Tema
¿Qué futuro tiene el (llamado) orden liberal internacional?
Resumen
Hoy nos enfrentamos al reto de construir un nuevo orden internacional sin que exista un claro consenso previo sobre los principios en los que pudiera asentarse. Occidente deberá reconocer que el orden existente dista mucho de ser satisfactorio, ya que no tiene suficientemente en cuenta el auge de las potencias emergentes, sobre todo China, por lo que no basta con defenderlo a ultranza sin más. Por su parte, el resto del mundo debería aceptar que, a pesar de sus limitaciones, el sistema existente ha contribuido positivamente al crecimiento económico y a la estabilidad, por lo que no cabe desmontarlo sin más. Pero, más allá de estas generalidades, ¿hacia dónde debe orientarse el futuro orden internacional? La clave del dilema está en identificar aquellos elementos del orden liberal internacional actual que pueden y deben modificarse, y también aquellos que son fundamentales y no negociables, y la dificultad radica precisamente en que no existe en Occidente un consenso nítido al respecto.
Análisis
El resultado del referéndum británico sobre el Brexit en junio de 2016 y, sobre todo, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en enero de este año, han suscitado un enorme interés en todos los rincones del mundo. Ello se debe fundamentalmente a que ambos acontecimientos han generado una notable incertidumbre, añadiendo complejidad (y posibles riesgos) a una situación de por sí muy compleja. En este breve artículo no pretendemos volver sobre las causas de estos acontecimientos, que sin duda marcarán un punto de inflexión en la historia de ambos países, sino reflexionar sobre un asunto relacionado con ambos hechos, como es el futuro del (llamado) orden liberal internacional.
A decir de Robert Kagan, el ocaso de dicho orden, surgido en la segunda posguerra mundial, se inició a principios de este siglo, mucho antes de que se produjeran estos acontecimientos recientes.1 A su entender, este fenómeno se debe en parte a la creciente pujanza y asertividad de varios Estados revisionistas (de tamaño grande o intermedio), que desean subvertir el orden internacional auspiciado por EEUU a partir de 1945. Según Kagan, China y Rusia, pero también Irán y Corea del Norte, pretenden alcanzar la hegemonía en sus respectivas zonas de influencia, lo cual pone en duda la continuidad del orden internacional actual. Sin embargo, lo más llamativo de su tesis es que, en su opinión, dicho orden se está tambaleando no tanto por la fuerza de sus detractores, sino por las dudas y titubeos de sus creadores. A su entender, el auge del populismo nacionalista y el rechazo a la globalización, que explicarían en buena medida tanto el triunfo del Brexit como la elección de Trump, reflejan también las graves dudas existentes en Occidente sobre la razón de ser del orden internacional actual. Según este análisis, buena parte de la opinión pública norteamericana habría llegado gradualmente a la conclusión de que dicho orden, diseñado, financiado y sustentado militarmente por Washington desde 1945, ya no sirve adecuadamente el interés nacional norteamericano. A decir de un influyente (y elocuente) asesor de Trump, Michael Anton, se olvida a menudo que el orden liberal internacional nunca fue un fin en sí mismo, sino un medio para garantizar la seguridad, prosperidad y prestigio de EEUU, papel que ya no cumple satisfactoriamente.2 Al mismo tiempo, y para mayor escarnio, otras potencias emergentes –y muy especialmente, China– se estarían beneficiando de forma injusta y desproporcionada de un orden cuya filosofía fundacional nunca compartieron. Por todo ello, existe el peligro de que la política de America First de Trump pueda dar lugar a un retraimiento global de EEUU, similar al que ya se produjo en 1919 cuando el Senado norteamericano votó en contra de la Liga de las Naciones, lo que alimentó las ambiciones imperiales de Japón y la asertividad de Alemania e Italia, conduciendo inexorablemente a una nueva conflagración mundial. Visto así, cabe temer que la decisión de abdicar de las responsabilidades globales que asumió hace siete décadas no sólo no permitirá a EEUU contener el auge de las potencias revisionistas sino que podría incluso acelerarlo.
