Tema
América Latina concluyó un ciclo electoral (2017-2019) de 15 elecciones presidenciales (14 si se descuenta a Bolivia) en medio de una incertidumbre económico-social generalizada, más una aguda inestabilidad político-institucional.
Resumen
El período electoral 2017-2019 se ha convertido en un final de época para América Latina y ha supuesto el arranque de una nueva era, por ahora con más incertidumbre que certezas. Vemos que en América Latina transitan tres fenómenos interconectados que se retroalimentan mutuamente: la crisis de la matriz productiva (menor crecimiento económico –ralentización– e incluso crisis) provoca un creciente malestar social que ha desembocado en una compleja gobernabilidad alimentada por la desafección ciudadana hacia los partidos, las instituciones y la clase política; en el terreno político, el período 2017-2019 ha gestado una Latinoamérica más fragmentada y heterogénea, ajena a giros hacia la derecha (como se preveía en 2017), del que emergen graves problemas de gobernabilidad –abundancia de gobiernos en minoría que conviven con legislativos fragmentados y estancamiento económico que alimenta malestar y contestación social–; y el desapego ciudadano, de larga data, se ha recrudecido al empeorar el entorno económico y se convierte en respuesta ante unos Estados ineficientes e incapaces de poner en marcha políticas públicas eficaces en seguridad, transporte, educación o sanidad, ni garantizar la transparencia en la lucha contra la corrupción.
Análisis
El período 2017-2019 se ha convertido en un final de época para América Latina y ha supuesto el arranque de un nuevo período, con más incertidumbre que certezas. En este trienio ha habido cambios políticos, producto de un intenso calendario electoral (15 elecciones presidenciales) y económicos (el modelo productivo ha alcanzado su techo y resulta necesario promover un cambio en la matriz productiva regional para salir del actual estancamiento). Finalmente, ha emergido un nuevo contexto social caracterizado por una creciente desafección y frustración de expectativas que ha alimentado la crisis de gobernabilidad y las dificultades para garantizar la gobernanza, como ha ocurrido, en diferente gradación, en varios países (Bolivia, Chile y Ecuador). En estos años, han emergido, en unos casos, y se han consolidado, en otros, diversos rasgos que van a marcar a la América Latina de la tercera década del siglo XXI.
La gestación de la América Latina de la tercera década del siglo XXI: una Latinoamérica más heterogénea
El período 2017-2019 deja una Latinoamérica más heterogénea y fragmentada, que no ha protagonizado el “giro a la derecha” imaginado hace dos años . En este trienio los triunfadores en las urnas han sido figuras de un amplio abanico político-ideológico. Algunos están situados en la izquierda autoritaria (Nicolás Maduro), la izquierda (Andrés Manuel López Obrador ) y el centro izquierda (Carlos Alvarado, Costa Rica). Otros representan a una derecha extrema (Jair Bolsonaro ), a la derecha (Iván Duque) y al centroderecha (Sebastián Piñera ). En este contexto se da incluso el caso de la anulación de la elección presidencial en Bolivia ganada por Evo Morales, ante las graves denuncias de fraude y la renuncia del presidente y su posterior exilio en México.
También vemos como algunos actores emergentes han evidenciado nuevas formas de hacer política. Este es el caso de Nayib Bukele , un nativo digital que ha basado su campaña en el uso de las redes sociales y en el uso de su imagen, gestos y mensajes convertidos en estiletes y símbolos contra la política tradicional y las instituciones vigentes (partidos históricos y Asamblea). Es una suerte de populismo digital, que privilegia la relación directa con el votante, que concentra poder y decisión en el líder y descree de los cauces institucionales tradicionales.
Resulta difícil etiquetar en derecha o izquierda a algunos líderes y estilos de liderazgo: por ejemplo, el salvadoreño Bukele, que proviene de la izquierda –el FMLN–, y ha llegado al poder apoyado en un partido de centroderecha, GANA; o el argentino Alberto Fernández, de raíces personales en el centroderecha, que ganó respaldado por el kirchnerismo. No se puede olvidar tampoco al ecuatoriano Lenín Moreno, elegido como continuador de las políticas de Rafael Correa, pero posteriormente centrado en ocupar un perfil propio y alejado de su mentor. Por eso, más allá de las especificidades propias de cada presidente, líder, partido o movimiento, es posible comprobar la amplia heterogeneidad existente en la región, muy lejana a un común, uniforme e hipotético giro derechista (véase la Figura 1).
