Tema: La administración Bush se propone democratizar Irak, y tras él todo Oriente Medio. Entiende que ello no exige que estas sociedades deban renunciar a que sus ordenamientos jurídicos se inspiren en el islam y en la Sharía. La pregunta es: ¿son éstos compatibles con la democracia?
Resumen: Washington no cree que se deba considerar al islam y a la Sharía radicalmente incompatibles con la democracia siempre que se esté dispuesto a aceptar que es posible que la misma florezca en una sociedad con tradiciones muy diferentes a las nuestras. Cree además que debe impulsar un proceso dirigido a que la democracia se extienda por toda la región, no por altruismo idealista, sino en beneficio de la seguridad de los EEUU y de todo Occidente. Otra cuestión será si los dirigentes iraquíes, en especial los religiosos, y todas las elites que gobiernan en Oriente Medio, comparten este convencimiento y este objetivo.
Análisis: En febrero de 2004, se filtró a la prensa el texto de la Iniciativa para Oriente Medio (la GMEI) que los americanos querían someter a la consideración de los demás miembros del G-8 en la cumbre que los reuniría en Sea Island unos meses más tarde. El documento empieza por describir la penosa situación de los 22 países árabes (la suma de su PIB es inferior al de España; sólo un 1,6% de la población, un índice inferior al del África subsahariana, tiene acceso a Internet; y, según la Freedom House, salvo Israel, ningún país de Oriente Medio, ni siquiera Turquía, alcanza la consideración de sociedad libre). A continuación, afirma que esta situación constituye una amenaza para los intereses del G-8. Para conjurarla, propone, para la región, un programa de tres puntos: promoción de la democracia y el buen gobierno; construcción de la sociedad de la información; expansión de las oportunidades económicas.
El documento despertó inquietud entre los países árabes y fue recibido con frialdad por los aliados europeos. A éstos les pareció que la iniciativa se solapaba con otras estrictamente europeas, como el Proceso de Barcelona, y la consideraron contraria al principio de no injerencia. Finalmente, el documento aprobado en la cumbre del G-8 resultó ser un sucedáneo muy descafeinado del texto original. Sin embargo, es precisamente el documento inicial el que más interés tiene, una vez contrastado el deseo de Washington de sacar adelante su programa democratizador en Oriente Medio, con sus aliados o sin ellos.
Por las mismas fechas en que la iniciativa americana se filtraba a la prensa, en Irak, el Consejo de Gobierno Iraquí y la Autoridad Provisional de la Coalición discutían los términos en que habría de quedar redactada la Ley Administrativa Transitoria que regiría el país hasta que la Asamblea elegida con arreglo a ella redactara la nueva Constitución. Las negociaciones se empantanaron cuando se llegó a la cuestión de la ley islámica. Paul Bremer se opuso a que en la misma se consagrara la Sharía como principal fuente legal. Al final, el texto definitivo de la Ley Transitoria dice que Irak es un país confesional islámico, que el islam constituye una fuente del Derecho y que las leyes en Irak no pueden ser contrarias a los principios del islam.
Aunque la norma no eleva a la Sharía a la categoría de principal fuente del Derecho, es la única fuente concreta que se cita. Por eso, el precepto definitivamente aprobado fue interpretado como una victoria de los islamistas. Inmediatamente se levantaron voces de alarma en Occidente. Una de ellas, entre las más notables, fue la de Daniel Pipes, que dijo que las potencias ocupantes tenían que afrontar el monumental desafío de impedir que esta ideología totalitaria, el islam militante, dominara Irak.
A pesar de la polémica levantada, el incremento de la violencia en Irak y el hecho de ser 2004 año de elecciones en EEUU, trasladó el debate de la democratización de Irak y de todo Oriente Medio así como el del obstáculo que podía suponer la Sharía, a un segundo plano. Los medios, no sólo los europeos, acabaron por ocuparse tan sólo de discutir cuándo se marcharían los americanos y cómo se las apañarían para salvar la cara. Así, la prestigiosa Foreign Affairs, en su primer número de 2005, presentó dos artículos sobre el tema, preguntándose en la portada: “La retirada de Irak, ¿ahora o más tarde?”.
