Tema: La celebración del 50 aniversario de la firma del Tratado de Roma está poniendo de relieve lo acentuado de las divisiones en el seno de la Unión Europea.
Resumen: La celebración del 50 aniversario del Tratado de Roma, el 25 de marzo de 2007, va a ofrecer una excelente oportunidad para averiguar la profundidad de las aguas que separan a los Estados miembros en cuanto al futuro de Europa y, más concretamente, del Tratado Constitucional. A priori, conmemorar lo logrado en estos 50 últimos años no debería ser objeto de grandes controversias: los logros en cuanto a la paz y prosperidad de Europa son evidentes y bien visibles. El caso es que, según se acerca la fecha, los Estados miembros, en lugar de sentarse a la mesa a reflexionar sobre lo logrado durante estos 50 años y discutir abiertamente acerca de qué se quiere lograr en las próximas décadas, parecen estar atrincherándose de cara a las inminentes negociaciones acerca del futuro del Tratado Constitucional.
Análisis: La Presidencia alemana tiene encomendada la elaboración, con motivo de la conmemoración del 50 aniversario del Tratado de Roma, de una declaración. La iniciativa, asumida por el Consejo Europeo en junio de 2005, partía de la Comisión Europea, que en su comunicación de 10 de mayo había sugerido a los Estados miembros que aprovecharan el 50 aniversario del Tratado de Roma para, mediante una “declaración solemne”, “reconstruir el clima de confianza y reconectar a los ciudadanos con la Unión” (A Citizen’s Agenda: Delivering Results for Europe”, COM 2006 211 f). Más que un ejercicio retórico en el que se repitieran los tópicos habituales en la euro-jerga establecida (en demasiadas ocasiones incomprensible para los ciudadanos), se trataría de una declaración corta, directa, expresada en un lenguaje cercano, que los ciudadanos pudieran entender y compartir. La realidad, sin embargo, se está moviendo en una dirección distinta, ya que la que se llamará “Declaración de Berlín” está encontrando notables dificultades en su camino.
Una declaración no tan inofensiva
En rigor, el afán conmemorativo pudiera parecer equivocado, pues si existe un fecha realmente fundacional de la Unión Europea es el aniversario de la Declaración Schuman, el 9 de mayo de 1950 (no parece, desde luego, una coincidencia que el día oficial de Europa sea el 9 de mayo y no el 27 de marzo). Pero dado que los Estados Miembros ya dejaron pasar sin pena ni gloria el 50 aniversario de la Declaración Schuman, el empeño podría merecer la pena. Por otra parte, como señalara Josep Borrell, presidente del Parlamento Europeo, a los miembros del Consejo reunidos en junio de 2006, en una intervención que no fue muy bien recibida por los Jefes de Estado y Gobierno de aquellos Estados que no han ratificado la Constitución Europea, si lo que se estaba preparando era una declaración sobre valores y principios, no tenían más que abrir la Constitución Europea y leer su Preámbulo, la Parte I y la Carta de Derechos Fundamentales. Allí no sólo estaba todo dicho, sino firmado por los 25 Estados.
Más allá de estos detalles, la citada declaración se presentaba y justificaba como parte de un paquete de medidas que, a juicio de la Comisión, serviría para cerrar la brecha ciudadana abierta por los referendos en Francia y en los Países Bajos. Entre otros aspectos, la Comisión Europea proponía en la citada comunicación: completar el mercado interior; profundizar su dimensión social; reforzar el Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia; abrir un debate acerca de la estrategia de ampliación; mejorar la coherencia de la acción exterior de la UE; involucrar más estrechamente a los parlamentos nacionales en el proceso legislativo europeo; y, finalmente, crear las condiciones necesarias para lograr un acuerdo en torno a las reformas institucionales necesarias para hacer que la UE funcionara. La declaración era por tanto una pieza esencial en un engranaje destinado a revitalizar e impulsar la UE.
