Tema[1]: Las relaciones hispano-británicas son de altísima densidad y no conviene poner en peligro ese sólido vínculo por la conducta de las autoridades gibraltareñas.
Resumen: El lanzamiento al mar por Gibraltar de bloques de hormigón, que hacen imposible la pesca en aguas cuya jurisdicción reivindica España, supone un hecho objetivamente grave por su carácter unilateral e irreversible. Pero la forma de enfocar esta enésima crisis por parte de los gobiernos de Madrid y Londres produce sobre todo la desagradable sensación de que no se valora lo suficiente la importancia estratégica del vínculo hispano-británico, que es extraordinariamente amplio y debería considerarse clave para ambas partes en el terreno económico, social e incluso político. Tal vez no exista ningún otro caso en el mundo de dos países que, sin ser vecinos ni compartir idioma, tengan una mayor interacción interpersonal, empresarial o cultural. Sin embargo, las disputas en torno al Peñón (tanto el contencioso por la soberanía como la forma de abordar la cuestionable legalidad de muchas actividades que tienen allí su base) condicionan y lastran una relación de enorme potencialidad para británicos y españoles en el terreno bilateral o multilateral de la seguridad, el mercado interior y, en fin, otros ámbitos en donde cooperar políticamente de forma estrecha como grandes socios europeos.
Análisis: En estos días del ferragosto es altísima la probabilidad estadística de que en la misma playa, a muy pocos metros de distancia, estén conviviendo plácidamente españoles y británicos que ojean en sus periódicos respectivos las noticias sobre la última escalada en torno al Peñón. Los primeros estarán viendo que su prensa le dedica incluso las portadas y que, de manera inevitable, junto a la crónica exhaustiva o el análisis desapasionado, se cuela alguno de los tópicos patrioteros alimentados durante tantos años que le otorga automáticamente a España toda la razón en sus reivindicaciones sobre Gibraltar. Los segundos, por su parte, leen el asunto en un lugar menos destacado y no tendrán tanta información aunque esa relativa distancia tampoco servirá para evitar –sobre todo si se trata de un tabloide o del Telegraph– que se deslicen estereotipos chauvinistas o que los comentarios editoriales acudan a la manida metáfora que hace de esa Roca y de la postura defendida por los llanitos la encarnación misma de la solidez.
Pero no resulta fácil calcular la solidez exacta de los argumentos que defienden dos democracias europeas avanzadas en un conflicto diplomático tan complejo y largo como éste. Sí se puede, en cambio, ser más objetivo al medir hasta qué punto son sólidas las relaciones entre los dos países ahora mismo enfrascados en el enésimo episodio de un contencioso que ha entrado esta vez en una espiral más altisonante de lo habitual. Hacer esa medición es, además, una buena forma de tomar la perspectiva necesaria para evitar pisadas apresuradas en un terreno con tantas minas. Sobre todo, cuando se comprueba que arroja resultados tan espectacularmente positivos que hacen poco explicable el fragor del pulso. Con casi total seguridad, no existe ningún otro caso en el mundo de dos Estados que, sin ser vecinos ni compartir idioma, tengan lazos tan densos como los que unen a España y al Reino Unido. Una interdependencia que no ha dejado de estrecharse en los últimos años y que, desmintiendo el lugar común, no descansa sobre la base relativamente superficial del descanso por vacaciones o del retiro de los jubilados, por una parte, ni del estudio del idioma o la experiencia laboral efímera en Londres, por la otra. El vínculo es, por el contrario, bien profundo y alcanza a todas las vertientes –la social, la económica y también, aunque algo menos, la política– que son relevantes al examinar unas relaciones exteriores bilaterales.