Pero ocurrió un hecho inesperado: las elecciones del 30 de enero fueron un éxito. De repente, ese país que parecía negarse violentamente a aceptar una democracia impuesta desde el exterior, acudió a las urnas desafiando todos los peligros, nada despreciables, si se tiene en cuenta que 45 electores pagaron con su vida sus ansias de sufragio.
Este inesperado triunfo, por sí solo, parece haber sido capaz de levantar vientos de cambio en Palestina, en Afganistán, en Siria, en Egipto y hasta en Arabia Saudí, donde el ministro de Asuntos Exteriores ha prometido que, en las próximas elecciones municipales, las mujeres podrán participar e incluso ser candidatas. Estos nuevos vientos que soplan por todo Oriente Medio han recibido ya el nombre de primavera árabe.
Ahora bien, en Irak y fuera de él, el camino hacia la democracia se presenta tortuoso, empinado y cuajado de minas, a veces, no sólo en sentido figurado. A las dificultades sobradamente conocidas se añade la de tener que, en Irak y en todo Oriente Medio, conjugar los mandatos de la Sharía con la democracia. De hecho, las proclamas que contiene al respecto la Ley Transitoria iraquí son comunes a la mayoría de las constituciones de la región (en Egipto, por ejemplo, sin ser un país en el que la ley islámica se aplique con rigor, su constitución, desde 1980, establece que los principios de la Sharía son la principal fuente de la legislación).
La Sharía es literalmente “el camino hacia el agua”, la “Ley de Dios”, la que, de ser observada, conduce a la salvación. No se trata de un corpus de normas claras y sencillas de fácil aplicación, sino una amalgama de reglas provenientes de dos fuentes principales, el Corán y el hadiz –compilación de los hechos y actos del Profeta–, y otras dos secundarias, la ijma –o el consenso alcanzado entre los estudiosos del islam– y los quiyas –fórmulas por las que se aplican analógicamente normas existentes a supuestos de hecho actuales, como es la de extender la prohibición del alcohol a los psicotrópicos–. Este corpus es susceptible de muy variadas interpretaciones. De hecho, existen cinco escuelas de interpretación, cuatro suníes y una chií. La jurisprudencia, recogida a través del fiqh tiene también un alto valor interpretativo a la hora de aplicar la Sharía. Esta extraordinaria complejidad jurídica se traduce en que, a pesar de que todos los países de mayoría musulmana atribuyen a la Sharía cierta influencia como fuente del Derecho, el resultado práctico varía muchísimo de unos países a otros. Luego aceptar la Sharía como fuente del derecho en Irak no significa necesariamente que los adúlteros de ambos sexos vayan a ser allí lapidados. Lo que ocurre es que no lo descarta, como lo hubiera hecho un Irak laico.
Ahora, en este punto, es necesario preguntarse acerca de la estrategia norteamericana. ¿Está realmente dirigida a lograr un Irak y un Oriente Medio democráticos sin dejar de ser islámicos? Todo parece indicar que sí.
Bush, tras fracasar el esfuerzo democratizador de Clinton en Somalia, llegó a la Casa Blanca con una promesa de renovado aislacionismo: nada de aventuras exteriores; fin al papel de policía universal; intervenciones limitadas a donde hubiera intereses norteamericanos que defender. Es un lugar común afirmar que el 11-S dio al traste con todo este planteamiento. Sin embargo, la estrategia finalmente diseñada tras el atentado no es tan opuesta a la inicial como parece. Bush ha llegado a la conclusión de que es del máximo interés de los EEUU lograr que Oriente Medio sea un rosario de democracias. Se trata pues de promover allí la libertad, no como un fin en sí mismo, tal y como haría un idealista demócrata fiel a la herencia de Woodrow Wilson, sino por ser el mejor medio de defender la seguridad nacional de los Estados Unidos de América. Victor Davis Hanson lo ha expresado así: “La democracia es ahora la política realista”. El hecho de que buena parte de los terroristas del 11-S hubieran salido de Arabia Saudí, un leal aliado, pero también una férrea dictadura, no es ajeno a esta conclusión.
