Tema
Aunque las presiones inflacionarias, el aumento de la deuda pública y el debilitamiento de la recuperación económica post-COVID pueden llevar a apostar por políticas prematuras de consolidación fiscal, ni la economía internacional tras la pandemia ni la situación geopolítica en plena guerra de Ucrania permiten un retorno al modelo de crecimiento prescrito tras la crisis de 2008-2010.
Resumen
La guerra en Ucrania ha ensombrecido las perspectivas de recuperación económica en la UE. Fuertes presiones inflacionistas, unidas a un aumento de la deuda y déficit públicos y a subidas de los tipos de interés, configuran un cuadro inquietante de cara al futuro que invita a retomar las políticas de austeridad como ya se hizo a la salida de la anterior crisis hace una década. Sin embargo, como mostramos en este trabajo, el contexto internacional podría no ser tan propicio para estos ajustes fiscales a nivel de la eurozona. De hecho, la nueva realidad económica y geopolítica, caracterizada por las presiones desglobalizadoras y la rivalidad y antagonismo entre grandes potencias, obliga a repensar el modelo “alemanizado” de devaluación salarial y crecimiento europeo orientado al exterior que se volvió hegemónico en Europa. En última instancia, la dirección que tome la política fiscal europea vendrá determinada por el debate entre consideraciones estratégicas y normativas en el plano europeo, en las que la visión de Alemania ocupará una posición primordial.
Análisis
No existe una única receta económica para la prosperidad. Así, se puede ser un país rico, con pleno empleo y lleno de oportunidades con una economía eminentemente exportadora y con una férrea tradición de disciplina fiscal (como Alemania) o con una economía apoyada en la demanda interna y poco austera (como EEUU). Aunque la literatura académica sobre variedades del capitalismo muestra que no es sencillo transitar de un modelo a otro, lo cierto es que el conjunto de la eurozona (y sobre todo los países del sur como España), salieron de la crisis financiera y del euro de 2008-2013 “alemanizando” sus economías, es decir, mediante devaluaciones salariales internas y políticas de austeridad. Las medidas llevaron a un boom exportador y a un superávit por cuenta corriente estructural del conjunto del área del euro, pero también contribuyeron a un importante descontento social, aumentos de la desigualdad y el ascenso de los partidos anti-sistema. Tras unos años de crecimiento, políticas de austeridad suavizadas, expansión monetaria y baja inflación (2014-2020), y en los que el Brexit y la presidencia neo-mercantilista de Donald Trump expusieron a la Europa exportadora a los riesgos de la desintegración económica, la pandemia abrió un paréntesis en la política económica en el que –acertadamente– los países europeos se unieron a los de todo el mundo en un ejercicio de expansión fiscal y monetaria sin precedentes, que en el caso de la UE se combinó con una respuesta coordinada y cooperativa de la que nacieron los fondos Next Generation EU.
Sin embargo, la guerra en Ucrania, la desaceleración económica china y las subidas en los tipos de interés han ensombrecido las perspectivas de recuperación económica en Europa. Fuertes presiones inflacionistas, unidas a elevados niveles de deuda y déficit públicos, configuran un cuadro inquietante de cara al futuro. Y aunque las reglas fiscales europeas estarán suspendidas hasta finales de 2023 (y pendientes de reformarse), ya se empieza a habla de la necesaria vuelta a la austeridad como en 2010. Sin embargo, los actuales cambios en la economía global –caracterizados por la rivalidad geoestratégica entre grandes potencias y los riesgos de desglobalización– invitan a una reflexión sobre en qué medida tanto las restricciones fiscales a nivel europeo como la confianza en el modelo exportador constituyen las políticas más adecuadas para la UE en su conjunto. Dicha reflexión está ineludiblemente conectada con el debate sobre el papel del Estado en un mundo post-pandemia, donde el orden liberal internacional está en declive y la UE necesita desarrollas autonomía estratégica y encontrar su lugar en el mundo.
No cabe duda de que países como España, que tienen un déficit público estructural, necesitan cuadrar sus cuentas públicas vía aumento de ingresos y/o reducción de gastos, así como tener una estrategia de consolidación fiscal creíble a largo plazo. Sin embargo, el conjunto de la UE, y la eurozona en particular, deberían considerar cambios en su modelo de crecimiento en el que la demanda interna jugara un papel más importante.
