Tema: El régimen tunecino había hecho hincapié en el liberalismo económico para ocultar el liberalismo político, pero la revuelta popular ha puesto de manifiesto el fracaso de su empeño.
Resumen: Nadie se esperaba que, en apenas unos días, Sidi Buzid se convirtiera en la capital árabe de la protesta popular y la inmolación en modus operandi de una juventud desesperada. Aún es pronto para calibrar las implicaciones del alzamiento tunecino, pero se puede decir de entrada que ya nada es como antes: una población decidida se ha impuesto a un presidente autoritario. Se trata de un precedente histórico para una región en la que los cambios se hacen desde arriba.
Análisis: Este análisis parte de cuatro hipótesis: (1) la “revolución desde abajo” ha instigado un cambio formidable en el régimen –por ahora– y no un cambio de régimen; (2) la salida negociada y segura de Ben Ali es fruto de un acuerdo doble, dentro del régimen y entre éste, en especial los militares, y EEUU; (3) la ausencia de islamistas ha evitado la represión brutal de la revuelta y le ha granjeado el reconocimiento de EEUU; y (4) la posibilidad de contagio queda limitada por razones locales, interárabes e internacionales.
En primer lugar, se analizará la naturaleza de este levantamiento y los actores involucrados, abordando el papel decisivo de las clases populares y del ejército, así como el papel limitado de la clase media y la oposición. A continuación, se examinarán los límites de un posible contagio regional. Por último, se estudiarán los obstáculos principales para la democratización de Túnez, las grandes ecuaciones por resolver y las enseñanzas que pueden extraerse. Cabe destacar cuatro conclusiones: (1) la revuelta no ha provocado una auténtica caída del régimen al no haber roto con la elite autoritaria; (2) sin contar con una dirección, la revuelta corre el peligro de no tener suficiente peso durante el proceso político posterior a Ben Ali; (3) las ambigüedades persisten en cuanto al papel de los militares, la actitud de EEUU y los acuerdos relativos a la salida de Ben Ali; y (4), por último, la posibilidad de contagio regional queda limitada por diversas razones.
Cambio desde abajo
El mundo árabe está acostumbrado al cambio desde arriba, bien sea por golpes de Estado o por presiones –incluso injerencias– externas. El cambio real es infrecuente y la tendencia es que haya presidencias vitalicias y que el poder sea hereditario. Pero hete aquí que el joven tunecino que se inmoló a modo de protesta desencadenó una movilización popular sin precedentes que ha provocado, por primera vez en la región, un cambio desde abajo. En este sentido, los enemigos exteriores más inmediatos (árabes) de la “Revolución de los Jazmines” son precisamente los partidarios de la presidencia vitalicia y del poder hereditario, antítesis mismas de la reapropiación por el pueblo de su propio destino. Esta revuelta no sólo ha expulsado a Ben Ali del poder y del país, sino que también ha desestabilizado a los regímenes árabes. Estos últimos afirman respetar la voluntad del pueblo tunecino, aun cuando no respetan la de sus propios pueblos.
Actores de la revuelta
Por actores principales entendemos las capas populares y el ejército, y por actores secundarios, la clase media y la oposición, en un discreto segundo plano durante la fase inicial del movimiento; ahora bien, junto a las organizaciones profesionales, estos últimos han desempeñado un papel importante durante la fase de organización.
Las sublevaciones populares se encuentran en el origen de este alzamiento. En realidad, la clase media no se movilizó, al menos no desde el principio. El modelo tunecino debería haberse ajustado al siguiente esquema: la aparición de una clase media debería haber llevado a que dieran a conocer sus reivindicaciones políticas tras haberse garantizado un determinado nivel de calidad de vida. Sin embargo, no ocurrió así. El régimen no sufrió presiones por parte de la clase media, así que prosiguió con su inercia autoritaria y se transformó en un régimen autoritario y mafioso: las redes mafiosas del capitalismo de Estado se impusieron sobre la política. De este modo, el régimen mantuvo a raya a la clase media y aplastó a las clases populares. Fueron estas últimas, sin nada que perder –a diferencia de la clase media–, las que propiciaron la caída de Ben Ali en menos de un mes.