Estos resultados electorales no sólo han repercutido con mayor o menor fuerza al interior de cada país, sino que también han alterado profundamente los equilibrios y las alianzas regionales tan características del período anterior. La suma de heterogeneidad más una mayor fragmentación dificulta la búsqueda de consensos regionales a la vez que traba cualquier avance en el complicado proceso de integración regional. El requisito de homogeneidad política o ideológica se ha impuesto sobre el reconocimiento de la diversidad y las diferencias, y en este punto da igual si es el “progresismo” o la “derecha conservadora” quienes impulsan las diferentes propuestas.
Predominio del “voto de castigo a los oficialismos”
Más que de un giro hacia uno u otro lado, predominó el “voto de castigo” al oficialismo , considerado por los electores como el responsable de la crisis, de la caída en las expectativas de mejora social, del mal funcionamiento de los servicios públicos (salud, educación, transportes y seguridad ciudadana) y de los casos de corrupción y falta de transparencia. Según Pablo Stefanoni, “la actual crisis postelectoral (en Bolivia) más allá de las discusiones acerca del manejo del escrutinio, expresa un agotamiento de esta forma de gobernar”.
En 2018 hubo algunos ejemplos de esa tendencia. En Colombia ganó el uribismo; en México, Morena, un partido nacido en 2015, desbancó al PRI y al PAN, que se alternaban en el poder desde 2000; y en Brasil las formaciones dominantes desde 1995 (PT y PSDB) fueron superadas por una fuerza periférica, el Partido Social Liberal (PSL), liderado por Jair Bolsonaro. En las dos elecciones de la primera mitad de 2019 se prolongó el voto de castigo a los partidos gobernantes: vencieron fuerzas opositoras con raíces históricas (Laurentino Cortizo, del PRD, en Panamá ) o partidos sin una larga tradición detrás, como GANA de Nayib Bukele en El Salvador.Figura 1. Ubicación ideológica de los presidentes electos en el período 2017-2019
Izquierda autoritaria | Izquierda | Centroizquierda | Centroderecha | Derecha | Extrema derecha |
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Nicolás Maduro (Venezuela) | Andrés Manuel López Obrador (México) Alberto Fernández (Argentina) | Carlos Alvarado (Costa Rica) Nito Cortizo (Panamá) Lenín Moreno (Ecuador) | Nayib Bukele (El Salvador) Sebastián Piñera (Chile) Luis Lacalle Pou (Uruguay) | Alejandro Giammattei (Guatemala) Juan Orlando Hernández (Honduras) Iván Duque (Colombia) Mario Abdo Benítez (Paraguay) | Jair Bolsonaro (Brasil) |
Fuente: elaboración propia.
En la segunda mitad de 2019 la oposición triunfó en las elecciones presidenciales de Guatemala (Alejandro Giammattei), en Argentina con el regreso del kirchnerismo y en las de Uruguay acabando con la hegemonía de 15 años del Frente Amplio. Pareció que la excepción iba a ser Bolivia, donde Evo Morales, que vio reducido su apoyo en casi 20 puntos entre 2014 y 2019, se impuso inicialmente en unas elecciones repletas de irregularidades, cuestionadas por la OEA y cuyos resultados no fueron reconocidos por la oposición. Finalmente, la constatación del fraude (el equipo de inspectores de la Organización de Estados Americanos (OEA) auditó el recuento y encontró problemas “extremadamente graves” y “manipulaciones al sistema informático de tal magnitud que deben ser profundamente investigadas por parte del Estado boliviano”), la expansión de las protestas y la falta de apoyo de las fuerzas policiales y militares condujeron a la renuncia y huida de Morales y a la posterior anulación de los resultados electorales por el Parlamento nacional.
