Tema
¿Qué lecciones se pueden extraer de la experiencia de Japón para pronosticar el futuro de la economía china?
Resumen
Tras 40 años de ininterrumpido crecimiento, la economía china atraviesa importantes turbulencias y son llamativas las similitudes con las dificultades a las que hizo frente la economía de Japón en la década de los 80. La pregunta es si se pueden extraer lecciones de la experiencia japonesa con el fin de prever cuál sería el futuro de la economía china.
Análisis
La economía china atraviesa graves turbulencias desde 2021[1], después de 40 años de crecimiento prácticamente ininterrumpido. La caída de la tasa de crecimiento y la ralentización del aumento de la productividad se unieron a una crisis inmobiliaria cuyas repercusiones ponen en jaque la balanza financiera y presupuestaria nacional, justo en un momento en el que China está a punto de experimentar los efectos del envejecimiento masivo de la población. Llaman la atención las similitudes con las dificultades a las que se enfrentó la economía japonesa en los años 80 y es bien sabido que en Japón vinieron seguidas de un periodo de varios decenios de estancamiento o, en el mejor de los casos, de crecimiento económico deslucido, que se ha prolongado hasta nuestros días. Por lo tanto, parece legítimo preguntarse qué lecciones se pueden extraer de la experiencia de Japón para vaticinar el futuro de la economía china, pese a todo lo que pueda separar a ambos países, empezando por su sistema político.
1. Los buenos tiempos
El periodo de rápido crecimiento de la economía japonesa comenzó en 1955. Sus principales motores fueron el éxito de la reforma agraria, que permitió el desplazamiento de mucha mano de obra a las ciudades (con el consiguiente aumento de la productividad, ya de por sí superior en promedio en industria y servicios que en agricultura), un enorme esfuerzo de inversión (la tasa de inversión bruta sobre el PIB rondó el 50% durante todo el periodo) y, por último, la apertura selectiva al comercio internacional. Los factores de crecimiento que propulsaron la economía china después de 1979 son comparables; no se debió ni a la suerte ni a ningún tipo de determinismo, sino a la voluntad deliberada de los dirigentes chinos de tomar como inspiración el modelo japonés al emprender la senda de las reformas en el país.
Las trayectorias de crecimiento de ambos países durante su periodo de vacas gordas son muy similares: el crecimiento anual del PIB en Japón de entre 1955 y 1974 fue del 9%, y en el decenio siguiente cayó hasta el 4% por el efecto de las crisis petroleras de los años 70 y el descenso progresivo de la rentabilidad de las inversiones (menos crecimiento con el mismo nivel de inversión). El crecimiento de la economía china fue de un 10% anual entre 1979 y 2011 y después se ralentizó hasta el 6,4% anual hasta 2022. China también está lidiando con una disminución de la rentabilidad de las inversiones, en particular desde el plan de estímulo masivo para luchar contra la crisis financiera mundial de los años 2008 y 2009.
Las trayectorias son parecidas, pero la situación final de las dos economías tras su periodo de fuerte crecimiento es diferente. En total, en 1984, el PIB per cápita japonés equivalía al 65% del de Estados Unidos, frente a un porcentaje del 32% en 1960[2], y Japón se convirtió en la segunda potencia económica mundial. China ocupa ahora ese lugar[3], pero su PIB per cápita tan solo asciende al 18% del estadounidense.
2. El estallido de la burbuja
En ambos países, los periodos de crecimiento desembocaron en sendas burbujas de activos, con similitudes también en los mecanismos que desencadenaron su aparición.