Por lo impresionante de los datos, parece inevitable comenzar ese examen por la dimensión interpersonal. No sólo porque sea tal vez imposible encontrar una sola familia inglesa sin varias experiencias veraniegas en España, sino por el hecho aún más llamativo y relevante de que los residentes habituales –a tiempo completo o parcial- roce el millón según estimaciones del think-tank IPPR. De éstos, sólo el 20% supera los 65 años, lo que quiere decir que en estos momentos varios cientos de miles de británicos se crían, estudian, trabajan, crean empresas o se casan y tienen hijos en España. La capacidad de atracción permanente y duradera que ejerce este país sobre los ciudadanos del Reino Unido sólo es equiparable a la de Australia –aunque en ese caso existe una larga historia de relaciones migratorias y doble nacionalidad que sesga los resultados– superando muy ampliamente a EEUU, Canadá o Irlanda, cuadruplicando a Francia y multiplicando ya por dos cifras a Italia, el destino meridional europeo antaño preferido para quienes decidían viajar e instalarse fuera de las islas. Es verdad que ese flujo humano tan intenso no encuentra una reciprocidad total porque la tendencia de los españoles a salir de sus fronteras es mucho menor. Aun así, Gran Bretaña constituye el destino turístico preferido después de los países inmediatamente vecinos y accesibles por carretera. Es también uno de los lugares favoritos para la incipiente nueva emigración que está llevando a muchos jóvenes profesionales o trabajadores en paro a dejar España y que, a diferencia de lo ocurrido durante las oleadas masivas de los 60 hacia el centro del continente, ahora sabe hablar inglés (según el INE, el Reino Unido es el país europeo en el que más rápidamente aumentan los residentes españoles: un 23% entre 2010 y 2013 frente al 10% de incremento en Alemania).
Esa ininterrumpida y creciente popularidad mutua, ya sea para visitarse o para vivir e incluso prosperar, se extiende a un terreno económico muy amplio. Téngase en cuenta, para empezar, que el mencionado tránsito constante de personas genera un tráfico aéreo diario superior a cualquier otro en el mundo (una cifra inmensa que supera los 30 millones de pasajeros anuales, por delante de los 25 millones que se mueven entre EEUU y Canadá) y que ha tenido su reflejo empresarial en el terreno de la colaboración entre aerolíneas –culminada hace poco en una fusión algo convulsa entre las dos compañías de bandera– y en la gestión aeroportuaria, con Heathrow y otras terminales a cargo de la española Ferrovial. Pero la penetración de las multinacionales españolas va mucho más allá de ese sector y ha alcanzado en la última década una presencia notable en otros donde la economía británica es además particularmente competitiva. Así, el Santander se ha convertido en la tercera entidad financiera a partir de la compra de Abbey National en 2004 y luego de otros dos bancos en plena crisis financiera, Iberdrola es una compañía eléctrica líder desde que adquirió Scottish Power, y Telefónica ocupa el segundo lugar entre los operadores móviles. Y aun hay muchos más casos: sin duda Inditex pero también Mango, las constructoras Acciona, FCC y ACS, la eólica Gamesa, Abengoa, Fagor, la fabricante de aluminio Acerinox, la concesionaria Abertis, la petrolera Repsol, la aseguradora Mapfre y el grupo hotelero Sol Meliá, entre otros.
Por supuesto, el intercambio inversor también opera en la otra dirección, de hecho con un volumen mayor, y hoy en España incluso se asiste a un repunte de las adquisiciones británicas. Ya se ha citado el caso de Iberia, integrada recientemente junto a British Airways en el grupo IAG, pero también destaca la operación de Imperial Tobacco para controlar a la tabacalera Altadis. Otras compañías que se habían instalado o expandido significativamente hace más de una década, aprovechando las liberalizaciones y el inicio del período expansivo, sobreviven hoy a la crisis (Vodafone en el mercado de las telecomunicaciones, BP y Shell en el petrolero, Barclays y RBS en el financiero, y Aviva en el de seguros) y luego se mantienen algunas compañías con mucha tradición –por ejemplo, fabricantes de bebidas, farmacéuticas, químicas, empresas de alquiler de coches y consultoras inmobiliarias– que, en el caso de la minería, tienen una trayectoria centenaria. Según los datos del ICEX, en el Reino Unido existen más de 300 empresas pertenecientes a capital español, mientras que al revés hay casi 700 sociedades británicas. Aun con las fluctuaciones que suelen operar en estos flujos, en la última década no ha sido raro que ambos países liderasen mutuamente los índices de inversión extranjera directa. Y esa actividad constante de las empresas de un país en el otro –auspiciada por sendas cámaras de comercio de gran tradición– ha animado los negocios de capital mixto y la cooperación en terceros mercados, como por ejemplo los que mantienen BP y Repsol en el Caribe y el mismo caso de IAG en el transporte aéreo.