Durante el período 2017-2019 el electorado ha solido votar más contra los gobiernos que por determinadas opciones ideológicas. En las 14 elecciones celebradas entre 2017 y 2019 (hubieran sido 15 con Bolivia) ha habido cinco triunfos oficialistas en países con sistemas autoritarios o con procesos e instituciones electorales poco transparentes (Ecuador, Venezuela y Honduras) o en naciones que han vivido circunstancias político-electorales especiales (Costa Rica y Paraguay).
Otros nueve comicios se saldaron con victorias opositoras (véase la Figura 2): Chile, Colombia, México, Brasil, El Salvador, Panamá, Guatemala, Argentina y Uruguay. No hubo un color uniforme en estas victorias, pues los triunfadores han sido las diferentes izquierdas (México, Panamá y Argentina) y las disímiles derechas (Chile, Brasil, Colombia, El Salvador, Guatemala y Uruguay). En los últimos nueve comicios –los celebrados entre junio de 2018 y noviembre de 2019– hubo ocho triunfos opositores (la única victoria de un gobernante en ejercicio ocurrió en las elecciones anuladas de Bolivia) y los oficialismos fueron duramente castigados (en El Salvador, el FMLN pasó de ganar en 2014 a ser el tercero más votado; en Panamá terminó cuarto con el 10% del voto; y en México, el PRI quedó a 30 puntos del vencedor) o no lograron acceder a la segunda vuelta (Colombia y Guatemala).Figura 2. Victorias opositoras en América Latina, 2017-2019
País | Año | Triunfo opositor |
---|---|---|
Chile | 2017 | Sebastián Piñera |
Colombia | 2018 | Iván Duque |
México | 2018 | A.M. López Obrador |
Brasil | 2018 | Jair Bolsonaro |
El Salvador | 2019 | Nayib Bukele |
Panamá | 2019 | Laurentino Cortizo |
Guatemala | 2019 | Alejandro Giammattei |
Argentina | 2019 | Alberto Fernández |
Uruguay | 2019 | Luis Lacalle Pou |
Fuente: elaboración propia.
Deterioro institucional
El trienio electoral ha provocado que el fuerte presidencialismo tradicional se vea condicionado y limitado. Primero, por la existencia de un Estado ineficaz e ineficiente, con algunas islas de excelencia, pero en general sin músculo para desarrollar políticas públicas. Como afirmó el nuevo ministro de Economía boliviano, José Luis Parada, “las demandas sociales están rebasando las capacidades de los estados de solucionarlas”; y segundo, este presidencialismo se ve coartado por la existencia de legislativos divididos y fragmentados en los que, en muchas ocasiones, el partido presidencial tiene insuficiente presencia parlamentaria. A la división y fragmentación se une una elevada polarización (antikirchnerismo-kirchnerismo, fujimorismo-antifujimorismo, uribismo-antiuribismo, lulismo-antiluslismo, etc.) que impide alcanzar amplios consensos y puede desembocar en crisis institucionales como el cierre del Congreso peruano en septiembre de 2019.
Parece que la región y sus dirigentes están condenados a vivir con la desafección y la frustración de expectativas. El último Latinobarómetro señala que un 75% piensa que los gobiernos no defienden los intereses de la mayoría y gobiernan para unos pocos. La idea de que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno ha disminuido del 63% en 1997 al 48% en 2018. El grado de insatisfacción con el funcionamiento de la democracia ha pasado del 51% en 2009 al 71% en la actualidad.
El panorama latinoamericano de cara a la próxima década se caracteriza por la presencia de presidentes débiles y con escaso margen de acción que deben convivir con una sociedad de clases medias más exigente, más movilizada y heterogénea que desconfía de los políticos y de los partidos y que ha encontrado otras formas de expresar su inquietudes y necesidades y no considera a los partidos como las herramientas adecuadas para canalizar sus exigencias. En este contexto, las instituciones llamadas a canalizar las demandas ciudadanas (partidos políticos) cumplen ese papel con mayor dificultad y arrastran el descrédito y la desafección de una ciudadanía que busca otros protagonismos, como el de los movimientos sociales, u otro tipo de liderazgos. La respuesta de la ciudadanía ha sido ejercer bien un voto de castigo a los gobiernos (optando por Alberto Fernández, Sebastián Piñera o Iván Duque), bien dirigiendo el voto de castigo contra la clase política tradicional (López Obrador, Nayib Bukele o Jair Bolsonaro).