En Japón, la inquietud de las autoridades ante las consecuencias para las empresas japonesas derivadas de la fuerte apreciación del yen a raíz del Acuerdo del Plaza de 1985 las hizo decantarse por una política monetaria acomodaticia. El recorte de los tipos de interés incitó a una serie de empresas y particulares a invertir en los mercados bursátiles e inmobiliarios, los cuales alcanzaron con rapidez niveles de vértigo: a finales de 1989, el índice Nikkei marcó un récord de 38.915 puntos con una progresión superior al 300% frente a 1985, mientras que al precio de los inmuebles le faltó poco para triplicarse en las grandes ciudades. Las autoridades comenzaron a preocuparse y fueron subiendo los tipos de interés a partir de 1989 con el fin de poner coto a la especulación: empezó entonces un periodo de declive en el que el índice cayó por debajo de los 17.000 puntos en 1992 e incluso bajó de 10.000 en 2001. Se descubrió en ese momento que los bancos habían financiado muchas inversiones especulativas y que el sistema bancario en su conjunto se había debilitado sobremanera por las dificultades financieras de sus clientes. Sale al descubierto también que los problemas habían comenzado mucho antes de 1985 y que numerosas empresas se habían embarcado en iniciativas de diversificación arriesgadas, a menudo en el mercado inmobiliario, para compensar la caída de rentabilidad de su actividad principal; esta evolución había quedado camuflada por la falta de transparencia de los estados financieros y la complejidad de la estructura financiera de los conglomerados japoneses, a lo que hay que sumar la incompetencia de los bancos al analizar los riesgos que asumían. La crisis se extendió entonces a toda la economía. Las autoridades subestimaron su gravedad durante mucho tiempo y no dejaron de animar a los bancos a seguir financiando a clientes morosos o insolventes para evitar una crisis social. En la mente de la ciudadanía empezó a instalarse la expectativa de una caída de los precios, lo que llevó a los agentes económicos a posponer sus inversiones y marcarse como prioridad la reducción de la deuda, de modo que la economía acabó sumiéndose en un círculo vicioso.[4]
En China, el precio de los inmuebles subió de manera prácticamente ininterrumpida desde el inicio de las reformas en 1979.[5] El impulso provino de la demanda natural de vivienda a raíz del crecimiento económico y la urbanización, pero se debió también al atractivo de las propiedades inmobiliarias como productos de ahorro. La vivencia directa de varias generaciones de chinos es que las inversiones inmobiliarias son más rentables que los depósitos bancarios y más seguras que las inversiones financieras. La oferta de vivienda se adaptó a ese superávit de la demanda y acabó sobrepasando con creces la demanda “natural”. Desde la década de 2010, la situación empezó a preocupar a las autoridades, sobre todo por el grado de endeudamiento de los principales promotores inmobiliarios. En 2020, introdujeron medidas destinadas a limitar los préstamos que les podían conceder los bancos. En un primer momento, los promotores buscaron nuevas fuentes de liquidez (por ejemplo, directamente del público a través de ventas sobre plano), pero algunos (entre ellos, los más importantes) tuvieron en seguida dificultades con la liquidez: Evergrande no fue más que el primero y el más famoso de una larga lista de promotores que acabaron entrando en suspensión de pagos.
Al igual que en Japón, se impuso una mecánica implacable: las obras inacabadas se multiplicaron, los apartamentos vendidos anticipadamente no se entregaron, a los compradores en potencia les entraron dudas y pospusieron sus adquisiciones, los precios bajaron (sobre todo en las ciudades pequeñas y medianas) pese a las intervenciones del Estado para controlarlos y los volúmenes de transacciones cayeron en picado: el volumen de ventas en 2023 es una tercera parte inferior al nivel de 2018. Los bancos han logrado absorber el golpe hasta ahora, pero las administraciones locales, que extraen una parte considerable de sus ingresos de las transacciones inmobiliarias, siguen lidiando con dificultades financieras aún no resueltas. El sector inmobiliario representa cerca del 30% del PIB chino, por lo que, si se tienen en cuenta las repercusiones ascendentes y descendentes[6], toda la economía sufre y el crecimiento se ralentiza.
3. Después de la burbuja
3.1. Japón
Las consecuencias del estallido de las burbujas fueron dolorosas y siguen dejándose sentir en la actualidad. El PIB per cápita no subió más de un 0,9% anual entre 1990 y 2022. Aun así, ese no puede ser el único criterio para hacer balance de ese periodo; es cierto que el crecimiento fue escaso, pero cabe reconocer que se mantuvo relativamente estable: la economía japonesa se vio afectada por crisis externas (COVID-19, crisis de 2008-2009), pero no ha sufrido ninguna crisis endógena de gran calado desde el estallido de la burbuja. El sistema bancario ha quedado saneado, el sector privado ha reducido su deuda y los grupos han mantenido (e incluso reforzado) su competitividad en numerosos sectores. Japón también ha sabido gestionar y evitar los conflictos comerciales que podrían haber surgido con sus socios a raíz de su fortaleza exportadora.
