Tema: La magnitud del atentado de Londres, decreciente respecto a los grandes ataques anteriores, plantea la cuestión de si se trata de una mengua de las capacidades de al-Qaeda o de una opción estratégica por la que se ha optado con plena consciencia.
Resumen: Es indudable que las capacidades de al-Qaeda han sido mermadas con la pérdida de su base afgana y el acoso policial al que están sometidas en todo el mundo, pero la no repetición de un ataque de la magnitud del 11-S y el hecho de que no hayan vuelto a golpear en los EEUU, cabeza de la coalición cruzado-judía, indica que en la necesidad que supone sus limitaciones han encontrado la virtud estratégica que lleva a limitar la respuesta de sus enemigos y a sembrar la división entre ellos.
Análisis: Desde las primeras horas después del múltiple atentado del jueves 7 de julio, las autoridades británicas han seguido una política de asombrosa sobriedad informativa, en un momento en que era máxima la presión de los medios y, tras ellos, de la opinión publica, con londinenses y otros tratando de localizar a familiares que podrían haber estado viajando en los transportes públicos afectados. Tal política no es el fruto de la improvisación. Es una línea de comportamiento decidida minuciosamente de antemano. No sabemos de cuanto atrás puede venir pero es seguro que los acontecimientos del 11-M madrileño y las 72 horas posteriores tienen que haber causado un impacto en el planeamiento de la gestión de una hipotética, y ahora materializada, crisis terrorista.
Por supuesto, tanto en Londres como en Madrid los terroristas consiguieron el efecto sorpresa. De hecho, ésta pertenece a la esencia de sus ataques. De no lograrla hubieran sido impedidos preventivamente, como así sucede en muchos más casos que aquellos en los que los atacantes ven su objetivo cumplido. Pero la sorpresa de cada capital es de naturaleza muy distinta. En Madrid fue estratégica: a la mera posibilidad del atentado se le asignaba una probabilidad muy baja. Tanto los servicios de seguridad como el gobierno pensaban que España estaba razonablemente a salvo de un ataque islamista precisamente porque esa gente usaba nuestro territorio como base logística de sus operaciones en otras partes. Por el contrario, desde el 11-S y, por tanto, ya desde antes del derrocamiento de Sadam, los británicos se consideraban un objetivo natural de la fobia yihadista contra la corruptora influencia en el Oriente Medio de las potencias cruzado-judías, por su propio pasado en la región, su proximidad política a EEUU y su carácter netamente occidental.
Un elemento esencial de la reacción británica al 11-M español fue reforzar su convicción de que estaban en el punto de mira de al-Qaeda y sus semejantes. No había duda sobre el qué, sólo sobre el cuándo. No hubo, por tanto, sorpresa estratégica sino táctica, el dónde y el cuándo. Pero dado que la selección de la fecha también tiene profundas implicaciones estratégicas, y que el modus operandi de los guerreros del terror, aunque obviamente sometido a cambios adaptativos, es conocido con bastante precisión, se viene contando desde hace tiempo, y no sólo en el Reino Unido, con que el hecho fatídico se produzca coincidiendo con algún gran acontecimiento interior o internacional que sirviera de caja de resonancia mundial y que incremente al máximo la presión para conseguir los efectos políticos deseados. Por eso, la alerta es máxima en momentos electorales. Así fue en EEUU en torno al 2 de noviembre del pasado año y de nuevo con la toma de posesión el 20 de enero último. Ha habido ahora cierta especulación respecto al triunfo de la candidatura Londinense como ciudad olímpica en el año 2012, pero los atacantes no podían conocer el resultado de antemano. La coincidencia ha sido un golpe de suerte para ellos.
Gracias a la mentalización a la que nos referimos más arriba, todo lo que en Madrid fue respuesta improvisada, en Londres está siendo fruto de la preparación. Ya desde el 11-S los británicos dieron por descontado que ellos eran un excelente objetivo para el terrorismo yihadista internacional. Los ataques madrileños no hicieron más que confirmarles en esa convicción. Se trataba de una cuestión de tiempo, aunque tan importante como cuándo se produciría el ataque, era cuándo el ataque que se iba a producir tendría éxito, cuándo conseguiría por fin burlar los mecanismos policiales que tan eficaces han sido en los intentos anteriores, pues en estos últimos años la policía ha desbaratado varios, y al menos uno de ellos se preparaba con substancias químicas. Y debemos dar por supuesto que los aparatos de seguridad, con frecuencia mediante acciones puramente rutinarias, frustran tramas y complots sin llegar a enterarse de que lo han hecho. La detención momentánea de una persona sospechosa, un determinado cargamento que no llega a entrar en el país o un emigrante ilegal devuelto a su origen, pueden ser acciones de mínima monta que logran conjurar un peligro invisible pero no por eso menos grave.