Aunque convincente en algunos de sus extremos, el análisis de Kagan no explora suficientemente en qué consiste exactamente ese supuesto “orden liberal internacional” cuyo ocaso vaticina. Según la clásica definición de John Ikenberry, se trataría de un “orden abierto y basado en reglas, que se plasma en instituciones como las Naciones Unidas y normas como el multilateralismo”.3 Pero como ha señalado recientemente Hans Kundnani, esto no aclara en qué sentido se considera “abierto”, ni cuáles son esas “reglas”, como tampoco queda claro el sentido que se le quiere dar al termino “liberal”: ¿se refiere a liberalismo político (es decir, lo contrario del autoritarismo), o al liberalismo económico (en contraposición con el mercantilismo o la autarquía)? ¿O nos remite quizá al uso que hacen de este concepto los teóricos de las relaciones internacionales, para distinguirlo del realismo y otras escuelas de esta disciplina?4 La respuesta más sencilla es que la expresión “orden liberal internacional” se refiere a estas tres acepciones del término “liberal”, pero esto no hace sino plantear nuevas dudas, ya que la relación entre ellas no es tan lineal como pudiera parecer; Dani Rodrick, entre otros, lleva algún tiempo argumentando que la hiperglobalización (nacida del liberalismo económico) puede poner en peligro la continuidad de las democracias liberales.5
Todo esto parece sugerir que el concepto de “orden liberal internacional” es más complejo –e incluso contradictorio– de lo que suele pensarse. En opinión de Ikenberry, dicho orden refleja en realidad la fusión (o superposición) de dos proyectos muy distintos: por un lado estaría el sistema moderno de Estados que se remonta a la Paz de Westfalia (1648), basado en la soberanía inviolable de los mismos, y, por otro, un orden liberal esencialmente anglo-americano, surgido en los siglos XIX y XX, cuyos principios políticos rectores se plasmaron en la Carta del Atlántico (1941), mientras los económicos daban vida a las instituciones de Bretton Woods (1944) y al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (1947). Como resultado de ello, siempre hubo una cierta contradicción entre el “orden” al que aspiraba el sistema Westfaliano y el “liberalismo” propio de las instituciones de gobernanza económica global de la segunda posguerra mundial. Para complicar aún más las cosas, tras el fin de la Guerra Fría, algunos Estados quisieron añadir nuevos elementos a este “orden liberal 1.0” primigenio, al introducir ciertas innovaciones institucionales (como la Corte Penal Internacional) y conceptuales (como la “Responsabilidad de Proteger”) que cuestionaban el principio de la soberanía nacional westfaliano, lo cual no hizo sino agudizar las tensiones entre ambas dimensiones del orden internacional.
Como sugiere Kundnani, estas contradicciones se hacen aun más evidentes si analizamos la evolución del orden liberal internacional en tres grandes ámbitos: la seguridad, la economía, y los derechos humanos. Ikenberry sostiene que un orden que se considera liberal por estar basado en reglas predeterminadas se diferencia claramente de otro organizado en bloques rivales o esferas de influencia, en el cual el poder es lo único que determina la actuación de los Estados. Sin embargo, es importante resaltar que esta dimensión ha experimentado una importante transformación desde la Segunda Guerra Mundial: de los acuerdos de Yalta (1945), típicamente westfalianos, se pasó al Acta Final de Helsinki (1975), y, tras la caída del muro de Berlín, a la Carta de Paris (1990), de clara orientación democrática. En contra de lo que algunos optimistas supusieron, el fin de la Guerra Fría no puso fin a la existencia de visiones contrapuestas sobre la aplicación de los principios que debían regir el funcionamiento del orden internacional. Para EEUU y la UE no cabe duda de que la anexión de Crimea (2014) y la actuación de Beijing en relación con la nine-dash line en el Mar de la China Meridional suponen una amenaza grave a un orden internacional que dice basarse en reglas compartidas (no deja de resultar paradójico al respecto que Washington acuse a Beijing de estar violando la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar que el propio Congreso estadounidense se ha negado a ratificar por considerarlo incompatible con el libre ejercicio de su soberanía). Por su parte, Rusia y China argumentan que Occidente usa una doble vara de medir, y nos recuerdan que las intervenciones de EEUU y algunos de sus aliados en Serbia (1999) e Irak (2003) carecieron de la bendición de la ONU, por lo que también pueden interpretarse como violaciones del orden internacional que se dice querer defender.