Las dictaduras, amigas o enemigas, son caldo de cultivo del terrorismo. Ergo, toda guerra contra el terrorismo debe dirigirse a acabar con ellas, empezando por las que dan amparo a los terroristas, como era Irak. Así pues, el neoconservadurismo de Natan Sharansky, que es lo que está detrás de este planteamiento, no es tanto idealista por promover la democracia en Oriente Medio, como realista por patrocinar una política que es ante todo conforme a los intereses de los EEUU. Es más, es tal el convencimiento de que lo esencial para su seguridad es la difusión de la democracia en aquella zona que se ha llegado al punto de considerar preferible para Irak, o cualquier otro país del Oriente Medio, un Estado democrático momentáneamente dirigido por un gobierno hostil, antes que una dictadura rabiosamente leal que a la postre engendre enemigos mucho más letales. Por eso opina el islamista Gerecht que fue un error apoyar en 1991 en Argelia el golpe de Estado militar contra el gobierno fundamentalista democráticamente elegido. El debate está tan presente en la sociedad norteamericana que el Christian Science Monitor, en su edición digital de este 31 de marzo, ha realizado una encuesta entre sus lectores preguntándoles si los EEUU deberían promover la democracia allí donde la misma pudiera engendrar un gobierno antiamericano. Bush, desde luego, contestaría que sí. Hasta Kissinger, encarnación viva del realismo republicano, parece que diría lo mismo.
Así pues, Oriente Medio debe dirigirse hacia la democracia e Irak será el faro que lo guíe. Pero ¿puede Irak ser democrático e islámico al mismo tiempo? ¿No podía Bremer haber presionado para que el futuro Irak fuera un Estado laico aconfesional como son las democracias en Occidente?
Aquí consideramos que la aconfesionalidad es un requisito previo, casi una conditio sine qua non de toda democracia. Sin embargo, en el caso de Irak es necesario hacer algunas consideraciones.
Naturalmente, Bremer podía haber ejercido toda su influencia hasta conseguir que la Ley Administrativa Transitoria proclamara un Irak laico. Pero, de hacerlo, habría cometido un error por dos razones. Primero, la operación de nation building que los EEUU están llevando a cabo en Irak habría tenido que proseguir su camino sin el respaldo de los líderes religiosos chiíes y muy especialmente sin el del Gran Ayatolá Alí al-Sistani. Para bien o para mal, el 60% de la población iraquí es chií y está mucho más dispuesta a escuchar a sus líderes religiosos que a sus prohombres seglares, por mucho que en Occidente caiga más simpático el occidentalizado Chalabi antes que el místico Sistani. La influencia que éste y los demás ayatolás tienen en la población chií es mucha y Sistani no está dispuesto a colaborar en la edificación de un Irak aconfesional y laico. Si se quiere contar con él, Irak tendrá que ser islámico.
Puede parecer que esta intransigencia lastra el proceso condenándolo al fracaso. Pero no debe olvidarse que la Ley Administrativa Transitoria no sólo proclama la confesionalidad del Estado, sino que también consagra los derechos y libertades básicos de toda democracia, el sufragio universal, la igualdad ante la ley, la libertad de expresión, el derecho de reunión, etc. También debe recordarse que, en junio de 2003, el Ayatolá Sistani, en una fatwa, proclamó la obligación de los creyentes de participar en las elecciones, elegir a sus representantes y, en definitiva, colaborar en el proceso constituyente. Sistani parece creer en la compatibilidad de la democracia con la ley islámica. Es mucho, si se tiene en cuenta que autorizadas voces en el islam han condenado la democracia por herética.
El tener que construir una democracia en un país que se propone inspirar su ordenamiento jurídico en la Sharía constituye desde luego una dificultad, pero también representa una oportunidad. Esta oportunidad es la segunda razón para no oponerse a que Irak sea un país confesional islámico.
Irak ha de ser la luz que ilumine al resto de Oriente Medio. Ahora bien, si Irak ha de servir de ejemplo, éste ha de ser atractivo para quienes han de seguirlo. Todas las sociedades de Oriente Medio, en mayor o menor medida, están organizadas alrededor del islam. Un Irak laico, aconfesional, con leyes redactadas de espaldas a la Sharía, un país en que los clérigos no sean más que figuras de segunda clase, sin apenas influencia, no será para esas sociedades un ejemplo, sino una aberración y los líderes religiosos con influencia en ellas lo rechazarán y boicotearán.
En cambio, un Irak democrático, con elecciones periódicas, alternancia en el gobierno, libertad de prensa, separación de poderes, garantías para los derechos fundamentales, en el que la riqueza se distribuya por medio de un sistema fiscal justo y sus ciudadanos sean cada vez más prósperos, si además es respetuoso con el islam, inspira sus leyes en su “sabiduría inmemorial”, acepta la influencia social de sus clérigos y conserva la esencia de la Sharía, puede ser el régimen que una mayoría de musulmanes desearán para sus respectivos países.