Sin embargo, para apreciar este levantamiento en su justa medida, hay que destacar otro factor decisivo en la transformación del país: la actitud del ejército. Al negarse a disparar contra los manifestantes, el ejército adoptó una decisión ajena a la cultura política árabe. Sin lugar a dudas, fue un momento histórico en la región. Al actuar de este modo, el ejército abrió una enorme brecha en el aparato represivo del régimen de Ben Ali y dejó al descubierto las fuerzas de seguridad a su servicio. En última instancia, todo el aparato represivo quedó paralizado. La experiencia de los países del Este ya demostró que, una vez que el aparato represivo de los regímenes autoritarios y dictatoriales deja de funcionar, el régimen se derrumba. Así ha sido en Túnez, con la excepción de que aquí no se vino abajo el régimen, sino la cabeza del ejecutivo. Por el momento, el alzamiento se ha saldado con una continuidad, algo distinta, del régimen. En lo fundamental, no ha cambiado el régimen, que ahora trata de asimilar la nueva situación e intenta apropiarse de la revuelta. Los hombres del antiguo-nuevo régimen conservan la práctica totalidad de sus puestos en el gobierno de unidad nacional.
Por lo tanto, uno de los dos obstáculos para la democratización de Túnez es precisamente la ausencia de ruptura con el antiguo régimen. Las elites autoritarias siguen al mando. La composición del gobierno de unidad nacional refleja un cambio en el régimen, no un cambio de régimen. Es una ruptura abortada con la elite autoritaria. Sin embargo, la experiencia de la transición democrática en el Este demostró que los países que no logran la ruptura con las elites autoritarias no consiguen democratizarse.
Al parecer, se ha producido un desajuste, un divorcio entre algunos componentes esenciales del aparato represivo y la cabeza del ejecutivo. La cuestión es saber por qué y cómo adoptó esta decisión el ejército tunecino. Es posible que la salida protegida de Ben Ali esté destinada a salvar al régimen, pero la precipitación de los acontecimientos y el destino negociado del asilo a plena luz del día provocan cierta incredulidad ante este acuerdo. No obstante, el hecho de que el ejército no lo detuviese, sino que, al contrario, le garantizara una salida segura, parece indicar la existencia de un acuerdo (abandonar el poder frente a una salida segura). También es posible que se hayan querido evitar las represalias populares contra Ben Ali, presentándole los hechos consumados a raíz del alzamiento, para librarse así de un presidente que se había vuelto incómodo. Otra posibilidad es que su salida negociada sea el fruto de un doble acuerdo, en el seno del régimen y entre los militares y EEUU, en ausencia de Francia, aferrada a toda costa al statu quo y sin creer en la caída inminente del presidente. Por otra parte, también es posible que el ejército haya querido desembarazarse de él y no haya podido actuar, ya que la cultura de los golpes violentos es ajena al país. Habría esperado, por tanto, el momento propicio para actuar sin ser acusado de golpista con el consentimiento estadounidense.
La oposición, por su parte, se mostró más bien vacilante, como si no quisiera o no pudiera precipitarse a un futuro incierto por miedo a una represalia violenta, así que dejó que el pueblo se enfrentara solo a su destino. Cuanto más conciliador se mostraba el régimen hacia los manifestantes, más se enardecía el tono de la oposición: su escalada de poder en la escena mediática se produjo de forma paralela a las concesiones progresivas del régimen. En definitiva, lo que propulsó a la oposición no fue la generalización de la revuelta, sino el desplome vertiginoso del poder de Ben Ali. Fueron las capas populares quienes dieron su sangre para llevar a buen término esta “revolución”, lejos de implicaciones y contribuciones partidistas. Esto permitió al alzamiento conservar su independencia frente a todas las tendencias políticas y dejar paso a la oposición y a las organizaciones de la sociedad civil para ocuparse de la organización en la segunda fase (tras la huida del presidente depuesto). Sin embargo, esta circunstancia también impidió que la revuelta contara con verdaderos representantes. Es aquí donde radica el principal defecto de este alzamiento sin dirección. El hecho de no disponer de representantes legítimos para negociar en nombre del pueblo sublevado puede despojar a este último de su retribución política. Existe el riesgo de que se vuelva a acaparar el poder y se acometan cambios desde la continuidad, no desde la ruptura con el pasado autoritario. En resumen, lo más difícil no es sublevarse, sino controlar el proceso político en el Túnez de la era post-Ben Ali.
¿Contagio?
