aplica a cualquier reforma, aunque es obvio que cuanto mayor sea la importancia de la reforma, menor será a priori la posibilidad de acuerdo. Por ello, las soluciones que pretenden encontrar un ajuste de temas sustantivos aceptables por todos son ligeramente quiméricas, como el propio caso del Tratado de Lisboa ha demostrado. Siempre habrá sectores en cualquier país que objeten a cuestiones consideradas secundarias en otro y, si el procedimiento de ratificación proporciona la mínima oportunidad, podrán torpedear el proceso.
En tercer lugar está el argumento democrático. Erróneamente, se presenta como antidemocrático que un pequeño número de votantes decidan la suerte de 500 millones de personas. En el caso irlandés, 110.000 votos de diferencia entre el “no” y el “sí” han determinado el resultado. En realidad, las objeciones requieren una elaboración más sutil: lo que se supone es que la unanimidad protege demoi separados; sin embargo, al imponer la decisión de uno de esos demoi a todos los demás, se está creando tácticamente un único demos (es decir, los ciudadanos que están sometidos a la misma ley y que, por lo tanto, deben participar en la decisión). Así, no es una cuestión del tamaño de la minoría respecto a la mayoría sino que la regla de unanimidad sólo es válida si no hay minoría.
Finalmente, el cuarto argumento contra la unanimidad tiene que ver con la capacidad de externalizar (es decir, trasladar a otros que no han participado en la decisión) los costes de la misma. El “no” danés a Maastricht es el ejemplo más claro de ello, ya que provocó una tormenta monetaria resuelta en forma de devaluaciones de varias divisas europeas (entre ellas la peseta, la libra, la lira y el franco) pero no de la corona danesa. Esta por ver cuáles son los efectos del “no” a Lisboa para países terceros; la cuestión sin embargo, no es si estos se producirán o no, sino que cualquier Estado puede trasladar gratuitamente los efectos de su decisión “soberana” a terceros. Obviamente, el primer efecto del “no” irlandés es anular el calendario de entrada en vigor del Tratado y, por lo tanto, de las reformas institucionales vinculadas (como la Presidencia permanente, etc).
¿Y ahora?
Al lector le puede interesar más cuáles son los escenarios futuros inmediatos. Pues bien, sin delinearlos en detalle, la sorprendente constatación es que, a pesar del requisito de unanimidad, estos no dependen materialmente de Irlanda, sino de la interpretación que otros Estados hagan del resultado. Si continúan la ratificación y 26 Estados consiguen aprobar el tratado, Irlanda estará en una situación insostenible y tendrá que buscar una solución (en este momento, 18 Estados han completado el proceso). Las tomas de posición de Francia y Alemania y otros Estados que no han ratificado todavía, como España y Suecia, son muy importantes para condicionar el rumbo en las próximas semanas. Los Estados clave, en este escenario, son aquellos con gobiernos y/o amplios sectores euroescépticos en sus electorados, como el Reino Unido y la República Checa. El primero ha avanzado en el trámite parlamentario y se espera que antes del 20 de junio la Cámara de los Lores concluya su tercera y definitiva lectura del tratado y el gobierno ha hecho saber que completará la ratificación independientemente del “no” irlandés. A priori, el caso planteado ante los tribunales sobre la exigibilidad de la promesa electoral de celebrar un referéndum sobre la Constitución/Tratado de Lisboa no parece que pueda prosperar. En cuanto a la República Checa, como ya se ha mencionado, el gobierno se ha enrocado en una táctica dilatoria, enviando el Tratado a consulta del Tribunal Constitucional. Aunque en la República Checa hay amplios sectores contrarios no ya al Tratado, sino a la propia UE, no hay indicaciones por el momento de que la ratificación se vaya a interrumpir. Junto a ambos países, no se puede olvidar la importancia simbólica que la posición holandesa pueda tener: el argumento del gobierno holandés en 2005, quizá con mayor fuerza que Francia, era que el “no” de los Países Bajos finiquitaba efectivamente la Constitución. Los Países Bajos no han ratificado todavía el Tratado de Lisboa, así que gobierno, parlamento y opinión pública (quizá) deben afrontar un ejercicio de cinismo: bien afirman la soberanía nacional holandesa procediendo a la ratificación (y negando el argumento de 2005) o bien claudican de ese ejercicio en aras de la coherencia.
Conclusión: Lo dicho hasta aquí podría hacer suponer que, pese a todo, la ratificación por parte de 26 Estados es un hecho y que el “no” de Irlanda consiste tan solo en un serio contratiempo. Sin embargo, la situación es ligeramente más inestable: el rechazo de los irlandeses obtendría su verdadero valor de bloqueo si se viese apoyado por objeciones adicionales al tratado. Así, si alguno de los múltiples actores con visiones ambiguas quieren aprovechar la excusa para interrumpir la ratificación, se produciría un efecto dominó que liquidaría efectivamente el tratado (lo que abriría varios escenarios adicionales, como la ingenua creencia que el Tratado de Adhesión de Croacia puede ser el deus ex machina para la situación de bloqueo actual). En las líneas anteriores se han identificado algunos de los posibles actores que pueden tener incidencia en el proceso y sería suicida pensar (como han pensado los líderes europeos) que la exclusión de referendos significa control absoluto sobre el proceso.
En cualquier caso, ambos escenarios confirman las razones antes expuestas; que el “no” irlandés sea provisional o definitivo no dependerá de los propios irlandeses. Y ello plantea de nuevo la cuestión clave: la unanimidad es un procedimiento inadecuado para la reforma de los tratados. La unanimidad es uno de los tabúes en la UE, a lo que contribuye la enorme dificultad para cambiarla: la unanimidad sólo se puede reformar unánimemente. Esto, sin embargo, no significa que sea imposible y quizá el medio para ello sea una reforma aislada del artículo 48 del Tratado de Niza, es decir, una reforma de los tratados que afecte únicamente a este artículo. Difícilmente se podrá clamar que esto afecta a la soberanía de ningún Estado miembro, lo que reduce las exigencias para la ratificación de esta mini reforma.
Carlos Closa
Investigador Científico, CSIC
[1] La ratificación en la República Checa es complicada no sólo porque la Constitución requiere que se alcancen tres quintos de los votos en las dos cámaras del Parlamento, sino porque la coalición tripartita de gobierno de centro-derecha apenas roza la mayoría absoluta del Congreso y no disfruta de gran cohesión interna. En este contexto, el Partido Democrático Cívico –ODS- que es dominante en la coalición y que cuenta con importantes facciones euroescépticas ha supeditado, si bien no formalmente, el seguir adelante con la ratificación del Tratado de Lisboa a que sus socios minoritarios de gobierno y la oposición socialdemócrata apoyen a su vez el acuerdo con EEUU sobre el radar.