Además, se produjo un deterioro de la confiabilidad y transparencia en los procesos electorales. En tres casos (Honduras, Venezuela y Bolivia) hubo acusaciones de fraude o utilización partidista del aparato y la legislación en favor del oficialismo. En Bolivia, la OEA dijo que no podía validar una victoria en primera vuelta. Tras el exilio de Morales, el Senado y la Cámara de Diputados anularon las elecciones del 20 de octubre y aprobaron un proyecto de ley para convocar nuevas elecciones.
Toda esta situación se enmarca en un problema estructural de cambio de cultura política, marcado por la aparición de las TICS y el nuevo orden mundial virtual que provoca que los menores de 25 años sientan un “vacío de la representación con su correlato en el descrédito de la intermediación, el falso sentido de empoderamiento y el señuelo de que todo es posible”. Como subraya Manuel Alcántara, “el ámbito donde se dirime el conflicto… está configurado por instituciones de otra época desfasadas para lidiar con un demos que ha dejado de ser el que era”.
El nuevo mapa socio-económico latinoamericano
El período 2017-2019 se ha cerrado con protestas, estallidos de violencia y crisis político-institucionales que si bien responden a causas específicas de cada nación muestran un sustrato común: América Latina se asoma a un final de época y de un modelo. Desde los años 80 la región ha dado un gran salto: se modernizó al abrirse al mundo, controló sus cifras macroeconómicas (inflación, endeudamiento y déficit) y consolidó sus democracias, lo que permitió la expansión de unas heterogéneas y numerosas clases medias. Tras el último período de bonanza (la “década dorada”, 2003-2013), favorecido por una coyuntura mundial que elevó los precios de las materias primas, el modelo de desarrollo latinoamericano ha tocado techo y encontrado límites. La región está presa en la trampa de la renta media: naciones que han dejado atrás la pobreza y el subdesarrollo, países con ingresos medios pero incapaces de alcanzar un estadio superior y terminan estancadas. Estados que no encauzan las nuevas demandas de las clases medias, sectores que acaban viendo defraudadas sus expectativas –personales e intergeneracionales– de una mejor calidad de vida.
Esos disturbios se han vivido en Chile y Ecuador, junto con la crisis política en Bolivia e institucional en Perú o el paro nacional y posteriores movilizaciones en Colombia. Reflejan que América Latina transita una senda marcada por tres fenómenos interconectados, que se retroalimentan: (1) la crisis de la matriz productiva (menor crecimiento económico e incluso crisis) provoca (2) un creciente malestar social que desemboca (3) en una compleja gobernabilidad alimentada por la desafección ciudadana hacia los partidos, las instituciones y la clase política.
(1) La crisis de la matriz productiva
El actual malestar social latinoamericano es producto de una economía estancada (el FMI calcula un crecimiento para la región del 0,2% en 2019 ) y en marcada ralentización (la Cepal lo reduce al 0,1% ). La región ha entrado desde 2013 en una fase de bajo crecimiento (desde hace seis años no crece por encima del 3%), alternando años de ralentización (2013, 2014, 2017, 2018 y 2019) con otros de crisis (2015-2016).
La caída del precio de las materias primas desde 2013 (el petróleo ecuatoriano, la soja argentina y el cobre chileno) ha puesto en evidencia las debilidades estructurales de la matriz productiva, basada en la exportación de productos primarios sin elaborar. Esta apuesta por las commodities, que funcionó en la “década dorada”, ya no resulta tan funcional si el objetivo es vincularse a la gran transformación tecnológica. Si las naciones latinoamericanas quieren romper el techo de cristal de la trampa de la renta media deben acometer ineludibles reformas estructurales y diseñar unas economías más productivas y competitivas mediante inversión en innovación, capital físico (infraestructuras y logística) y humano (educación), para diversificar exportaciones y dotarlas de mayor valor añadido y vincularlas a las grandes cadenas mundiales de valor.