Por tanto no el qué, sino el cuándo era la cuestión para los responsables de la seguridad británica. Un gran acontecimiento es siempre una posibilidad atractiva para los terroristas. Sean cuales sean sus objetivos, la publicidad es siempre uno de ellos y con carácter claramente prioritario. Un atentado que pasase desapercibido sería un atentado fallido. Por grande que fuera el daño causado, no alcanzaría los restantes objetivos si se viera privado de la indispensable publicidad. El terrorismo respira noticia, sin ella moriría asfixiado. El objetivo primario es infundir terror lo más intensa y extensamente posible y eso requiere publicidad, cuanta más mejor. Los medios de comunicación son vehículos imprescindibles. En todo caso, en la sociedad mediática y de comunicaciones instantáneas y libres, grandes daños y sustracción de los hechos a la opinión pública son términos estrictamente incompatibles. Cuando expertos y ciudadanos de a pié, siempre víctimas potenciales de la táctica del terror, se devanan los sesos preguntándose cómo podríamos acabar con esta plaga contemporánea, una respuesta tan obvia como impracticable por absolutamente utópica sería privando a los autores de la notoriedad pública que les proporcionan los medios de comunicación. Pero eso está, sencillamente, fuera del horizonte de lo posible. Por otro lado, sabemos de los efectos devastadores que puede tener el rumor incluso donde los medios de comunicación están rigurosamente amordazados.
La máxima publicidad la proporciona no sólo la magnitud del ataque medido en destrucción material y vidas cercenadas, sino también el momento y el lugar adecuadamente elegidos. Depende asimismo de la audiencia a la que vaya dirigida la letal publicidad. Los vínculos intranacionales crean espacios de máximo impacto informativo, pero el ámbito civilizacional también actúa como mecanismo amplificador, dentro de su esfera. Si se trata de intimidar a Occidente, 200 muertos en Madrid producen una conmoción mucho más intensa en Europa, EEUU y Latinoamérica, y por tanto una fijación en la memoria mucho más prolongada, que la misma siniestra cifra en una discoteca de la remota Bali. La repercusión de 300 muertos en una concentración religiosa de chiíes en su ciudad santa de Najaf ante el venerado santuario del imán Alí es mucho menor entre nosotros que la que tendría un atentado con diez veces menos muertos en una audiencia del papa en la plaza de San Pedro. Cuando los ingleses con estoicismo y máxima alerta tratan de prevenir un golpe sangriento, Londres es en principio el lugar privilegiado, donde el eco puede ser máximo. La gran ciudad multirracial es también un teatro de operaciones comparativamente sencillo. Es más fácil, o más bien menos difícil, introducirse, mantenerse oculto y pasar desapercibido. La riqueza de objetivos escasamente defendidos o imposibles de proteger y de gran impacto es muy grande. Londres presenta un gran número de ventajas.
Pero la conveniencia táctica, operacional y estratégica del dónde está también relacionada con el cuándo. Si los terroristas hubieran podido golpear en Gleneagles y específicamente en el lugar de reunión de los miembros del G8, ese blanco hubiera sido todavía mucho más suculento, pero el grado de protección lo hacía absolutamente inalcanzable. Sin embargo, lo que ha sucedido y ha dejado de suceder desde el 11-S nos lleva a formular una pregunta que extrañamente no se está planteando. ¿Realmente estaría Bin Laden dispuesto a pulverizar a más de una docena de los líderes más importantes del mundo si se le presentara la ocasión? (Téngase en cuenta que a la reunión del Grupo de los 8 asisten otros varios invitados del máximo rango, como el presidente de la Comisión Europea y el secretario general de Naciones Unidas). La publicidad es de suma importancia pero no necesariamente se busca la máxima posible, puesto que el precio sería la reacción más intensa imaginable, sin contar con que en el paquete de víctimas del supermagnicidio estarían incluidos algunos cuyas discrepancias con el hegemón que lidera la fuerzas “cruzadas y judías” son de gran interés para los islamistas, con el fin fomentar la división en el frente enemigo.