La dimensión económica del orden internacional ha conocido una evolución incluso más notable, debido fundamentalmente a la aceleración de la globalización experimentada tras el fin de la Guerra Fría. De hecho, el orden económico global se ha liberalizado extraordinariamente desde la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC, 1994), gracias en parte a la incorporación de China (2001) y Rusia (2012). Este es quizá el ámbito más inclusivo del orden internacional actual, ya que ha permitido la plena participación de Estados que no protagonizaron su creación. De ahí, paradójicamente que, tras la elección de Trump, China haya podido presentarse ante el mundo como la gran campeona del libre comercio y la globalización, en vivo contraste con unos EEUU crecientemente proteccionistas.
La tensión entre la aspiración al “orden” y la dimensión “liberal” del sistema internacional antes mencionada se ha puesto cada vez más de manifiesto en la esfera de los derechos humanos. Durante la Guerra Fría, este ámbito apenas pudo desarrollarse, pero tras la caída del Muro experimentó un avance notable, como demuestran la creación de la Corte Penal Internacional y el reconocimiento de la “Responsabilidad de Proteger” por parte de la ONU. Sin embargo, y como observa Kundnani, este esfuerzo por hacer más “liberal” el sistema internacional suscita cada vez más resistencia entre algunas potencias, hasta el punto de que podría socavar el “orden” que pretende garantizar.
De todo lo anterior cabe concluir que en la actualidad no existe un verdadero consenso global sobre la razón de ser del orden internacional existente. Como apunta Mark Leonard, cuando Occidente (y especialmente EEUU) dominaban el mundo, “el orden liberal fue más o menos lo que ellos decían que era”. Sin embargo, a medida que el poder mundial se ha ido desplazando de Occidente hacia “el resto del mundo”, el orden liberal internacional se ha convertido en un concepto cada vez más controvertido y cuestionado.6 Como refleja el texto de Kagan antes citado, para muchos en Occidente, este orden se asienta sobre todo en la hegemonía de EEUU y el papel que desempeña como proveedor de bienes públicos globales en ámbitos como la seguridad, el libre comercio, la estabilidad financiera y la libertad de navegación. En otras palabras, el relato que predomina en Occidente sobre el orden liberal internacional da por supuesto el carácter benévolo y globalmente beneficioso de la hegemonía estadounidense. Sin embargo, y esto es algo que no siempre se ve con claridad desde Europa, en otros lugares del mundo, y muy especialmente en China y Rusia, pero también en la India y buena parte de America Latina y África, el orden liberal internacional se percibe sobre todo como un sistema concebido para perpetuar una hegemonía estadounidense que sirve fundamentalmente a sus propios intereses nacionales. Seguramente no debe sorprendernos que esto sea así, si se recuerda, por ejemplo, que la República Popular China sólo se incorporó a la ONU en 1971, como consecuencia del giro diplomático protagonizado por Richard Nixon con el objetivo último de contener a la Unión Soviética. Por otro lado, visto desde Beijing, era lógico pensar que acuerdos como el TTIP y el TPP estaban diseñados no sólo para fortalecer los lazos de EEUU con sus aliados en Europa y Asia-Pacífico sino también (o sobre todo) para contener el auge de China.
El orden liberal internacional preconizado por EEUU y sus aliados tenía sin duda serios límites y deficiencias, pero también algunas virtudes notables. Como nos recuerda John Mearsheimer, en la era contemporánea, EEUU es la única potencia que ha logrado alcanzar la hegemonía regional, gracias a lo cual pudo evitar que otras potencias que aspiraban a imitarle en sus propias regiones –Alemania y Japón en los años 30 y 40, y la Unión Soviética durante la Guerra Fría– alcanzaran su objetivo, lo cual habría tenido consecuencias generalmente negativas para el resto del mundo.7 Por otro lado, EEUU fue el gran impulsor de la globalización, un fenómeno que ha beneficiado en mayor o menor medida a los habitantes de todas las regiones del planeta, reduciendo notablemente las tasas de pobreza. Tan es así que, paradójicamente, muchos norteamericanos piensan que dicho fenómeno ha avanzado a expensas de los ciudadanos del país que más contribuyó a hacerlo posible.