En consecuencia, la declaración del 50 aniversario fue entendida desde un principio como un ejercicio de contenido y objetivos políticos, no como una mera conmemoración histórica. De ahí que la Comisión hablara de una declaración “política” en la que se expusieran no sólo “los valores” de Europa sino también sus “aspiraciones” así como “su compromiso común de alcanzarlos”. Más concretamente, en su respuesta a la canciller Angela Merkel con motivo de la presentación del programa de trabajo de la Presidencia alemana ante el Parlamento Europeo, el 17 de enero, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, pedía a los líderes europeos que se pusieran a la altura de los padres fundadores, hicieran frente a los desafíos que éstos no pudieron imaginar en 1957 y prepararan a los europeos para la globalización, en definitiva, “que pensaran en una Europa de economías y sociedades abiertas que contara activamente con los ciudadanos, no que los ignorara”.
En cuanto a los contenidos de la Declaración de Berlín, Barroso apostaba ante el Parlamento Europeo por una declaración “política” acerca de “la Europa que queremos para los próximos 50 años” y proponía cinco elementos sustantivos: primero, “solidaridad”, entendida como cohesión económica y social; segundo, “sostenibilidad” medioambiental, especialmente en lo relativo al cambio climático; tercero, “responsabilidad” en cuanto al ejercicio del poder por parte de las instituciones europeas en condiciones de transparencia y accesibilidad para los ciudadanos; cuarto, “seguridad” para los europeos, compatible con el máximo grado de libertad; y, quinto, la promoción de los valores de Europa en el mundo.
Sin embargo, las dudas y problemas en torno a esta iniciativa ya han hecho su aparición. En primer lugar, mientras que el Consejo Europeo de junio de 2006 (en su punto 49) aceptó la propuesta de la Comisión en los términos por ésta planteada (en el sentido de promover una “declaración política en la que se expongan los valores y aspiraciones de Europa y se confirme su compromiso común de alcanzarlos”), seis meses más tarde, en diciembre, el Consejo Europeo se limitaba a “reiterar la importancia de conmemorar el 50º aniversario de los Tratado de Roma con objeto de reafirmar los valores del proceso de integración europea” (punto 3). Quedaba pues en entredicho si la declaración sería “política”, si se hablaría de “aspiraciones” y si, más allá de la conmemoración, se lograrían “compromisos” de cara al futuro.
Con posterioridad, las primeras consultas en torno a la elaboración de dicha declaración no han hecho sino confirmar las dificultades. Tras la reunión de los “amigos de la Constitución” en Madrid el día 25 de enero, parece evidente que la declaración del 50 aniversario se ha convertido en una tierra de nadie en la que los Estados intentan tomar posiciones de cara a las futuras negociaciones en torno al Tratado Constitucional. Por un lado, la Comisión Europea quiere que la Declaración endose la lista de cinco prioridades propuesta por el presidente Barroso ante el Parlamento Europeo. Por otro, la Presidencia alemana sugiere poner un gran énfasis en la dimensión social del proyecto europeo, en una maniobra que se interpreta como un intento de ofrecer al electorado francés una visión más amigable de la Europa constitucional. Más allá, sin embargo, países como el Reino Unido plantean centrarse en la celebración de la ampliación y la caída del muro, lo que inevitablemente irritará a aquellos Estados miembros para los cuales las últimas ampliaciones de la UE son percibidas negativamente. Por su parte, la República Checa exige una declaración en línea liberal y transatlántica mientras que, fiel a sí mismo, el Gobierno polaco antepone como objetivo que la Declaración de Berlín hable de las raíces cristianas de Europa y la identidad europea. Claramente pues, estamos ante una evidente toma de posiciones respecto al debate que se avecina.