Otra manera de plantear esta misma cuestión es preguntarse si un atentado de la magnitud del 11-S no ha vuelto a producirse por la imposibilidad física para llevarlo a cabo o como resultado de una opción estratégica muy meditada. Lo mismo cabe preguntarse respecto al lugar, los EEUU. Las dificultades materiales de planificadores y ejecutores se han multiplicado enormemente. La campaña no sólo americana sino verdaderamente universal contra el yihadismo terrorista ha mermado mucho sus efectivos, capacidades y recursos y ha erigido frente a su amenaza barreras defensivas que nunca llegan a ser del todo inexpugnables, como Londres nos recuerda, pero que no por ello dejan de ser un obstáculo poderoso a los propósitos de los estrategas del califato islámico, como lo prueban una variedad de atentados fallidos en diversos países, en los últimos años, incluyendo a España y el Reino Unido.
Por tanto, la gran cuestión es en qué medida el espaciamiento y la magnitud de los atentados responden a una merma de las capacidades de los yihadistas o a una decisión estratégica plenamente consciente. Puede que estén haciendo de la necesidad virtud, pero es más probable que la necesidad les haya llevado descubrir virtud en la contención. Cuando las capacidades son limitadas la desmesura no es estrategia. Un ataque limitado que consigue fines parciales –mellar progresivamente la unidad del bando contrario– y constriñe la respuesta del enemigo puede producir a la larga réditos estratégicos muy superiores. El combate no es a corto plazo. Mientras los yihadistas no estén en condiciones de producir cada pocos meses algo de la magnitud del 11-S o que netamente lo supere, una masacre cada 12/18 meses aunque mucho menos destructiva en vidas y bienes puede ser mucho más conveniente. El ataque más potente contra el enemigo más poderoso llevó a la destrucción de una magnífica base de operaciones que les parecía absolutamente segura. Sin Afganistán ya no hay campos de entrenamiento para reclutas terroristas contados por miles. Pero lo que está claro es que la lucha ha podido seguir. Hay que preservar otras bases y apoyos mucho más modestos y menos visibles. Y sobre todo hay que limitar la reacción y tratar de desunir al enemigo y aislar a su cabeza. ¿Hasta dónde la relativa seguridad de EEUU después del 11-S se debe a la eficacia de las medidas de defensa pasiva y activa que han tomado y hasta dónde a unas opciones estratégicas que priman el golpear a los aliados de forma restrictiva?
El número de muertos en Londres parece que se va a quedar por debajo de un tercio de los de Madrid. Ha sido suficiente. El eco no es menor. Una cifra todavía menor en Roma en vísperas de las elecciones puede tener la misma repercusión mediática y mayores consecuencias políticas. Así pues, ¿las víctimas ocasionadas son aproximadamente las que se pretendían? Con los medios de ataque desplegados una cuidadosa selección de blancos no menos blandos, es decir fáciles, pero mucho más densos, que abundan, podía haber conseguido una masacre mucho peor. ¿La magnitud es intencional o refleja una disminución de las capacidades? Sobre lo segundo no podemos estar seguros pero en todo caso lo primero parece altamente probable.
Otro aspecto a tener en cuenta es la pluralidad de blancos. La redundancia es siempre un imperativo táctico. Muchas son las circunstancias fortuitas que pueden frustrar el ataque mejor planificado. Al-Qaeda, como cualquier estado mayor competente, siempre cuenta con ello. Que de los cuatro aviones del 11-S tres alcanzasen su objetivo es, entre otras cosas, suerte. En Londres parece que han sido cuatro de seis. Es una forma de garantizar el éxito, pero es también un mensaje de capacidad y eficacia. El comentario ya casi instintivo apunta a la sofisticación del ataque. El impacto de la macabra cuenta final de cadáveres es mayor si está fraccionada en sumandos. El amenazador mensaje implícito es que con lo mismos medios pueden conseguir en cualquier momento una letalidad mucho mayor.