En las próximas páginas se analiza en qué medida el binomio austeridad-exportaciones que se impulsó para salir de la anterior crisis es adecuado en el actual contexto económico y geopolítico. Además, se explora cuál es la posición de Alemania –principal impulsor de la austeridad en el pasado– mediante un análisis de los valores, ideas e intereses más enraizados entre sus elites.
Palos sin zanahorias
Los argumentos a favor de anticipar la consolidación fiscal son intuitivos. Mantener niveles elevados de deuda y déficit públicos resultaba más permisible a finales de 2021, cuando se pronosticaba una recuperación económica fuerte con inflación moderada y sin riesgos de fragmentación financiera en la zona euro. Desde el estallido de la guerra de Ucrania en febrero de 2022, sin embargo, nos enfrentamos a un cuadro de menor crecimiento y mayor inflación y en el que los bancos centrales de todo el mundo ya han comenzado a subir los tipos de interés. La cuestión entonces es cómo de brusco será el aterrizaje tras el boom económico que siguió al rebote post-pandemia y qué papel debe jugar la política fiscal en un entorno de políticas monetarias más restrictivas.
En la década de 2010 el aumento del endeudamiento público y las elevadas primas de riesgo en algunos países de la zona euro fueron los “palos” con los que se justificaron las políticas de austeridad que se adoptaron en Europa. Pero, aquella hoja de ruta (que se llegó a bautizar como “austericidio” en algunos países del sur) combinaba los “palos” con importantes “zanahorias”. En el planteamiento más optimista sobre la llamada “austeridad expansiva”, el recorte del gasto público se vería compensado con creces por un aumento de la inversión extranjera directa derivada del aumento de la confianza ante el compromiso de consolidación fiscal. Aunque esta hipótesis no sobrevivió a la crisis del euro porque los riesgos de redenominación ahuyentaron la inversión extranjera hasta que llegó el whatever it takes de Draghi en 2012, la noción de que una devaluación salarial era útil para promover la competitividad exportadora de las empresas de un país continúa en vigor. Es ahí donde radica –parte de– la pujanza exportadora de Alemania, considerada como el modelo para las economías europeas necesitadas de reformas estructurales. Gracias –también en parte– a ese proceso de imitación, países como España salieron de la crisis de 2008 con una balanza de pagos saneada. De hecho, la “alemanización” de las economías del sur de Europa supuso que el conjunto de la zona euro pasara de tener un déficit por cuenta corriente de 200.000 millones de euros en 2008 a un superávit de más de 250.000 millones de euros en 2014, alrededor del 3% de su PIB.
Dar prioridad a las exportaciones como motor de crecimiento implica depender más del resto del mundo para crecer que de la demanda interna. Y es aquí donde, en comparación con la crisis de 2008, la de 2020 se enfrenta a un panorama de recuperación poco alentador. Esto es así porque las políticas de devaluación interna sólo contribuyen a potenciar las exportaciones cuando se cumplen tres condiciones: (1) una economía global interconectada; (2) un contexto en la que otros grandes países llevan a cabo políticas de expansión fiscal; y (3) el desarrollo de vínculos comerciales que no genere relaciones de dependencia peligrosas.
La primera condición, en apariencia precaria, tal vez sea la que mejor ha resistido el paso de los años. Desde 2016 viene siendo común anunciar el fin del libre comercio –por culpa del Brexit, Trump, el COVID-19 o la invasión rusa de Ucrania–. Con todo, la globalización goza de una mala salud de hierro. Reconstruir cadenas de suministro globales conlleva costes –en términos de fricciones comerciales e inflación– que la mayor parte de Estados y sociedades no están dispuestos a asumir. Los planes de recuperación post-pandemia traen consigo apuestas para acortar cadenas de suministros estratégicas –como los microchips o el material sanitario– y se está produciendo una tendencia hacia la regionalización comercial y el friend-shoring: reubicar partes de las cadenas de producción en economías con gobiernos menos asertivos que los de Moscú o Pekín. Esto supone que el comercio y las inversiones internacionales se están reconfigurando y transformando cualitativamente, pero que su importancia no parece que vaya a disminuir.