En Occidente, este “choque de relatos” sobre el orden liberal internacional se entiende en ocasiones como parte de un conflicto más amplio (y supuestamente inevitable) entre Estados democráticos y otros que no lo son, lo cual resulta excesivamente simplista, ya que algunos de los países que rechazan el relato occidental convencional tienen impecables credenciales democráticas. Por otro lado, fue en no poca medida la actuación de EEUU durante el llamado “momento unipolar” que se produjo tras el fin de la Guerra Fría, sobre todo durante la guerra de Irak, lo que llevó a muchos a cuestionar el carácter supuestamente benévolo de su hegemonía, algo a lo que también contribuyó la actuación de Wall Street durante la crisis financiera de 2008. En suma, si la potencia hegemónica no sólo no proporciona estabilidad sino que es a menudo el origen de buena parte de la turbulencia económica y geopolítica que azota al mundo, parece lógico que surjan dudas sobre su influencia benéfica. De ahí que, en algunos lugares del mundo, el ocaso del orden liberal internacional que tanto alarma a Kagan se contemple no ya sin preocupación, sino incluso con esperanza, ya que podría dar paso a un nuevo orden multipolar, más equitativo, inclusivo y estable que el actual.
¿Hacia un “orden mundial 2.0”?
A la luz de todo lo anterior, parece evidente que hoy nos enfrentamos al reto de construir un nuevo orden internacional sin que exista un claro consenso previo sobre los principios en los que pudiera asentarse. Como afirma Kundnani, para que esto sea posible, y como punto de partida, Occidente deberá reconocer que el orden existente dista mucho de ser satisfactorio, ya que no tiene suficientemente en cuenta el auge de las potencias emergentes, sobre todo China, por lo que no basta con defenderlo a ultranza sin más. Por su parte, el resto del mundo debería aceptar que, a pesar de sus limitaciones, el sistema existente ha contribuido positivamente al crecimiento económico y a la estabilidad, por lo que no cabe desmontarlo sin más. Pero, más allá de estas generalidades, ¿hacia dónde debe orientarse el futuro orden internacional?
Como sostiene Richard N. Haas, el “orden mundial 1.0”, basado en el respeto a la soberanía nacional de los Estados, no nos sirve en un mundo crecientemente globalizado, por la sencilla razón de que se diseñó precisamente para proteger las prerrogativas y los privilegios de dichos Estados.8 Y aunque estos siguen protagonizando las relaciones internacionales, buena parte de lo ocurre en el interior de los mismos –sea el terrorismo, el turismo, las comunicaciones y casi toda la actividad económica– ya no concierne en exclusiva a sus autoridades nacionales. De ahí que el presidente del Council on Foreign Relations abogue por un nuevo sistema –un “orden mundial 2.0”– basado en lo que denomina el principio de “obligación soberana”, es decir, lo que un Estado debe a otros Estados.
La “obligación soberana” de Haas reconoce la inviolabilidad de las fronteras, y permite actuar contra quienes infrinjan este principio, a la vez que acepta que las autoridades de un país actúen como quieran en su propio territorio, aunque dentro de los márgenes marcados por la Declaración Universal de Derechos Humanos y la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (aprobados ambos en 1948). También aboga por una interpretación más restrictiva del principio de auto-determinación, que dejaría de aplicarse de forma tan automática como se hizo en la era de la descolonización, y que debería tener en cuenta la viabilidad del Estado previamente existente que pueda verse negativamente afectado por la perdida de población y territorio derivada de la aplicación de dicho derecho. A título más general, los Estados deberían comprometerse a perseguir el terrorismo, definido como “el uso de la violencia armada contra civiles y no combatientes por parte de entes no-estatales en apoyo de objetivos políticos”, lo cual debería permitir actuar contra dicho fenómeno de acuerdo con normas y principios claramente establecidos. También deberían comprometerse a luchar contra la proliferación nuclear, construyendo sobre lo ya logrado en relación con Irán, aunque Haas admite que no está claro qué se puede hacer una vez que la proliferación se ha producido (como en los casos de Israel, la India, Pakistán e incluso Corea del Norte).