Eso sería factible en concentraciones humanas mucho más densas. Por ejemplo, las que se reúnen para asistir a un espectáculo. Pero al-Qaeda parece tener una fijación con los medios de transporte. Es una prioridad de cualquier estratega. Se extienden por millones de kilómetros sobre la faz de la tierra. Son, por tanto, altamente vulnerables y su bloqueo podría producir enormes perturbaciones en la sumamente interdependiente sociedad actual. Células de al-Qaeda ya han atentado varias veces, fracasando siempre, contra aviones comerciales por medio de misiles ligeros que se disparan desde el hombro, los llamados MANPAD, como el Stinger americano, de los que existen centenares fuera de control. Piénsese lo que supondría para las comunicaciones mundiales derribar simultáneamente cinco o seis aviones en otros tantos puntos del planeta. Durante varios minutos del despegue o aterrizaje el aparato está a tiro desde un área muy amplia en torno al aeropuerto, imposible de vigilar adecuadamente. Sobre el papel, una operación muy sencilla. Si al-Qaeda consiguiera los campos de prueba adecuados para los entrenamientos, podría intentarlo. A escala individual ya lo ha hecho. Lo lógico es que siga contando entre sus planes.
Pero un golpe de esa magnitud significaría un incremento sustancial de sus capacidades y un abandono de su actual línea de “moderación”, en la que lo asequible y lo conveniente parecen coincidir. Si al-Qaeda y el yihadismo terrorista renuncian de momento a igualar o batir su propio record establecido el 11-S, ¿cuál puede ser su propósito más allá del genérico de sembrar el terror? Dada la presión a la que están sometidos y como sucede habitualmente con la dialéctica del terror en cualquiera de sus formas, un objetivo presente en todas sus acciones es demostrar que siguen existiendo, esto es, que siguen siendo capaces de golpear. Es vital para mantener su capacidad de reclutamiento y el prestigio entre su clientela islamista radical. Dada la situación en Irak, podría ser una necesidad perentoria.
A lo largo del conflicto iraquí se ha dado un interesante cruce de misivas entre Al Zarqawi y Bin Laden colgadas en webs islamistas. Nunca puede existir una certeza absoluta sobre la autenticidad, pero no han sido desmentidas y son coherentes con todo el cuerpo de literatura yihadista y el contexto político. En ellas, primero el líder de las fuerzas de la guerra santa en Irak reclamaba ayuda al jefe de al-Qaeda, mientras éste parecía mantener distancias respecto a un competidor demasiado autónomo. Por fin, lo ha vuelto a cobijar bajo sus alas, apadrinando toda la operación Iraquí. Zarqawi cambió el nombre de su organización, “Yihad y Monoteísmo”, por el de “al-Qaeda en Mesopotamia”. Desde entonces, Bin Laden no ha dejado de enfatizar la importancia de Irak para su lucha, cuyo resultado para su causa no puede ser más que “el triunfo y la gloria o la miseria y la humillación”.
En Irak los yihadistas son una fuerza pequeña y en gran medida compuesta por extranjeros, pero su papel es decisivo porque aportan los suicidas causantes del mayor número de víctimas entre la población local y las fuerzas de seguridad autóctonas. Constituyen una fuerza de choque que depende de la ayuda que les proporcionen los insurgentes salidos de las filas de los cuerpos de elite del régimen sadamista. Para los baasistas son elementos útiles que no pueden poner en peligro su predominio en caso de que consiguiesen el objetivo de expulsar a los americanos. Por eso, la estrategia de al-Qaeda no puede proponerse la creación de un emirato islámico en Irak, que anticipe la ansiada resurrección del Califato que ponga bajo una única autoridad político-religiosa a toda la umma, la comunidad de los creyentes, aspiración final del movimiento. No está dentro de sus posibilidades actuales. Su gran triunfo, el que traería gloria, consiste en la derrota de los americanos. Esa sería una victoria llena de posibilidades. Enardecería a sus partidarios y sacaría a la calle a muchos simpatizantes hasta ahora pasivos, debilitando decisivamente al enemigo “cruzado”, es decir, occidental, al mostrar su irrecuperable decadencia. El beneficio inmediato sería reconstruir en Irak una base de operaciones como la que tuvieron con los talibán. El peligro es que sus aliados de circunstancias lleguen a un compromiso con el enemigo y los dejen en sus manos. Y eso es justo lo que el gobierno iraquí y sus protectores americanos están tratando de conseguir. Ante ese riesgo, la acción londinense es ante todo una reafirmación de su vitalidad y autonomía.