Si el análisis se hace ya sobre toda el intercambio comercial, entonces los datos resultan menos espectaculares pero también muy relevantes. Tanto uno como otro país se tienden a situar entre el quinto y décimo puesto de los índices de exportación e importación en sus respectivas balanzas, con un superávit que ahora es favorable a España con cierta claridad. En todo caso, es muy revelador que –con la lógica excepción de las frutas y verduras, en donde el saldo favorece rotundamente al lado español– el flujo mutuo presenta una composición similar, lo que evidencia que no hay dependencias sectoriales asimétricas y sí, en cambio, una interdependencia entre mercados parecidos. En ambas direcciones se intercambian productos con un fuerte componente de diseño, innovación o lujo (que incluye vehículos, tecnología industrial, ropa, cerámica, vino o ginebras y whiskies) y servicios avanzados (financieros, de transporte, comunicaciones, construcción, asesoría y culturales o recreativos). Se trata pues de una relación mercantil no sólo muy significativa sino, además, equilibrada, a lo que ha contribuido la aproximación en tamaño entre las dos economías. Hace un siglo la renta per cápita española suponía sólo el 45% de la británica, con una población que apenas rondaba la mitad de la de las islas, mientras que hoy la riqueza de España ha escalado hasta el 90% y su número de habitantes representa el 75% de quienes viven en el Reino Unido.
Pero, por importante que todo lo anterior pueda resultar, la relación trasciende los intereses que se comparten por la demografía o las oportunidades de negocio y se beneficia también de los valores comunes y del intercambio de ideas y costumbres. Es verdad que, a causa del idioma y del mismo hecho de constituir un colectivo tan masivo, la coexistencia entre británicos y españoles en el mismo suelo no significa una integración particularmente profunda en las conductas y forma de pensar pero, considerando los grandes números y el deseo demostrado de conocerse mejor, es difícil encontrar otro ejemplo de comunidades que, desde puntos de partida distantes, hayan construido relaciones intelectuales y culturales tan estrechas y relativamente simétricas. Los ingleses son los principales clientes de las academias de español que pululan por las costas y pronto será la lengua extranjera que más estudien en casa, ya sea en las sedes que el Instituto Cervantes tiene en Londres, Leeds y Manchester o en el propio sistema educativo. Además, el aprecio por la vida cotidiana que tanto disfrutan cuando son huéspedes se está trasladando de manera creciente a la propia Gran Bretaña, donde la civilización española florece en el terreno de la alimentación, la moda, el arte, el fútbol y la literatura. En sentido contrario, la penetración es aún mayor, alcanzando una enorme eficacia que es solo comparable –aunque en la práctica se retroalimenta– con la proyección cultural obtenida por EEUU. Desde su tierna infancia, todos los escolares españoles aprenden mal que bien el inglés en unos libros que identifican esa lengua con el modo de vida y los paisajes británicos. Y es posible que el aprecio por su cultura no sea del todo consciente, pero el consumo español de cine, música, teatro, noticias, educación y deporte con denominación de origen en el Reino Unido resulta extraordinario. Tras tantos años visitándose, estudiándose, viviendo juntos o formando familias mixtas, los dos países han aprendido del otro y han convergido no sólo en PIB sino también en espíritu.
En la política, ciertamente, las relaciones no son tan intensas pero, desde que España consolidó su democracia y se insertó en las organizaciones euroatlánticas, ambos países comparten las mismas posiciones de principio occidentales y el estatus de potencia media-grande en el seno de la UE (el tercer y quinto Estados miembros por población) y de la OTAN. Está claro que el poderío diplomático y, sobre todo, militar británico supera al español y que los gobiernos de Londres y Madrid tienen ideas distintas sobre el futuro de la integración europea. Sin embargo, hay muchísimo más terreno para la sinergia entre iguales que para las diferencias. Basta apuntar tres ilustraciones de potenciales sintonías muy relevantes en el terreno bilateral o multilateral. Por ejemplo en seguridad, donde la cooperación está aumentando de manera creciente ya que ambos ejércitos se conocen bien y resultan complementarios en distintos escenarios, sobre todo en lo relativo a seguridad marítima. En segundo lugar, y justificando por cierto la conveniencia de que España contribuya a que el Reino Unido no abandone la UE, por el hecho de compartir modelos productivos mucho más de lo que se piensa sobre la base de una potente demanda interna y el gran peso del sector servicios. Esa afinidad ya se ha trasladado, en la política económica reciente, a una forma similar de entender el desmantelamiento de monopolios, el fomento de la competencia y la desregulación en general, pero podría plasmarse ahora de forma más deliberada en acciones concertadas para moldear ciertos aspectos del Mercado Interior en un momento en que, sin que España rompa su compromiso fundamental con la Eurozona, puede ser razonable articular matices que contrapesen algo el ordoliberalismo alemán. O, yendo a un tercer ejemplo, por la circunstancia de que los dos Estados –aunque sometidos en estos momentos a tensiones centrífugas importantes– siguen siendo los mejores ejemplos disponibles en Europa de democracias capaces de acomodar a diversas nacionalidades (en los demás casos el encaje de la diversidad territorial fracasó bien por ruptura, bien por asimilacionismo).