Según Haas, la globalización (y algunas de sus consecuencias) ya están obligando a los Estados a actuar de acuerdo con el principio de “obligación soberana”, sean o no conscientes de ello. Un buen ejemplo lo ofrece la lucha contra el cambio climático y, más concretamente, el Acuerdo de Paris (2015), que fijó unos objetivos globales realistas pero sin definir cómo deben actuar cada uno de los Estados firmantes para alcanzarlos. Otro ámbito en el que también se va abriendo paso este principio es el de la salud global, como ha demostrado la reacción internacional a retos como los planteados por los virus del Ébola y Zika. Lo interesante del caso, como nos recuerda Joseph Nye, es que China está colaborando con Occidente en todos estos ámbitos, porque entiende la necesidad de contribuir a la provisión de bienes públicos globales que benefician a todos; en suma, Beijing no pretende subvertir el orden internacional existente, sino aumentar la influencia que ejerce dentro del mismo.9
Aunque Haas sostiene que un enfoque de este tipo nace del realismo, y no del idealismo, reconoce que tardará varias décadas en plasmarse en instituciones y normas ampliamente compartidas. Por desgracia, mientras tanto, el mundo no se detendrá para darnos tiempo a decidir cómo debemos hacer frente a retos cada vez más complejos. En Occidente existe cierta tendencia (al menos entre las elites) a defender a ultranza el orden internacional existente, a pesar de que, como ya vimos, hay cierta confusión sobre su verdadera naturaleza. Por otro lado, dado el rechazo que está suscitando la globalización en buena parte de Occidente, si no se reforma, muchos de nuestros ciudadanos darán la espalda al orden internacional existente, si no lo han hecho ya. Tendría mucho más sentido que nuestras elites adoptaran una actitud más proactiva, que abogara por defender lo que tenemos, pero también por reformarlo en profundidad. Como argumenta el diplomático español Manuel Montobbio en su último libro, Ideas chinas, tampoco estaría de más reconocer que otras culturas (y mundos académicos) no occidentales también tienen algo que aportar al debate sobre el futuro del orden internacional.10
Conclusiones
Como sostiene Kundnani, la clave del dilema está en identificar aquellos elementos del orden liberal internacional actual que pueden y deben modificarse, y también aquellos que son fundamentales y no negociables, y la dificultad radica precisamente en que no existe en Occidente un consenso nítido al respecto. Es posible que, para lograr un acuerdo que logre incorporar a China y Rusia, debamos aceptar que, incluso cuando pueda justificarse moralmente, el uso de la fuerza sin un mandato del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas conlleva un coste político excesivamente elevado (de hecho, la actuación del presidente Barack Obama en Siria sugiere que la Administración anterior llegó a esta conclusión hace algún tiempo). Como ha señalado Robin Niblett, de ser así, el orden liberal internacional del futuro posiblemente tenga que ser menos ambicioso de lo que algunos querrían, aunque quizá sea también más estable.11 En todo caso, si abogamos por reformarlo, es precisamente porque pensamos que vale la pena salvarlo.
Charles Powell
Director, Real Instituto Elcano | @CharlesTPowell
1 Robert Kagan (2017), “The twilight of the liberal world order”, Brookings, 24/I/2017.
2 Michael Anton (2017), “America and the Liberal International Order”, American Affairs, primavera.
3 G. John Ikenberry (2011), “The future of the Liberal World Order”, Foreign Affairs, mayo/junio.
4 Hans Kundnani (2017), “What is the Liberal International Order?”, Policy Essay, nº 17, The German Marshall Fund of the United States, abril.
5 Dani Rodrik (2011), The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy, Norton, Nueva York.
6 Mark Leonard (2017), “¿Qué es el orden liberal internacional?”, Project Syndicate, 28/II/2017.
7 John Mearsheimer (2014), “Can China rise peacefully?”, The National Interest, 25/X/2014.
8 Richard N. Haas (2017), “World Order 2.0. The case for sovereign obligation”, Foreign Affairs, enero/febrero.
9 Joseph S. Nye (2016), “Will the Liberal Order survive?”, Foreign Affairs, 12/XII/2016.
10 Manuel Montobbio (2017), Ideas chinas. El ascenso global de China y la teoría de las Relaciones Internacionales, Icaria & Real Instituto Elcano, Barcelona.
11 Robin Niblett (2017), “Liberalism in retreat. The demise of a dream”, Foreign Affairs, enero/febrero.