En definitiva: Irak sólo será el faro democrático que EEUU desea para el resto de países de mayoría musulmana si, además de ser verdaderamente democrático, conserva su carácter islámico.
Sin embargo, no es fácil que en Occidente la opinión pública acepte la idea. Dos son los aspectos que más preocupan: el penal, tanto en la tipificación de determinados delitos como, sobre todo, en el modo de sancionarlos; y el civil, en cuanto al derecho de familia y a la situación de la mujer en él.
En materia de tipos penales, la Sharía considera que son delitos graves, por ejemplo, el adulterio o la apostasía y castiga estas y otras faltas con penas como la mutilación, la lapidación, los latigazos o la muerte. En ocasiones, además, se determina que la pena capital la ejecute la víctima o un familiar de ella.
En el ámbito civil, la Sharía otorga al padre de familia amplios poderes sobre su mujer y sus hijos pudiendo incluso recurrir a la violencia para corregirlos. En muchos de estos países se permite la poligamia, aunque, en la práctica, no es frecuente y, en los procedimientos de divorcio, la mujer suele verse en situación de desigualdad ya que al hombre le suele estar permitido el repudio y a la mujer suele exigírsele la alegación de algún motivo de los tasados por la ley y aportar testigos varones que ratifiquen su testimonio.
Todo esto es en mayor o menor grado impropio de un país democrático, pero no debe olvidarse que es mucho más fácil cambiar un sistema político que transformar una sociedad. Constituye de hecho una peligrosa ingenuidad creer que basta trasladar en bloque el modelo de ordenamiento jurídico de un país democrático occidental a Irak, o a cualquier otro país musulmán, para que de la noche a la mañana las mujeres empiecen a vestir minifalda o los padres de familia comiencen a debatir con sus mujeres e hijos lo que sus padres y abuelos decidían por sí solos.
Tampoco debe olvidarse que muchas de las normas de nuestros ordenamientos jurídicos, sobre todo en el ámbito del Derecho privado, son más consecuencia de nuestra herencia judeocristiana que de nuestra tradición democrática (valgan como ejemplos el valor dado a la buena fe, las formas del matrimonio o el derecho al honor) y, por lo tanto, no son trasladables a una sociedad que no comparta esa herencia. El caso del matrimonio es paradigmático. En nuestras sociedades está tan arraigada la idea de que se trata de una institución pensada para unir a dos personas que es más fácil en ellas aceptar que lo puedan contraer dos del mismo sexo antes que admitir la poligamia. En el mundo islámico obviamente ocurre lo contrario.
Claro que, para que un país sea democrático no basta que se celebren en él regularmente elecciones. Son necesarias más cosas. Hace falta que los partidos puedan desenvolver normalmente su actividad, debe haber libertad de expresión, libre circulación de personas y mercancías, un sistema fiscal equilibrado, la propiedad ha de estar suficientemente protegida y es necesario que exista una verdadera división de poderes. Pero, ¿debe exigirse además que las sanciones penales sólo sean de privación de libertad, que las mujeres gocen de una absoluta igualdad frente a los hombres desde el primer momento, que los padres de familia renuncien a la autoridad de la que han gozado durante siglos? Aunque se promulgaran leyes que persiguieran estos últimos objetivos, los resultados prácticos serían necesariamente discretos y los esfuerzos por imponerlas, contraproducentes.
Por brutal que pueda parecer, lo esencial para que un país se convierta en una democracia no es que las penas consistentes en mutilaciones, latigazos o lapidaciones se transformen en condenas a prisión, sino que el tribunal que las imponga sea verdaderamente independiente y lo haga en base al imperio de la ley. Asimismo, para poder decir que un país es democrático, no hay que fijarse tanto en si su ordenamiento jurídico reconoce determinados privilegios al padre de familia como en que los mismos se hallen contrapesados por equivalentes obligaciones y en que los tribunales sean suficientemente ecuánimes a la hora de velar por que no se superen los límites de esos privilegios y por que se cumplan estrictamente las obligaciones que los contrapesan.