El riesgo de ruptura
El período de escucha y reflexión (para muchos de mera parálisis) ha sido sustituido por un período de tanteo que cada vez se parece más a una negociación intergubernamental, eso sí, de momento soterrada. En este sentido, la reunión de los “amigos de la Constitución” celebrada en Madrid ha tenido como efecto indudable el acelerar el debate en torno al futuro de Europa. La reunión ha sido un éxito; así lo han reconocido públicamente incluso aquellos que, como el eurodiputado liberal Andrew Duff (autor de un interesantísimo “Plan B” para rescatar la Constitución Europea) habían cuestionado con dureza la oportunidad de dicha reunión (véase, por ejemplo, el artículo de Andrew Duff en el Financial Times del 30/I/2007).
La razón del éxito de la reunión estriba en que con anterioridad a ella la propuesta del candidato de la UMP a la presidencia y ministro del Interior francés, Sarkozy, referida a un “mini-Tratado” centrado en los aspectos institucionales, había cobrado un protagonismo muy elevado en el debate europeo, dándose por hecho incluso en algunos medios que el plan de Sarkozy contaba con el aval de la canciller Merkel caso de que éste fuera elegido presidente. Después de la reunión de Madrid, sin embargo, ha quedado claro que en lugar de un “mini-Tratado”, una mayoría muy amplia de Estados prefería una opción que podríamos llamar “Constitución plus” es decir, un método de salida de la crisis que pasara por retocar el texto constitucional, complementarlo y adaptarlo a las necesidades del consenso a 27, no por deshacer los delicados equilibrios y compromisos en los que éste se basa. Por tanto, después de la reunión de Madrid ha quedado claro que la solución propuesta por algunos (un Tratado meramente institucional) aunque pudiera satisfacer a franceses, alemanes y británicos por diversas razones, no refleja el sentir mayoritario de los Estados miembros, ni tampoco tiene tantas posibilidades de salir victoriosa como se pensaba.
Como era de esperar, la reunión de Madrid no ha sido muy bien recibida en aquellos países que cuentan con que la salida a la actual crisis pase por enterrar la Constitución Europea. En los Países Bajos y en la República Checa, por ejemplo, la hostilidad hacia la reunión de Madrid ha sido aireada públicamente. En los Países Bajos, la discusión acerca del Tratado Constitucional se encuentra en máximos de animadversión contra todo lo que representan los aspectos políticos del proceso de integración. Mientras, el negociador designado por el Gobierno checo, Jan Zahradil, ha dejado claro que su país rechaza no sólo salvar la Constitución sino (como propone la Presidencia alemana) preservar siquiera su sustancia. El problema es que en un escenario caracterizado por una negativa radical de cuatro países (el Reino Unido, Polonia, República Checa y Países Bajos) a aceptar salvar ni siquiera la “sustancia” del Tratado Constitucional, la posibilidad, y tentación, de ruptura de la Unión estaría claramente encima de la mesa.
En este sentido, es posible anticipar que el resultado de las elecciones presidenciales francesas tendrá un impacto muy importante dependiendo de quién llegue al Eliseo. Allí, el entorno de Sarkozy, consciente de la situación creada por la reunión de Madrid, se ha apresurado a desmentir que su propuesta se limite a los aspectos institucionales y está haciendo un esfuerzo por hacerla más atractiva. El eurodiputado Lammasoure, principal promotor de la iniciativa de Sarkozy, se encuentra así en una difícil posición: por un lado, su propuesta no debería parecerse mucho a la del Reino Unido, so pena de ofrecer un flanco muy fácil para la crítica; por otro, la toma de posición de Ségolène Royal a favor de una Constitución plus o reforzada con aspectos sociales, seguida de un segundo referéndum ratificatorio, aunque es muy arriesgada políticamente, puede complicar enormemente la campaña electoral a Sarkozy, que quiere a toda costa eludir el referéndum.