La segunda condición, la necesidad de que los países con los que se comercia abracen la expansión fiscal (aumentando así sus importaciones), con frecuencia se olvida, pero hacerlo implica caer en una falacia de composición. Como observó Martin Wolf en 2009, si todos los países persiguiesen una estrategia de devaluación interna a la vez, la Tierra se vería obligada a obtener un superávit comercial con Marte. Por suerte para la UE, en la década de 2010, otros países sí optaron por políticas fiscales expansivas, que vinieron además acompañadas por expansiones monetarias que permitieron que su mayor demanda interna generara un aumento de sus importaciones. Como muestra el trabajo de Samuel Brazys, Aidan Regan y Palma Polyak, la recuperación poscrisis de Irlanda y Alemania –que teóricamente se beneficiaron de adoptar devaluaciones internas– no se explica sin los programas de estímulo fiscal que llevaron a cabo las economías estadounidense (cuyo sector tecnológico está altamente entrelazado con la economía irlandesa) y china (que se convirtió en un destino prioritario de las exportaciones alemanas). También cabe recordar que, como señalan Matthew Klein y Michael Pettis, la conquista de mercados exteriores en ocasiones no es un síntoma de éxito económico, sino de débil demanda interna. Como desgranan estos autores, las estrategias de crecimiento basadas en las exportaciones de China o Alemania han terminado por trasladar sus desajustes internos al conjunto de la economía global.
Hoy China continúa confinando a su población para lidiar con las nuevas variantes del COVID-19. En EEUU la Reserva Federal ha optado por endurecer la política monetaria, y la agenda económica de Joe Biden no logra salir adelante en un legislativo bloqueado. Todo ello sugiere que ni Pekín ni Washington podrán desempeñar el papel que jugaron en la década anterior. Tampoco lo harán el resto de países que conformaban el entonces prometedor acrónimo BRICs, porque hoy atraviesan profundas dificultades económicas. Las exportaciones europeas, por tanto, no tienen una demanda global tan intensa como a la salida de la crisis financiera y del euro hace 10 años.
La tercera condición, la de la fiabilidad de los países con los que se comercia (y de los que se depende para productos clave), se ha visto completamente socavada por la guerra de Ucrania. Lo que la invasión rusa de febrero ha venido a confirmar, entre otras cosas, es que profundizar vínculos comerciales para reconducir tensiones políticas entre diferentes Estados en ocasiones es contraproducente. Esta estrategia no sólo no ha logrado mitigar los desencuentros entre Bruselas y Moscú –o, llegados al caso, entre Washington y Pekín–, sino que, en el caso europeo, ha acrecentado una profunda dependencia de los hidrocarburos rusos, sobre todo por parte de Alemania. En última instancia, son estas consideraciones políticas, más que los desajustes que produce una economía global altamente interconectada, las que obstaculizan un retorno al paradigma de mercados abiertos que facilitó la recuperación poscrisis de 2008 en Europa. De ahora en adelante la política comercial tendrá que encajar dentro de un esquema de pensamiento integral sobre la acción exterior europea, lo que limitará los dividendos de una estrategia de crecimiento diseñada para priorizar las exportaciones.
Ideas e intereses en el futuro de la UE
¿Qué esperar de la UE ante este impasse? La orientación europea dependerá en gran medida de la que tome su principal potencia económica, Alemania, cuyas prioridades fueron claves a la hora de establecer tanto una agenda de austeridad en la década de 2010 como una respuesta más proactiva y solidaria tras el estallido del COVID-19. Si bien es cierto que otros países de la zona euro juegan un papel relevante, especialmente Francia, es razonable pensar que la posición alemana será clave ya que Francia, Italia y España probablemente se decantarán por una estrategia más “keynesiana” de moderación en la vuelta a los equilibrios fiscales en el contexto de la reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Para anticipar la orientación de Alemania es útil recurrir a un debate en apariencia abstracto, pero con consecuencias importantes en la realidad: el de si son las consideraciones normativas –ideas y valores– o las de realpolitik –intereses materiales y/o nacionales– las que más pesan en esta decisión.
La interpretación constructivista, que presta especial atención a la importancia de las ideas, cuenta con defensores persuasivos como Mark Blyth y Matthias Matthijs. Según estos autores, el tipo de austeridad que Alemania promovió en el pasado es una idea peligrosa por varios motivos. En primer lugar, porque se basa en una analogía falaz que entiende al Estado como una familia o pequeña empresa, de modo que en momentos de crisis económica no queda más remedio que “ajustarse el cinturón” y rebajar gastos.