Ecuador ha sido uno de los países más afectados por esta crisis del modelo productivo. En las últimas cuatro décadas, y de manera creciente durante el período de la “Revolución Ciudadana” de Rafael Correa (2007-2017), la expansión ecuatoriana se basó en las exportaciones de petróleo, su principal fuente de divisas. Esto le permitió a Correa impulsar ambiciosas políticas sociales (el gasto público pasó del 25% del PIB al 44% entre 2007 y 2014) y explica su reelección plebiscitaria en 2009 y 2013, e incluso que un teórico heredero suyo como Lenín Moreno alcanzara, en plena crisis económica, el Palacio de Carondelet en 2017.
Pero la bajada de los precios de las materias primas (gas, petróleo, soja y cobre) desde 2015 ha mostrado los límites de un modelo inviable. En Ecuador condujo a un débil crecimiento en 2015 (0,1%), caída del 1,2% en 2016, repunte del 2,4% en 2017 gracias al incremento del gasto público de cara a las elecciones presidenciales, ralentización en 2018 (1,4%) y crisis en 2019 (-0,4%). Esta reducción hizo insostenible la continuidad del modelo basado en el incremento del gasto público con un elevado déficit (que ha bajado del 7% al 0,1% del PIB) y subsidios a los combustibles. Entre 2005 y 2018 estos supusieron el 50% del PIB y el total de la deuda externa. Con el margen de acción muy disminuido, el FMI es la única tabla de salvación financiera para Moreno que, como contrapartida, se ha visto en la necesidad de sincerar las cuentas y acometer un ajuste, suspendido a raíz de la magnitud de la protesta social y la falta de acuerdo entre el gobierno y el legislativo.
Chile, la economía más fuerte y desarrollada de la región, atraviesa un período de prologada ralentización que le ha llevado a crecer de una media del 6,1% (1990-1999) al 3,5% en esta década (incluso por debajo del 3% en 2019). Un crecimiento insuficiente para satisfacer las nuevas y más sofisticadas demandas de las clases medias y absorber las presiones del mercado laboral. El ejemplo más gráfico de esta frustración de expectativas y desafección fueron las 1.200.000 personas que salieron en octubre a las calles de Santiago, imagen icónica del extendido malestar “clasemediero”. Unas movilizaciones que lejos de atenuarse, se prolongaron en noviembre obligando al gobierno a poner en marcha una no prevista agenda social y a proponer, incluso, un cambio de modelo institucional, convención constituyente mediante, que debe ser ratificado en referéndum.
Si bien Chile ha reducido su desigualdad (coeficiente de Gini) desde 1990, es el sexto país más desigual de América Latina y el decimocuarto del mundo. Tiene altos ingresos, aunque con baja presión tributaria (en torno al 20%, mientras el promedio de la OCDE es del 34%) y bajo gasto social como proporción de la economía (alrededor de un 11% del PIB, comparado con un promedio de alrededor de un 20% en la OCDE).
El nuevo ministro del Interior chileno, Gonzalo Blumel, apunta a que confiaron excesivamente en la capacidad de su modelo económico y social para corregir los errores de las décadas pasadas y que, si bien la gente valora el progreso de los últimos 40 años, también es muy crítica respecto a su distribución. Las clases medias han soportado el esfuerzo y entre los principales temores de la ciudadanía en materia social están la sanidad pública, las pensiones, la posibilidad de perder el empleo, la inseguridad y un fuerte endeudamiento consecuencia de alguna de las situaciones anteriores. A esto se suma el déficit institucional, ya que “el Estado no ha estado a la altura de lo que… [se] necesita”. Se ha sido muy tolerante con la corrupción, a la vez que el sector privado tuvo fallos importantes: abusos, privilegios y malas prácticas. Si bien “el modelo ha generado una enorme cantidad de beneficios… la distribución de [sus] frutos no ha sido equitativa”. Concluye Blumel que, en este contexto, “las personas enfrentan mayor incertidumbre laboral” y que esa frustración explica en gran medida los últimos estallidos: “Uno de los problemas más profundos para la democracia es la polarización y fragmentación del sistema político, que hace muy difícil llegar a acuerdos para procesar las demandas de la ciudadanía”.