Entre finales de los 90 y 2010, la buena relación establecida entre Aznar y Blair –mantenida, con perfil más bajo, por Rodríguez Zapatero y Brown– pudo llevar a que dieran fruto en el ámbito de la gran política, tantas y potentes semillas como las que aquí se han ido examinando, aunque no acompañaron del todo ciertas circunstancias como la controvertida intervención en Irak, el deterioro interno de los sucesivos liderazgos y luego la crisis económica. Ese buen clima reciente llevó incluso a que en 2002 se plantease una solución al conflicto sobre el Peñón, bajo una imaginativa fórmula de cosoberanía, que estuvo a punto de ser aceptada por España pero que, en todo caso, fue truncada desde Gibraltar donde se organizó un referéndum preventivo que rechazó abrumadoramente la posible solución. Es muy interesante leer el curso de aquellas negociaciones en Outside In, las memorias del entonces secretario de Estado para Europa Peter Hain. Allí se comprueba que los políticos británicos, o al menos algunos, también han sabido abordar el contencioso sin apriorismos y con actitud leal hacia España. Aun sabiendo que cualquier arreglo podría ser muy controvertido entre los llanitos o el público inglés más conservador, hubo en su momento suficiente audacia para admitir que la relación estratégica con uno de sus principales socios europeos merecería liberarse de una situación que Hain consideraba anacrónica (“it was ridiculous in the modern age for Britain to have a colony on the tip of Spain nearly 2,000 miles away”) e insostenible (“concerned about money laundering, tax evasion, drug trafficking and crime”).
Aquella oportunidad pasó y en estos momentos no se dan las circunstancias para repetirla a corto o medio plazo. Sin embargo, mientras sigan estrechándose los lazos tangibles entre ambos países, será imposible que Londres no tenga que volver a replantearse honestamente la necesidad de solventar el conflicto. Un obstáculo en principio definitivo para llegar a esa solución reside en que, por ley, los gibraltareños tienen la última palabra sobre el contencioso. Sin embargo, esa concepción tan estrecha de la democracia que residencia en una parte el derecho exclusivo a decidir sobre cuestiones complejas que tienen repercusiones vitales en un entorno más general –y que desgraciadamente, hoy tiene predicamento en Europa, ya sea para gestionar la supervivencia del euro ignorando las externalidades que decisiones nacionales producen en otros países con los que se comparte moneda o en la retórica de ciertos nacionalismos periféricos– puede y debe ser rebatida. Es razonable que los clarísimos deseos de los habitantes del Peñón sean tenidos en cuenta de forma fundamental para determinar su estatus personal pero, cuando un contexto es tan interdependiente, es posible articular fórmulas sofisticadas que resuelvan conflictos y, al mismo tiempo, no violen los principios democráticos. Al fin y al cabo, establecer la comunidad de ciudadanos que debe pronunciarse no resulta ni mucho menos autoevidente si se mira desde la perspectiva más amplia del interés general de todo el Campo de Gibraltar y, sobre todo, de la relación hispano-británica. Si la voluntad mayoritaria de los llanitos de mantener su actual identidad resulta respetable, también puede serlo una hipotética mayoría en Londres que –como ha ocurrido en otros casos similares– reconsidere la situación y apruebe un arreglo más respetuoso con todos los principios e intereses legítimos afectados, incluyendo las orientaciones descolonizadoras de la ONU o el deseo británico de apuntalar la relación estratégica con un socio clave. El libro de Hain y muchas de las columnas publicadas durante estos días en la prensa no nacionalista demuestra que, en contra de lo que suele pensarse en España, no es necesariamente muy alta la simpatía que se siente en el Reino Unido hacia las autoridades locales de la Roca o hacia la idea de mantener una reliquia imperial donde no se pagan impuestos. Donde se jura lealtad a la Corona, pero en cambio se obvia cualquier obligación hacia el Exchequer.