Estos acontecimientos sirven de inspiración a los pueblos árabes y la posibilidad de contagio se cierne sobre los Estados en situación precaria (Egipto, Argelia, Jordania, Yemen, etc.). Los regímenes destacan las “especificidades” locales. Aunque es cierto que las situaciones sociopolíticas son dispares, las semejanzas son mucho más notables que las diferencias. Incluso podría decirse que estos regímenes han alcanzado una unidad árabe en materia de bloqueo político, injusticia social y corrupción. No obstante, no basta con la presencia de los mismos ingredientes, sino que hacen falta elementos desencadenantes que no se pueden controlar y que dependen, por un lado, de la espontaneidad y amplitud del movimiento y, por otro, de la reacción de determinados actores internos y externos. La cuestión principal no es saber si el modelo tunecino –en este caso se puede hablar de modelo– va a encontrar su réplica en otros países árabes, sino si el ejército de dichos países va a mostrar la misma actitud que el ejército tunecino. Por el momento, se ha contenido el desbordamiento (spillover). El contagio observado en Argelia, por ejemplo, ha sido muy limitado tanto en amplitud como en duración. Los casos de inmolación ocurridos en Argelia, Mauritania, Egipto y Yemen no han suscitado movilizaciones populares. La transposición del modelo tunecino no ha traído más cola que esa. No obstante, si la revuelta perdura en el tiempo y consigue poner fin al régimen del presidente destituido, la posibilidad de contagio impondrá una presión mucho mayor sobre otros Estados.
Además, cabe cuestionarse por un lado la actitud de EEUU y por el otro la ausencia del fantasma islamista. El reconocimiento de EEUU hacia los manifestantes, sin que sirva de precedente, puede explicarse a través de tres consideraciones. En primer lugar, para ellos Túnez no es un Estado clave en la región, como sí ocurre con Arabia Saudí y Egipto. Cuesta imaginarse la misma actitud ante manifestaciones parecidas en estos dos últimos países. Después, la falta de adscripción del alzamiento a una tendencia política determinada supuso un elemento tranquilizador para EEUU. Por último, los islamistas no se atribuyeron el alzamiento, como suele ocurrir con las insurrecciones en el mundo árabe. Todo eso explica por qué EEUU rompió, con mayor o menor retraso, una regla de oro respetada por todas las potencias occidentales: no apoyar nunca las reivindicaciones democráticas en aquellos países cuyos gobiernos les sean favorables. Para darse cuenta, basta con comparar sus reacciones ante los sucesos ocurridos en Irán y ante el alzamiento tunecino. Es cierto que la democracia no puede imponerse desde el exterior, pero sí se le pueden poner impedimentos. Así ocurre en el mundo árabe, donde las potencias occidentales han demostrado ser verdaderos obstáculos para la democratización.
Por lo que respecta a la ausencia islamista, cabe buscar la explicación en la relativa modernidad de la sociedad tunecina, en la escasa capacidad de movilización de los islamistas a causa de la represión y, por último, en una posible estrategia de los islamistas consistente en no situarse en primer plano para evitar que el régimen legitimase la represión de la revuelta. En este sentido, cualquier levantamiento en el mundo árabe que adquiriese tintes islamistas sería reprimido por los gobiernos con el apoyo occidental. Habida cuenta de que la influencia islamista sigue siendo muy fuerte en numerosos países, es poco probable que el escenario tunecino se reproduzca fácilmente en otros lugares. Además, el hecho de que los manifestantes no recibieran apoyo de países extranjeros también dotó al movimiento de una credibilidad y una independencia innegables. Los guardianes del orden establecido no pudieron acusarlos de haber sido manipulados por el extranjero. Ni la acusación de mano extranjera (conspiración) ni la de terrorismo permitieron desacreditar el alzamiento y, por tanto, legitimar su represión.
Por último, no hay que subestimar la capacidad de los regímenes árabes para sobrevivir al cambio y renovarse desde dentro, sin cambiar su rumbo ni su naturaleza, puesto que han aprendido a deslizarse de una forma a otra de autoritarismo a merced de los acontecimientos. No obstante, se impone la prudencia. Si el régimen de Ben Ali, considerado uno de los más sólidos de la región –por ser uno de los más autoritarios–, corrió tal suerte, el escenario podría repetirse en otros lugares. Los regímenes árabes ya andan protegiéndose y mostrándose a la defensiva: bajada de los precios de los productos de primera necesidad, aumento del poder adquisitivo de determinados grupos de población, orden a las fuerzas de seguridad de evitar el enfrentamiento con posibles manifestantes, etc. Cabe señalar que se trata de medidas de emergencia: no son más que una técnica de adaptación para evitar que la situación pase a mayores, para acortar el periodo con riesgo de contagio sin atender a la raíz del problema. La capacidad de los regímenes para capear los vientos del cambio y desposeer de sentido a las reivindicaciones sociopolíticas sigue siendo grande.