(2) El incremento del malestar social
El estancamiento del PIB alimenta el malestar social, un desapego ciudadano de larga data que se ha recrudecido al empeorar el entorno económico. Es una respuesta ante unos Estados ineficientes e incapaces de poner en marcha políticas públicas eficaces en seguridad, transporte, educación o sanidad, ni garantizar la transparencia en la lucha contra la corrupción. Y, sobre todo, que no recupera las elevadas tasas de crecimiento de la “década dorada” (2003-2013).
La subida de tarifas en Chile y Ecuador no fue la raíz de las protestas sino el catalizador que convirtió el preexistente caldo de cultivo (insatisfacción por las brechas sociales, degradación en la calidad de vida y el bienestar, así como la falta de oportunidades y de una sólida red de protección social –bajas jubilaciones– y ante imprevistos) en un estallido social. Chile, la economía modélica por crecimiento sostenido y capacidad de reducir la pobreza, y que aspiraba a codearse con las naciones más desarrolladas del mundo, esconde otra realidad: la persistencia de la desigualdad y la reducción de beneficios sociales junto con la existencia de una clase media con sueldos bajos y acceso a deficientes servicios públicos. Como señaló el expresidente Ricardo Lagos: “esta crisis irrumpe cuando todo ese sector que dejó atrás la pobreza siente que ese ascenso se hace cada vez más cuesta arriba y más contaminado de desigualdad. Desigualdad en los servicios de salud, en los niveles de la educación, en los salarios, en las pensiones, en los accesos a servicios públicos. Y todo ello contaminado por el deterioro de las instituciones en la visión de los chilenos”.
El problema social de Chile es similar al de otros muchos países latinoamericanos presos de la trampa de las rentas medias. No es la pobreza, que se ha reducido del 30% en 2000 al 6,4% en 2017, sino la desigualdad y la vulnerabilidad. Chile sigue siendo el más desigual de la OCDE, con una brecha de ingresos un 65% más amplia que el promedio del bloque. Los países de ingresos medios que no dan el salto cuentan con una numerosa y reciente clase media, la mayoría vulnerable, con empleos de baja calidad, generalmente informales, una protección social insuficiente y el riesgo de recaer en la pobreza. Ante el deterioro de las oportunidades debido al estancamiento económico, las clases medias vulnerables temen perder su reciente estatus social a causa de determinadas medidas económicas (subida de tarifas y recorte de subsidios) que golpean sus ajustados ingresos. Por su parte, las clases medias consolidadas afrontan una reducción en sus expectativas de mejora personal e intergeneracional. Esto también escondían las protestas y disturbios en Ecuador. El ajuste de Moreno generó malestar en una población expuesta a perder poder adquisitivo y, por ende, calidad de vida.
De ahí la frustración observada en las calles de Chile, Colombia o Ecuador. Las clases medias se acercaron hasta las puertas del paraíso durante la “década dorada” pero no entraron en él, como apunta Patricio Navia para Chile: “Las verdaderas razones detrás de la rabia radican en la frustración de una población a la que se le prometió el acceso a la tierra prometida de la clase media, pero a la que se le ha negado dicho acceso en la puerta debido a un campo de juego sin nivel caracterizado por una élite abusiva, un gobierno que no responde y una promesa incumplida de meritocracia e igualdad de oportunidades”.
(3) Incertidumbre, compleja gobernabilidad y parálisis reformista
De la trampa de la renta media, en la que están los países latinoamericanos, sólo se sale con reformas estructurales, que todavía son una asignatura pendiente en la región. Y que no se están impulsando, salvo excepciones (el Brasil de Bolsonaro), bien por falta de voluntad política (Venezuela y México) o de apoyos suficientes en el legislativo (Perú y Colombia) y en las calles (Ecuador y Chile).