Desde el punto de vista social, se ha ampliado el sistema de protección (atención sanitaria, jubilación), si bien a costa de reformas dolorosas y, en ocasiones, de una degradación de las prestaciones. Estos resultados se lograron en un contexto demográfico muy desfavorable que conviene examinar de cerca, porque China estaría a punto de seguir un guion parecido.
La evolución demográfica y el envejecimiento no tuvieron una influencia directa en la aparición de las dificultades económicas japonesas, pero sí pesaron mucho en el curso de los acontecimientos: la población total en 2022 era de 125 millones[7], apenas superior a la de 1990 (123 millones), después de haber tocado techo en 2015 con 130 millones. Sobre todo, la transición demográfica de Japón provocó que la proporción de personas con más de 60 años pasase del 12% al 30% de su población total entre 1990 y 2022. La pérdida de población activa se compensó en parte con un aumento de la edad de jubilación y la mayor tasa de participación femenina, pero el coste de las pensiones y los gastos sanitarios han subido, tanto en términos absolutos como relativos, y cada vez hay que dedicarles una porción mayor de la riqueza nacional: esta partida de gastos dentro del presupuesto operativo del Estado pasó del 10,5% al 24,9% entre 1990 y 2022.
Para llegar a la situación que acabamos de describir, Japón tuvo que recurrir al endeudamiento público: el sector privado redujo su deuda, pero la del Estado se disparó desde el 63% del PIB a más del 260% en la actualidad, lo que convierte a Japón en el país más endeudado de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Ese nivel resulta tolerable únicamente porque la parte esencial de la deuda la soportan los particulares y los hogares y porque las tasas de interés se han mantenido muy bajas durante todo este periodo, pero constituye uno de los principales puntos débiles de Japón.
3.2. ¿China mañana?
No hay que subestimar la capacidad de la economía china para transformarse y sortear los escollos. China se enfrentaba a una situación aún más difícil que la actual cuando dejó atrás la agonía de la Revolución Cultural a finales de los años 70: una población en rápido crecimiento para la que había que generar empleo, mientras el rendimiento agrícola se estancaba y a las empresas industriales les costaba producir en cantidad suficiente productos de una calidad mediocre con tecnologías desfasadas. Además, en aquel momento el país estaba básicamente cerrado a las influencias extranjeras y no había lugar para la iniciativa individual. No obstante, debemos constatar que las dificultades actuales son, como mínimo, tan formidables como las que Japón tenía por delante en su momento.
3.2.1. Una demografía hostil
China tendrá que afrontar vientos en contra similares a los sufridos por Japón en los últimos 40 años: mientras que la población japonesa se estancó, la población china pasó de 800 millones en 1979 a 1.400 millones en 2022, pero la población en edad de trabajar lleva disminuyendo como mínimo 10 años y la población total hace lo propio desde 2022. Las transformaciones estructurales serán brutales: el segmento de personas con más de 65 años pasó del 4,4% al 12,6% entre 1980 y 2020. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) augura que esta franja demográfica representará el 30,1% en 2050, una evolución muy parecida a la de Japón en las últimas décadas. El esfuerzo que deberá hacer China será aún mayor habida cuenta de que el dispositivo de protección social actual en el país, pese a haber mejorado en los últimos 20 años, sigue siendo un sistema frágil e incompleto (la cobertura para residentes rurales continúa siendo muy rudimentaria) y está muy por detrás del sistema japonés de los años 90.
3.2.2. Escaso margen de maniobra financiero
El Estado chino ya se ha endeudado mucho más que Japón al final de sus años de bonanza: la tasa de endeudamiento público oficial es del 55% en 2023[8], pero la tasa real es aún más alta, porque hay que tener en cuenta la parte de la deuda de las provincias que no está explícitamente garantizada por el Estado central, así como algunas otras obligaciones del Estado que no aparecen en los datos oficiales. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), la deuda pública y cuasi pública asciende al 116%. Se subestima también el déficit anual del Estado (que en última instancia debe financiarse mediante deuda nueva): las autoridades chinas hacen público un presupuesto general del Estado que muestra un déficit del orden del 3% del PIB, pero se trata de una visión parcial porque siguen manejándose varios presupuestos: el FMI calcula que el “déficit acumulado” correspondiente al conjunto de los distintos presupuestos del Estado supera el 10% del PIB.