Pero donde las cosas están tomando un cariz más preocupante es en el Reino Unido. Allí, de acuerdo con lo publicado (¿o interesadamente filtrado?) en The Times el 1 de febrero Blair y Brown coincidirían a la hora de mostrarse inflexibles en cuestiones europeas. Aunque los vaivenes de la política europea del Reino Unido son bien conocidos, es evidente que algo muy profundo ha cambiado en el Reino Unido desde que Tony Blair, Jack Straw y Denis McShane enviaran a la Cámara de los Comunes el proyecto de ley de ratificación de la Constitución Europea.
Entonces argumentaron vehementemente a favor del texto Constitucional, afirmando el propio Blair: “La Constitución traerá consigo auténticas mejoras que harán a Europa más efectiva, más responsable ante los ciudadanos y más fácil de entender […] Creo que es un buen resultado para Gran Bretaña y para Europa. Podemos enorgullecernos del firme papel que hemos representado en la creación del Tratado – un papel ampliamente reconocido a lo largo de la UE” (White Paper on the Treaty Establishing a Constitution for Europe, FCO, septiembre de 2004, p. 3). A su zaga, Jack Straw apelaba al patriotismo británico para recabar el apoyo a la Constitución Europea argumentando: “Es un Tratado que verdaderamente refleja una visión británica para Europa […] La decisión que se le presenta al pueblo británico, cuando llegue el referéndum, será fundamental para nuestros intereses nacionales. Si rechazamos este Tratado, Gran Bretaña se encontrará en Europa debilitada y aislada” (“The Patriotic case for the EU Constitution”, Written Statement by Jack Straw, Foreign Secretary, 26/I/2005).
Sin embargo, las cosas han cambiado y mucho. Blair, Straw y MacShane se propusieron entonces dar un giro copernicano a la tradicional política europea del Reino Unido, que según el propio MacShane consistía en “no ver a Europa, no hablar de Europa, no oir a Europa” (“Our Last Chance to Make Europe Work”, The Observer, 16/V/2005). La realidad es que, lejos de liderar Europa, el Gobierno laborista se encuentra doblemente atrapado entre sus electores y sus promesas. Por un lado, consciente de que los conservadores son más fuertes electoralmente en cuestiones europeas dadas las escasas simpatías que la Constitución Europea suscita entre el electorado (sólo un 40% la apoyaba según el último Eurobarómetro, EB 66/2007, p. 35), el Gobierno laborista necesita a toda costa evitar la “europeización” del debate político nacional de cara a las elecciones generales del 2008. Por otro, dada la promesa de Blair de realizar un referéndum sobre el Tratado Constitucional, sólo podría aceptar una reforma absolutamente de mínimos, que en modo alguno pudiera ser comparada con la Constitución Europea y que no requiriera un referéndum en el Reino Unido. El margen de maniobra de Blair-Brown es, pues, mínimo, y los riesgos electorales muy elevados.
En consecuencia, todo indica que Blair y Brown piensan explotar a fondo la carta interna a la hora de condicionar a la baja las negociaciones europeas. Eso sí, mientras que en las negociaciones de 2004 que llevaron a la Constitución Europea el resto de los europeos aceptaron todas las “líneas rojas” planteadas por los británicos –en la creencia de que este sería el Tratado que traería al Reino Unido al corazón de Europa–, las cosas no van a ser tan fáciles para Blair y Brown esta vez. Aunque la Alemania de Merkel quiere que el Reino Unido esté en la UE, y hará todo lo posible por acomodarlo, puede haber otros países que no estén dispuestos a aceptar un segundo chantaje británico y se planteen jugar la carta de la retirada parcial del Reino Unido de la Unión (tesis que parece que tendría algunos adeptos dentro del Partido Conservador y que personas como Lord Blackwell, asesor de John Major entre 1995 y 1997, están planteando abiertamente –véase el Financial Times de 29/I/2007–).