El trienio electoral 2017-2019 se ha convertido en un período en el que el margen para implementar estas reformas se ha reducido. Las urnas y las dinámicas electorales son un obstáculo para introducir estos cambios por su alto coste político y social. Una vez pasado este período electoral ha emergido otro obstáculo que ralentiza, en unos casos, o bloquea, en otros, la implementación de una agenda reformadora: la ausencia de consensos entre los principales actores políticos y de mayorías sólidas en los legislativos que apoyen las propuestas gubernamentales. Incluso los países que más han avanzado en las reformas estructurales (Brasil y Colombia) se han encontrado con la misma rémora: los gobiernos están en minoría en las cámaras, la oposición muy dividida y fragmentada y hay una fuerte polarización, así como falta de consenso sobre las reformas y su sentido.
Estos tres factores complican y ralentizan, cuando no paralizan, las reformas porque el margen de acción de los gobiernos minoritarios es muy reducido. Es más complejo pactar con una oposición fragmentada y encontrar un mínimo común denominador para impulsar estas reformas en ausencia de una agenda consensuada. Para América Latina son tiempos inciertos: la mayoría de los ejecutivos afrontan problemas de la gobernabilidad (Ecuador) y la estabilidad del sistema político (Bolivia). Gobernar se hace cada vez más difícil por la ausencia de consensos institucionales y visiones comunes. Así, los gobiernos afrontan serios obstáculos para sacar adelante reformas que acaban bloqueadas, como en Chile –y más tras las protestas– o en Ecuador y Colombia. El consenso ha sido sustituido por grietas sociales y políticas que impiden acordar políticas de Estado.
La causa de esa parálisis reformista está en unos sistemas de partidos deslegitimados ante la ciudadanía, que no canalizan adecuadamente las demandas político-sociales, y en la ineficiencia de unos modelos institucionales donde conviven legislativos fragmentados y polarizados junto a presidentes débiles y limitados para impulsar proyectos políticos coherentes. Todo ello mina la confianza de la ciudadanía en sus representantes políticos y ha desembocado en una creciente desafección política e insatisfacción respecto a la democracia, a la que sólo apoya el 48% de la población, según el último Latinobarómetro.
Esos sistemas políticos y partidistas, que no parecen capaces de resolver los problemas de gobernabilidad, han conducido a América Latina a un tiempo de incertidumbre. En Perú, Martín Vizcarra, después de tres años de parálisis legislativa y choques entre el legislativo y el ejecutivo, cerró el Congreso y convocó unas nuevas e inéditas elecciones legislativas. En Bolivia, el Tribunal Supremo Electoral, cooptado y dominado por el oficialismo, llevó a cabo un polémico recuento que degeneró en protestas masivas y en la posterior caída de Evo Morales, señalado por la OEA de presidir un fraude electoral y huérfano de apoyo por parte de las fuerzas armadas y policiales.
Los nuevos ejecutivos regionales poseen un escaso margen de acción para impulsar cambios e incluso ajustes como el que pretendía Moreno en Ecuador. Al limitado apoyo político de los gobiernos en minoría, se unen mandatarios con insuficiente respaldo social, como en Colombia, Ecuador y Chile. Esa situación produce gobiernos endebles para afrontar la oposición legislativa y la popular en las calles. Mientras Ecuador asiste a una compleja renegociación para decidir el rumbo futuro, en Chile el centro de los cambios se ha traslado a la elaboración de una nueva constitución y en Colombia se ha creado una mesa de diálogo nacional.
Los sucesos de Ecuador y Chile, el vuelco electoral en Argentina y el deterioro de la gobernabilidad en Bolivia anuncian los nuevos tiempos. Tras la “década dorada” se abrió un período de estancamiento (2013-2019) marcado por el bajo crecimiento y un aumento del malestar social. Los gobiernos, con decreciente respaldo político y social, demoraron desde 2013 la puesta en marcha de reformas estructurales y el temor a las fuertes movilizaciones en su contra ha desembocado, ahora, en una parálisis reformista.