Esos niveles de endeudamiento y déficit siguen siendo manejables para una economía de la talla y la diversidad de la economía china. Aún se podrá recurrir al endeudamiento durante un tiempo, pero no a la misma escala ni en un periodo tan amplio como en el caso de Japón después del estallido de la burbuja, por no hablar de la necesidad de encontrar una solución definitiva para los problemas financieros de las administraciones locales.
3.2.3. Capacidad limitada para amortiguar los golpes
Otra diferencia fundamental es que, en el momento del estallido de su burbuja, Japón era un país más rico que la China actual: el PIB per cápita en dólares constantes era de 28.422 en Japón en 1990, frente a 11.560 en China en 2022. Esta diferencia se puede apreciar en el patrimonio acumulado por los japoneses, que ascendía a 191.000 dólares por adulto en 1990, frente a 76.000 en el caso de China en 2021.[9] Además, el sector inmobiliario representa más del 60% de ese patrimonio en China, por lo que una caída de los inmuebles puede tener efectos devastadores para los hogares. Esa circunstancia explica sin duda la preferencia china de llevar a cabo ajustes en los volúmenes en vez de en los precios, pese a que el efecto podría ser una demora en la recuperación del mercado por el riesgo de que los compradores no lleguen en masa al no confiar en que los precios hayan alcanzado un nivel de equilibrio real. En cualquier caso, la sociedad china dispone de menos reservas y menos capacidad para absorber las crisis que la sociedad japonesa.
3.2.4. Riesgo elevado de volatilidad financiera
Como ya se ha mencionado, el modelo de desarrollo de China se caracteriza por una proporción elevada de la inversión en el PIB frente al consumo. En Japón ocurría lo mismo durante sus años de rápido crecimiento, pero, después de la burbuja, la tasa de inversión se fue acercando de forma gradual a la media mundial, mientras que en China se mantuvo en niveles muy altos. Ese modelo funciona con eficacia siempre que haya suficientes proyectos rentables que financiar. Con el desarrollo económico se reducen las necesidades en materia de infraestructuras, bajan los rendimientos y sube el riesgo de que el ahorro se destine a financiar proyectos con fundamentos económicos dudosos. En ese caso, mantener una tasa de inversión elevada pasa a ser una fuente potencial de volatilidad financiera, puesto que favorece la aparición de burbujas, sobre todo en el sector inmobiliario y en el mercado bursátil, y en ocasiones incluso en la economía real en forma de exceso de capacidad industrial. No es casualidad que la economía china haya vivido numerosos episodios de inestabilidad financiera (financiación en línea en 2015, suspensión de pagos de conglomerados sobreendeudados, crisis de liquidez en los pequeños bancos locales, etc.) desde la puesta en marcha del plan de inversión para la recuperación de 2008-2009 para capear los efectos de la crisis financiera mundial. Al menos, algunos dirigentes chinos son conscientes de este riesgo y abogan por aumentar la proporción del consumo en el mix económico nacional, pero sin efectos apreciables hasta ahora. Por el contrario, las orientaciones recientes parecen apuntar a una voluntad de aumentar la inversión en el desarrollo de “nuevas fuerzas productivas” (en referencia sobre todo a la tecnología puntera y, en particular, a todo lo relacionado con la descarbonización) en sustitución de las inversiones en el ámbito inmobiliario. Por lo tanto, un riesgo real para la economía china es la reaparición de episodios de inestabilidad financiera que acaben erosionando la solidez del sistema financiero.
La mera analogía no es un argumento poderoso y es evidente que de lo anterior no se puede extraer la conclusión automática de que China vaya a seguir la misma senda que Japón. Las autoridades chinas son las primeras en rebatir esa posibilidad y esperan que el crecimiento se mantenga alrededor del 5% anual. Han comprendido que las inversiones en infraestructuras e inmuebles no serán los motores del crecimiento en el futuro y han destinado un esfuerzo gigantesco a inversión y desarrollo para convertir al país en líder mundial en materia de innovación y mejorar el nivel de productividad de la economía.