Ocurre, además, que el recurso a una devaluación interna para potenciar las exportaciones tiene visos de prosperar en una economía como la alemana, donde sindicatos, grandes empresas y autoridades públicas acostumbran a coordinarse para obtener objetivos comunes, y donde ya existe una base industrial capaz de exportar productos de alto valor añadido. Este entramado es el resultado de una historia económica y trayectoria institucional muy específicas, por lo que emularlo a corto y medio plazo en el conjunto de la UE supone una apuesta arriesgada. El corolario no es que desarrollar un sector exportador más competitivo sea necesariamente una mala idea (de hecho, no lo es), sino que eso no bastará para convertir a los países del mediterráneo en “Prusias del sur”. Especialmente si, como de 2010 en adelante, el ajuste se centra en la devaluación salarial y desatiende cuestiones como la inversión en I+D o las políticas industriales activas.
La escuela constructivista insiste en que las consideraciones normativas explican la apuesta por las políticas de austeridad a nivel europeo; es decir, que las ideas dominantes son las que determinan el espectro de políticas posibles. Al obcecarse con la conveniencia de exportar su modelo de desarrollo “ordoliberal”, las autoridades alemanas apostaron en 2010-2012 por una serie de decisiones económicas poco pragmáticas. Así, la negativa de Angela Merkel de mutualizar la respuesta europea a la Gran Recesión permitió que una crisis financiera y de deuda soberana en Grecia –apenas el 2% del PIB europeo– explotase hasta poner en entredicho el futuro del euro (una moneda cuyos principales beneficiaros han sido Alemania y sus socios del norte de Europa). Entender los problemas del euro como una división entre los “santos” del norte y los “pecadores” del sur obviaba las vulnerabilidades financieras comunes a ambos, y la apuesta por las políticas de austeridad dejó una UE menos cohesionada, al tiempo que daba alas a los nuevos partidos antisistema. Además, tampoco logró reducciones contundentes en las ratios de deuda sobre PIB de la zona euro (por el escaso dinamismo del PIB), que era lo que se proponía lograr.
Por otra parte, las tesis realistas argumentan que no son las ideas dominantes sino los intereses (materiales y de otro tipo) los que dominan la política económica exterior de los estados. En esta línea, en la que el trabajo canónico en economía política europea corresponde a Andrew Moravcsik, destaca un estudio reciente de Julian Germann sobre la primacía alemana en Europa. Según el autor, la decisión alemana de imponer políticas de austeridad al resto de la zona euro se puede entender desde consideraciones más pragmáticas que ideológicas. Estas consideraciones, no obstante, reflejan particularidades de la economía alemana que las narrativas realistas más crudas no son capaces de desgranar.
En primer lugar, sostiene Germann, la doctrina económica alemana ni siquiera puede considerarse “ordoliberal”. Los teóricos de la Escuela de Freiburgo no asignaron a los sindicatos y el Estado del bienestar la importancia que llegaron a adquirir en la “economía social de mercado” renana contemporánea. Lo que Alemania sí desarrolló fue una orientación exportadora. Esta orientación no es producto de la reunificación y la unión monetaria, como habitualmente se plantea, sino que encuentra sus orígenes en la posguerra europea y es el elemento más irrenunciable del modelo de crecimiento renano.
Las crisis cambiarias y la estanflación de los 70 llevaron a los gobiernos alemanes a apoyar políticas de moderación salarial y disciplina monetaria tanto en Europa Occidental como en Norteamérica. Alemania desempeñó un papel destacado liquidando el acuerdo keynesiano de la posguerra y promoviendo el orden económico liberal e híper-conectado en que vivíamos hasta 2020. Lo interesante es que fue, como señala el título del libro de Germann, un “arquitecto involuntario”. Al contrario que Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que promovieron una profunda transformación económica nacional, lo que pretendían los dirigentes alemanes era sostener los compromisos socio-económicos establecidos en Alemania tras la posguerra. La cuestión es que, debido a la orientación exportadora de su país, mantener ese consenso requería un mundo abierto al comercio y un orden monetario estable. La austeridad (y en cierto sentido el neoliberalismo) que promovió Alemania fuera de sus fronteras sirvió precisamente para preservar la economía social de mercado dentro de ellas.