Es también una parte de su estrategia iraquí. Aislar a los americanos, menoscabar su problemática legitimidad internacional dejándolos sin aliados. En el caso de los británicos un objetivo difícil de conseguir, pero el golpe no es menos útil para asustar a otros no tan resueltos como los ingleses. Por supuesto que una retirada de los ingleses sería un golpe durísimo para los americanos incluso en términos estrictamente militares, pues son los únicos que aportan fuerzas considerables y desempeñan misiones importantes. Pero si el objetivo estuviese fuera del alcance, el impacto de los aspectos simbólicos no es desdeñable. De hecho, una importante reducción de las fuerzas británicas estaba planificada, de acuerdo con los americanos, para trasladarlas a Afganistán y comenzar a transferir responsabilidades a las fuerzas iraquíes. El atentado lo complica todo. Los terroristas pretenderán anotarse el tanto.
En el único manifiesto reivindicatorio que hasta ahora ha aparecido por parte de la desconocida Organización Secreta de al-Qaeda en Europa, se interpreta el hecho como una represalia por la implicación del Reino Unido en Irak y Afganistán y amenaza a Dinamarca e Italia. No conocemos reacciones danesas, pero el manifiesto yihadista ha puesto al país latino al borde del ataque de nervios, lo cual, por sí sólo, es ya un éxito de los atacantes. Las circunstancias preelectorales crean mayores similitudes con el caso español que con el británico, en el que el atentado se produce después de la victoria de Blair. Quizá abrigaron la esperanza de que su participación en Irak le costase el poder y el no ver satisfecha esa expectativa ha sido uno de las circunstancias que han pesado en las decisiones adoptadas por los estrategas de al-Qaeda.
Respecto a Italia, Prodi, cuando terminaba su mandato al frente de la anterior Comisión Europea y se disponía a retornar a la brega de la política nacional, anunció que si llegaba al poder retiraría las tropas de Irak. Parecía una solicitud de ayuda. No sabemos que lo haya vuelto a repetir en las presentes circunstancias. La reacción británica al atentado compite en influencia sobre la conducta de los otros europeos con la intimidación yihadista. Si el mero hecho de la amenaza siempre latente y ahora explícita ya consigue objetivos importantes, sembrar el miedo, debilitar la resolución, fragmentar el frente antiterrorista, la entidad real de la amenaza es siempre dudosa. Al-Qaeda busca siempre la sorpresa y, salvo las perpetuas amenazas genéricas, no anuncia sus golpes. Crea ruido en un punto para poner a prueba los dispositivos de defensa del enemigo, como una maniobra de distracción, como un ejercicio de tensión. Todo el aparato de seguridad está alerta. Los ritmos de al-Qaeda son espaciados. Si su pauta se repite, y tampoco están obligados a ello, un gran golpe debería esperar bastantes meses. Y podría producirse donde menos se ha anunciado. En Australia, por ejemplo. Corea del Sur o Japón serían también buenos candidatos, pero allí gentes de fisonomía mediooriental son mucho más visibles y no disponen de comunidades afines entre las que diluirse. Una víctima potencial que no se puede descartar es Portugal. No ha participado en Irak pero fue el país anfitrión en las Azores y Barroso aparece en algunas de las fotos. El gobierno ha cambiado y el antiguo líder ni siquiera está ya en Portugal. Como objetivo tiene sus ventajas e inconvenientes. Pero conseguiría la perfecta sorpresa y completaría la contrafoto de Las Azores y castigaría a un país que sigue siendo muy proatlantista. Bin Laden es un fino estratega al que no se le escapan los aspectos simbólicos.
Conclusiones: Al-Qaeda está mostrando un aceptable grado de operatividad con golpes mucho más modestos que el del 11-S fuera del territorio de su enemigo principal. Durante dos años y medio concentraron sus acciones en áreas islámicas, hay que suponer que por su mayor accesibilidad: Bali, Casablanca y Estambul. Con el 11-M demostraron su autoconfianza retornando a un escenario occidental. La intensidad de los golpes ha ido decreciendo y, sin embargo, la efectividad de los mismos no disminuye. Al-Qaeda ha descubierto que, en ausencia de capacidades mayores como las que proporcionaría el acceso a armas de destrucción masiva y una base desde la que actuar con impunidad, la moderación es una virtud estratégica que proporciona indudables ventajas. Siguen mostrándose activos, limitan o inhiben la reacción de sus víctimas y tratan de alentar las divisiones en el bando contrario.
Manuel Coma
Investigador Principal, Seguridad y Defensa, Real Instituto Elcano