Esta estrategia de salida de la crisis mediante más inversión puede servir para que China evite durante un tiempo al menos una situación de estancamiento tan grave como la de Japón; sin embargo, entraña numerosos riesgos y podría dar pie a crisis tanto internas (que afecten a las finanzas locales, por ejemplo) como externas: las inversiones planteadas llevan directamente a China a aumentar sus exportaciones mientras la demanda interna sigue de capa caída. El resultado son déficits comerciales crecientes con China tanto de Estados Unidos (EEUU) como de la Unión Europea (UE), más delicados si cabe desde el punto de vista político al tratarse de sectores estratégicos como la automoción y las tecnologías verdes (aerogeneradores, paneles solares). En los años 90, Japón recibió presiones de sus socios para limitar sus exportaciones. No cabe duda de que China se encuentra mejor posicionada para resistir a las presiones externas que un Japón que dependía y sigue dependiendo de EEUU para su seguridad, pero el gigante chino también necesita preservar su acceso a los mercados internacionales y, además, el contexto geopolítico actual hace que se vea sometido a presiones aún más fuertes en la actualidad.
La estrategia china también podría quedar en entredicho en caso de que la economía entre en un periodo de deflación del que, como pone de manifiesto el ejemplo de Japón, resulta difícil salir. Además, tarde o temprano tendrá que hacer frente a limitaciones financieras en materia de deuda y déficit: el gobierno chino se plantea numerosos objetivos que exigen contar con más financiación: fortalecimiento de la seguridad nacional (las partidas destinadas a la defensa y a la seguridad nacional en el presupuesto general aumentan constantemente), programas de inversión en nuevas tecnologías y, por supuesto, desarrollo de los sistemas de protección, donde, como ya se ha visto, el coste no hace más que aumentar. Al final, las autoridades tendrán que encontrar un equilibrio entre sus prioridades.
Otro planteamiento podría consistir en iniciar reformas que propicien una reducción del peso de la inversión en el mix económico y la canalización inmediata de más recursos: desde luego, sería menos arriesgado a medio plazo, pero se traduciría en una caída más brusca del crecimiento a corto plazo, una hipótesis que las autoridades no parecen dispuestas a contemplar.
Conclusión
La economía china ya se ha adentrado en un periodo de riesgos e incertidumbres. El resto del mundo también se ve afectado debido al peso de China y a su forma de insertarse en los intercambios internacionales. La desaceleración del crecimiento podrá ser más o menos brutal, pero resulta inevitable. El ejemplo de Japón demuestra que los excesos del pasado acaban pasando factura en el futuro.
[1] Tomamos como fecha inicial las primeras noticias públicas sobre las dificultades del promotor inmobiliario Evergrande, que ha pasado a ser un ejemplo paradigmático de los excesos de la burbuja inmobiliaria china.
[2] Todas las cifras del PIB per cápita se expresan en dólares constantes de 2015 y han sido extraídas de las tablas elaboradas por el Banco Mundial: https://data.worldbank.org/indicator/NY.GDP.PCAP.KD?locations=JP-CN
[3] O incluso la primera si calculamos los datos según el método de la paridad del poder adquisitivo.
[4] Véanse sobre todo las obras del economista Richard Koo, quien denominó a ese fenómeno como “recesión de balance” (balance sheet recession).
[5] No había mercado para las transacciones inmobiliarias privadas antes de las reformas, por lo que no había precio de mercado.
[6] El cálculo del sector inmobiliario sobre el PIB de China incluye la contribución de industrias estrechamente relacionadas, como acero, hormigón, mobiliario, servicios de renovación, mantenimiento, compraventa, etcétera.
[7] Todos los datos relativos a la población se han extraído de https://data.worldbank.org/indicator/SP.POP.TOTL?locations=JP-CN
[8] Para consultar este dato y las demás cifras del párrafo, véase: FMI 2024, People’s Republic of China, 2023, Article IV, Consultation, pp. 60-63.
[9] Crédit Suisse Research Institute, Global Wealth Databook 2022.