Es el caso de Macri, que optó por el “gradualismo” (2015-2018) hasta que al empeorar el panorama no tuvo más remedio que realizar un duro plan de ajuste (2018-19), ya sin respaldo social y cuando se había reducido su margen de maniobra. Algo parecido le ocurrió a Moreno, quien apostó por el cambio político (acabar con el predominio del correísmo) y demoró la aplicación de reformas económicas maniatado por su debilidad política. La movilización social en Chile hace prever las dificultades de Piñera para retomar su agenda de reformas estructurales. De hecho, este mes de altercados ha transformado su agenda de gobierno: de priorizar reformas económicas como la tributaria ha pasado a centrarse en otras sociales y político-institucionales (cambio de constitución). En Bolivia emerge una nación polarizada, partida política, étnica y geográficamente, lo que va a dificultar la búsqueda de nuevos de consensos.
Conclusiones
Ya finalizado el trienio electoral 2017-2019, América Latina se enfrenta a una nueva época por el triple reto que debe afrontar: (1) el político-institucional, derivado de unos Estados y unas clases políticas incapaces de ofrecer bienes públicos de calidad en salud, educación, justicia, transporte y seguridad; (2) el reto social, dada la desigualdad arraigada históricamente que interpela a sociedades de clases medias más exigentes y con renovadas aspiraciones; y (3) el reto económico, pues el modelo de desarrollo produce un crecimiento insuficiente que profundiza la desigualdad y provoca frustración de expectativas en cuanto a movilidad social y progreso.
El voto de castigo a los oficialismos, el respaldo a candidatos personalistas y anti-establishment (Bolsonaro y Bukele), los quiebros institucionales (Perú y Bolivia) o estallidos sociales (como el liderado por los indígenas ecuatorianos o los sectores medios y populares en Chile) nacen de un creciente malestar social, alimentados por la anémica expansión económica y acrecentados por la falta de oportunidades para una población que aspira a una mejor formación académica y a encontrar empleos formales y bien remunerados. Finalmente, el voto se convierte en una herramienta de protesta contra sistemas políticos y partidistas disfuncionales.
Las manifestaciones en Chile, el paro en Colombia, las protestas en Ecuador, la crisis institucional en Perú, el colapso del régimen de Morales en Bolivia y el vuelco electoral en Argentina y en Uruguay se han producido a lo largo de un mes y medio y responden a distintas realidades nacionales, así como a lógicas históricas y dinámicas diferentes. Hay un sustrato común (frustración de expectativas, bajo crecimiento, desigualdad, pobreza, corrupción, violencia y narcotráfico, desafección con la democracia y sus instituciones, repudio a los políticos, impacto negativo de la “nueva política”, y de las redes sociales y de las fake news) pero todos estos factores no están presentes con igual peso y de forma simultánea en cada nación.
América Latina vive, parafraseando la última novela de Mario Vargas Llosa, “tiempos recios” en los que el reto pasa por diseñar una alternativa socioeconómica y político-institucional capaz de evitar que el ensueño del revanchismo social genere monstruos en forma de revuelta social y populismos de diferente procedencia. La respuesta a la actual crisis regional es política y pasa, entre otras cosas, por alcanzar consensos a largo plazo para poner en marcha reformas estructurales de carácter integral capaces de construir instituciones y un Estado eficaz y eficiente que promueva y facilite el cambio de matriz productiva y crecimiento con inclusión social: una tarea titánica pero ineludible para que los países latinoamericanos no queden cautivos perennemente en la trampa de la renta media, antesala para una decadencia prolongada al margen de las grandes corrientes económicas y tecnológicas internacionales.
Carlos Malamud
Investigador principal, Real Instituto Elcano| @CarlosMalamud
Rogelio Núñez
Investigador senior asociado del Real Instituto Elcano y profesor colaborador del IELAT, Universidad de Alcalá de Henares| @RNCASTELLANO
1 Si bien inicialmente Lenín Moreno fue elegido por la izquierda autoritaria, en tanto candidato de la correísta Alianza País, tras llegar a la presidencia acabó distanciándose de su antecesor y es posible ubicarlo en el centroizquierda. Por su parte Nayib Bukele, si bien procede de un partido de izquierda, el FMLN, tras romper con esta fuerza acudió a los comicios apoyado en GANA, de centroderecha. Finalmente, no se incluye el resultado de la elección de Bolivia al haber sido anulada a todos sus efectos.