Los españoles, por su parte, deberían hacer lo propio y –mientras esperan sin ansiedad a que se produzca ese proceso de maduración que puede que no llegue nunca– admitir igualmente que el vínculo general bilateral es mucho más importante que este conflicto concreto. España, que en el fondo sabe que resulta imposible disociar esta anomalía geográfica con la situación de Ceuta y Melilla, es por supuesto capaz de convivir con este apéndice británico en su territorio del mismo modo que, por ejemplo, Francia siempre lo ha hecho con las Islas del Canal. Y, lógicamente, una reivindicación de bajo perfil con actitud imaginativa no tiene por qué significar renunciar a una posición proporcionada y consistente de cooperación en la vida cotidiana de los habitantes de toda la comarca ni de lucha contra los privilegios societarios, el sangrante fraude fiscal o el blanqueo de dinero y demás delincuencia con origen en el Peñón. Es ahí donde nunca resultará incoherente ni desmesurado exigir la cooperación leal del Reino Unido o la ayuda de la UE. Y en ese sentido, por cierto, la aportación que puedan hacer las instituciones europeas –más allá de los pleitos que se han librado y se librarán en el Tribunal de Luxemburgo– tiene muchas potencialidades que apenas se han recorrido.
En todo caso, la posición más inteligente para España pasa siempre por gestionar con mucha mesura y previsibilidad las provocaciones o acciones unilaterales gibraltareñas, como la realizada a finales de julio con el lanzamiento –cuestionable desde el punto de vista jurídico y medioambiental– de 70 bloques de hormigón en un mar disputado para impedir que faenen nunca más allí los pescadores andaluces. Sin embargo, esta vez, y sin entrar en la escalada propiamente periodística, ni la reacción española ha estado completamente acotada por los límites de la prudencia o la perspectiva, ni la postura británica ha mostrado tampoco la sensibilidad y, a ser posible, el aprecio que debiera merece un socio y un vínculo estratégico tan importante. La aplicación discontinua de una legislación que, en teoría, está siempre en vigor, el anuncio de medidas que no parecen respetar del todo la libre circulación de personas o las apelaciones a actuar junto a Argentina en este terreno llevan al desconcierto. El mismo que produce al constatar en la parte británica (por no hablar de la gibraltareña) cierta retórica faltona, el aprovechamiento equívoco de unas maniobras militares y, sobre todo, falta de comprensión hacia un país perjudicado objetivamente por el paraíso fiscal y legal que se encuentra al otro lado de la Verja.
Conclusiones: A medio camino entre la serpiente de verano y un conflicto diplomático de seria envergadura, la crisis desencadenada a finales de julio de 2013 parece saldarse con varios pasos atrás en la construcción de unas relaciones políticas más estrechas entre España y el Reino Unido, que son las que deberían corresponder a unos países con lazos tan fuertes en el terreno social, económico y cultural. Corresponde a los analistas españoles recomendar al gobierno de Madrid que valore muy bien esa realidad mucho más amplia e importante para actuar con especial mesura en relación al Peñón. Pero un contencioso tan complejo no puede depender sólo e indefinidamente de la auto-restricción de una parte. Al igual que el último y exitoso ensayo del brillante Antonio Muñoz Molina yerra cuando atribuye exclusiva y exageradamente la crisis económica a la supuesta poca solidez de la democracia española (ignorando los factores internacionales y europeos que también han contribuido a ella), en el contencioso de Gibraltar hay que saber defender que España tiene una cuota de responsabilidad para encauzar las diferencias del mejor modo posible aunque, obviamente, no la tiene toda. En todo caso, y puestos a hablar de las cosas que eran o que son sólidas –como lo es la misma roca del desencuentro–, siempre será mejor para todos poner el foco en la solidez que debería tener más importancia: la del vínculo entre los dos socios.
Ignacio Molina A. de Cienfuegos
Investigador principal de Europa, Real Instituto Elcano, y profesor de Ciencia Política, Universidad Autónoma de Madrid
[1] El autor desea agradecer los comentarios recibidos de William Chislett, Carmen González Enríquez y Federico Steinberg que han enriquecido este texto. La responsabilidad por los posibles errores y debilidades que subsistan es exclusiva de quien lo firma.