De lo ya mencionado se puede inferir el otro obstáculo para la democratización en Túnez, que no es sino el rechazo de los Estados árabes a que uno de ellos se democratice, porque eso se traduciría en inestabilidad para su propio territorio. Por miedo al efecto dominó, y habida cuenta de las fuertes interpenetraciones interárabes, los regímenes actuales no tolerarán la existencia de una democracia real en Túnez. Bajo el pretexto de volver a la calma y a la estabilidad, procurarán que del movimiento no surja una verdadera democracia en el país, sino más bien una apertura política tan suficiente para apaciguar el fervor popular, como limitada para no poner en peligro la supervivencia del régimen. De hecho, algunos Estados árabes afirman querer respetar la voluntad del pueblo tunecino, pero ninguno de ellos criticó la “confiscación” del poder por parte de las élites autoritarias del antiguo régimen.
Algunas enseñanzas
- El cambio desde abajo, a través de un alzamiento popular, no sólo es posible sino que también es eficaz. Ante la falta de transición política desde arriba, el pueblo acabará rebelándose, en una sublevación que puede desembocar en anarquía o incluso en guerra civil si la dirigen o si se apropian de ella los movimientos radicales. Los regímenes que mantienen manu militari el control sobre el Estado y la sociedad acaban perdiéndolo todo.
- El fin de una creencia ampliamente extendida que consiste en decir que los pueblos árabes no se rebelan y que las “revoluciones de terciopelo” no son posibles en el mundo árabe.
- El alzamiento tunecino ha sido popular, espontáneo, masivo y sin orientación política. No tiene héroes, ni grandes figuras insurgentes o representantes con los que las “autoridades” puedan negociar. Precisamente, el héroe de la “Revolución de los Jazmines” está muerto: Mohamed Buazizi, cuya inmolación dio paso a la revuelta. No obstante, las revoluciones suelen dar lugar a la aparición de figuras emblemáticas y mediáticas. He ahí otra de las especificidades de este alzamiento, puesto que gracias a su naturaleza no partidista y a su canal mediático, Internet, no necesitó personificar la información para difundirla, en contraste con los medios tradicionales que buscan interlocutores que encarnen la “revolución”. En las redes sociales, todo el mundo difunde la información y todo el mundo la recibe.
- El modelo de la república hereditaria ha sufrido un grave revés. El poder hereditario instalado en la región corre el peligro de ser arrollado por el de la revuelta popular, lo que al menos tendrá como consecuencia que los proyectos de presidencia vitalicia y de sucesiones familiares acabarán posponiéndose en el mundo árabe.
- Las cuestiones económicas no pueden servir de pretexto en ningún caso para el aplazamiento sine die de la democracia. El vínculo entre desarrollo económico y desarrollo democrático es, hoy más que nunca, indisociable.
- La era de las redes sociales en Internet ha hecho añicos el sistema de cerrojo mediático de los Estados autoritarios. El régimen tunecino, que siempre mantuvo un férreo control sobre la información y sobre Internet, debe su caída, en parte, a la red, a la aparición de las redes sociales, auténticos repetidores mediáticos para un alzamiento popular. Las imágenes de las manifestaciones llegan a todos los rincones del planeta gracias a los manifestantes internautas.
Conclusión: Para evitar la agitación social y los procesos incontrolables de insurrección, hay al menos dos ecuaciones que resolver.
Admitir que no se puede mantener la disociación entre liberalismo económico y liberalismo político porque el segundo es la salvaguarda del primero: ante la ausencia de cualquier control democrático, el régimen se vuelve autoritario y mafioso, y la rebelión se erige entonces como único mecanismo de reajuste de la trayectoria política. Inyectar dinero para el desarrollo social no concede inmunidad frente a los levantamientos. La apertura del campo político corre pareja con el reparto equitativo de las riquezas y de los dividendos del crecimiento. El régimen tunecino hacía hincapié en el liberalismo económico para ocultar el liberalismo político, pero la revuelta popular puso de manifiesto el fracaso de su empeño. No sólo de pan vive el hombre, se alimenta igualmente de cultura y libertad. El bienestar también es una cuestión de dignidad y libertad. A igualdad de desarrollo entre dos países, se escogerá aquel en el que haya más libertades. En ese sentido, la problemática de la migración continuará apareciendo aun en contextos de crecimiento sostenido. Se constata además que entre los candidatos a la migración clandestina hay multitud de personas que provienen de clases acomodadas.
Acabar con la opción euroamericana, que prefiere la estabilidad precaria, garantizada por regímenes autoritarios, a (la temida inestabilidad de) un proceso democrático que no controla. Al final, las potencias euroatlantistas no han tenido ni estabilidad ni democracia en la región. Además, si bien es cierto que la democracia no puede venir impuesta por agentes externos, lo cierto es que sí puede ser –y es– obstaculizada por dichos agentes, muy a pesar de su discurso ético.
Abdennour Benantar
Université Paris 8 (Francia)