Es discutible si, para diagnosticar en el futuro si los americanos han fracasado o triunfado, deba bastar lo que Sharansky llama la prueba de la plaza pública. Según ésta, si una persona puede en medio de una plaza pública expresar sus ideas sin temor a ser arrestado, encarcelado o sufrir ninguna clase de daño físico, esa sociedad será libre; si por el contrario, padece ese temor, esa sociedad no lo será. Probablemente haya que ser algo más exigente, pero no mucho más. Lo que es seguro es que la cristiandad no tiene el monopolio de la capacidad para evolucionar hacia un régimen democrático, tal y como demostró Japón después de 1945. Es más, tiene razón Brzezinski cuando dice que el islam no es más hostil a la democracia de lo que haya podido serlo el cristianismo o el judaísmo. Los países islámicos deben, pues, encontrar su propia vía hacia la democracia, y Occidente, en especial los EEUU, al ayudarlos, tienen que evitar buscar resultados clónicos con nuestras propias sociedades.
Así pues, la cuestión no está tanto en la aparente contradicción entre islam y democracia, como en la sinceridad con la que las elites de los países de Oriente Medio se apresten a emprender el camino. Al margen de lo que ocurra en Irak, es probable que los soberanos y dictadores de la región, sin quizá haber en su vida oído hablar del Príncipe de Salina ni de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, crean que ha llegado el momento de que todo cambie para que todo siga igual. Occidente debe esforzarse por evitar un resultado tan magro.
En Irak, en el estado actual del proceso, apenas iniciado, no es posible siquiera aventurar cuán franca sea la voluntad de construir un Irak democrático, especialmente entre los líderes religiosos chiíes y muy concretamente en al-Sistani. Lo que sí puede hacerse hoy, no obstante, es señalar alguna de las futuras pruebas que ese proceso va a padecer.
La más importante llegará cuando deba regularse el control de la adecuación de las leyes a la Sharía. Si se acepta que sea la propia Asamblea Legislativa la que lo haga, de forma y manera que toda ley dictada por ella, por el mero hecho de haber sido promulgada con arreglo al procedimiento legislativo establecido, se entiende conforme con los principios islámicos, Irak habrá dado un paso de gigante hacia la verdadera democracia. Esta solución, además, no es extraña al mundo islámico. En este sentido, la constitución podría recoger el principio de la ijma, antes citada, según el cual, la comunidad islámica, al expresar su voluntad, lo hace, por principio, conforme al islam (una argumentación similar puede encontrarse en el recién publicado tercer Arab Human Development Report).
Si, por el contrario, los líderes religiosos se reservan alguna clase de control sobre el “islamismo” de las leyes que dicte la Asamblea, a través, por ejemplo, de una especie de tribunal constitucional compuesto por teólogos y encargado de supervisar la correcta adecuación de las leyes dictadas por aquélla a la Sharía, serán los miembros de este Tribunal y no el gobierno elegido por la Asamblea ni la Asamblea misma, los que ostenten el poder real. Esto, en definitiva, es lo que ha venido ocurriendo en Irán por medio del Consejo de Vigilancia de la Constitución, aunque también allí ha empezado a llegar alguna brisa de cambio.
Así pues, será necesario estar alerta acerca del modo en que se pretende regular el control de la constitucionalidad de las leyes, para descubrir si Sistani y los demás líderes religiosos iraquíes son sinceros cuando proclaman su deseo de levantar un Irak, desde luego islámico, pero también indudablemente democrático.
Conclusiones: Washington parece creer sinceramente en el futuro de un Irak islámico y democrático y en los beneficiosos efectos que su logro tendrá en todo Oriente Medio. La mayoría de dirigentes iraquíes, con Sistani al frente, también parece creer en ese futuro Irak. Sólo falta que en Occidente se acepte que el proyecto merece el esfuerzo de ser intentado y no se desdeñe de antemano por la obvia imposibilidad de lograr a corto plazo un resultado homologable con lo que a nosotros nos ha costado siglos de no siempre fácil evolución. El éxito no será fácil, pero, si se alcanza, el ejemplo puede cundir y la ola democratizadora extenderse como la pólvora. Las relativas imperfecciones que la Sharía pueda acarrear al futuro régimen iraquí no tienen entidad suficiente para que deba renunciarse a la empresa.
Emilio Campmany
Jurista, historiador y escritor