En el otro extremo, el primer ministro belga, Guy Verhofstadt, es un reconocido partidario de tensar la cuerda y, si es necesario, provocar la ruptura. De momento, sus tesis son minoritarias, pero todo parece apuntar a que una victoria de Royal en las elecciones presidenciales francesas pondría las cosas muy complicadas al Reino Unido y, por extensión, a la Unión Europea, que muy probablemente se enfrentará a un riesgo real de ruptura. Cruzando las promesas que está realizando Royal durante su campaña (mantener la Constitución Europea y mejorarla, añadiendo elementos sociales) y las posiciones que están fraguándose en el Reino Unido, resulta muy fácil adivinar que las zonas de intersección entre lo que querría Brown y lo que querría Royal son prácticamente inexistentes tanto en los aspectos de contenido como formales (los británicos se han comprometido a no hacer un referéndum y Royal a hacerlo).
El bloqueo es pues evidente. Por un lado, el deseo de lograr la plena incorporación del Reino Unido al núcleo de la Unión Europea aconsejó aceptar muchas de las demandas británicas (las tan traídas y llevadas “líneas rojas”). A cambio, sin embargo, el texto se hizo muy difícilmente aceptable por la izquierda francesa. “La izquierda y derecha francesas”, escribía Denis MacShane el 31 de mayo en The Times “estaban en lo cierto al afirmar que el Tratado era excesivamente británico. Por primera vez en la historia el Reino Unido ha estado en la primera línea de las negociaciones. La cara pública de las negociaciones era Giscard d’Estaing, pero la mano que controlaba el teclado (sic) era la del diplomático británico más brillante de la posguerra, Sir John Kerr. Su genio a la hora de promover los intereses básicos del Reino Unido le han hecho una estrella académica en los cursos de redacción de Tratados que se imparten en Bruselas, Washington y Paris”.
El resultado no pudo ser más paradójico: la necesidad británica de presentar el Tratado Constitucional como un éxito británico hizo imposible su ratificación en Francia. A su vez, el “no” francés en el referéndum hizo imposible el referéndum británico. A fecha de hoy, la situación sigue bloqueada exactamente en el mismo punto. Dado que un acuerdo en torno a la Constitución que satisficiera a la izquierda francesa difícilmente satisfaría al Reino Unido y viceversa, uno de los dos líderes tendría que ceder (Brown en su minimalismo, Royal en su maximalismo). En consecuencia, aunque una victoria de Royal mejoraría las posibilidades de que las negociaciones en torno a la Constitución Europea fueran más favorables a las posiciones de España en torno a una Constitución plus, también es cierto que el riesgo de ruptura en dos bloques de la Unión Europea sería mayor. En contraste, aunque las posiciones de Sarkozy se alejan más de los intereses de España, su riesgo de lograr imponerse es mayor, porque es posible anticipar que Merkel y Brown podrían lograr un acuerdo de mínimos con mayor facilidad si Sarkozy estuviera en Elíseo.
Conclusión: Las negociaciones acerca de la redacción de la Declaración del 50 aniversario del Tratado de Roma, que se celebran en paralelo a los primeros movimientos en torno al futuro de la Constitución Europea, están ofreciendo un buen indicador de la fragilidad de la política europea. No parece tiempo de celebración y de reflexión, sino de tomar posiciones, cavar trincheras, elegir las mejores alturas y lanzar mensajes de advertencia. De seguir las cosas así, en lugar de ofrecer una magnífica oportunidad para discutir sobre nuestro futuro en común, la declaración del 50 aniversario se convertirá en un lodazal, preludio de una Conferencia Intergubernamental que se anuncia muy complicada. Los mismos problemas siguen encima de la mesa, aunque agravados por el paso del tiempo y el deterioro de las expectativas, sin que se hayan planteado fórmulas nuevas. En estas circunstancias, de no mediar un esfuerzo extraordinario por parte de los líderes europeos, la conmemoración del 50 aniversario del Tratado de Roma bien puede ser el primer hito en un proceso de ruptura o demolición selectiva del proceso de integración europeo.
José Ignacio Torreblanca
Investigador principal de Europa, Real Instituto Elcano