Berlín continúa realizando este ejercicio de funambulismo, si bien lo hace no ya exportando al resto de Europa sino al conjunto de la economía global, y habiendo extendido al resto de la UE sus cadenas de producción. Como las partes de mayor valor añadido en esas cadenas siguen siendo alemanas, Berlín promueve políticas de austeridad para “orientalizar” las economías del sur de Europa, convirtiéndolas en plataformas donde producir piezas intermedias para sus exportaciones –por ejemplo, componentes de automóviles– a un coste reducido. Según esta interpretación el objetivo de la austeridad tampoco sería convertir el sur de la zona euro en una “Prusia del sur”, sino en una Hungría mediterránea, diseñada para captar la inversión directa alemana. Según esta interpretación, la apuesta realizada de 2010 en adelante no se explicaría por miopía ideológica, sino que respondería a una evaluación ponderada del papel de Alemania –y por consiguiente la UE– en el mundo.
Conclusiones
La desaceleración económica y el aumento de la inflación generadas por la guerra de Ucrania pone a la UE ante un dilema complejo. Por un lado, añade presión para abandonar la política de grandes estímulos fiscales y sobre todo monetarios puesta en pie tras la pandemia. Al mismo tiempo, recurrir a una consolidación fiscal acelerada como la de 2010 no parece la mejor opción. Esto es así porque las condiciones necesarias para potenciar el crecimiento basado en exportaciones no son para nada tan benignas como las que se produjeron en la década pasada. La tendencia a la regionalización comercial, los problemas económicos en China y EEUU y las tensiones geopolíticas, además de las propias tensiones internas que generó la adopción de políticas de austeridad, impiden emular la estrategia adoptada tras la crisis financiera global.
Es de esperar que países como España, Italia y Francia opten por una estrategia más “keynesiana” de moderación en la vuelta a los equilibrios fiscales. La cuestión determinante es qué posición tomará Alemania, y si sus prioridades económicas reflejan preferencias normativas (como sugerirían las explicaciones constructivistas) o un cálculo de intereses más pragmático (como asume la escuela neorrealista). Si lo que guía a Berlín es una hoja de ruta ideológica, podría esperarse que repita los errores de la década de 2010 y abrace la austeridad, imponiéndosela de paso al resto de la zona euro. Si, por el contrario, la acción exterior alemana responde a una estrategia calculada de desarrollo, es más posible que reconsidere el modelo de gobernanza económica que promueve en Europa, permitiendo al conjunto de la zona euro cambiar de mentalidad de forma que se sustituya una visión de economía pequeña y abierta sin poder de mercado por otra –más parecida a la de EEUU– en la que se confía más en la demanda interna y se aprovechan las ventajas políticas que implican emitir una moneda de reserva con mayor margen fiscal. Esta segunda visión, que claramente apoyaría Francia, estaría alineada con el objetivo de avanzar hacia la autonomía estratégica de la UE en el plano económico.
Las decisiones alemanas entre 2020 y 2022 sugieren que este interrogante aún no tiene respuesta. Berlín se ha comprometido con una respuesta más solidaria a nivel europeo durante la crisis del COVID-19. Decisiones como la de aumentar el gasto militar al 2% del PIB o elevar los salarios mínimos aumentarán el peso de la demanda interna en la orientación económica alemana. La llegada al poder de una coalición presidida por los socialdemócratas, y con un peso considerable de los Verdes, parece favorecer una reorientación gradual de las prioridades nacionales. Al mismo tiempo, el Ministerio de Finanzas mantiene su apuesta por la disciplina fiscal, aunque se ha mostrado abierto a reformar las reglas fiscales europeas.
No cabe duda de que algunos países europeos, como España, necesitan reducir sus déficits públicos estructurales y continuar sus esfuerzos para estabilizar y reducir sus ratios de deuda/PIB a medio y largo plazo, preferiblemente mediante incrementos en el PIB derivadas del crecimiento inducido por las inversiones y reformas. Sin embargo, el conjunto de la zona euro, con una ratio de deuda/PIB en el entorno del 100% –claramente por debajo de la de EEUU o Japón– puede tener un amplio margen de maniobra para utilizar la política fiscal como herramienta de estabilización del ciclo económico y apoyo a los sectores vulnerables más afectados por la subida de los precios de la energía y los alimentos en un contexto de subida de los tipos de interés. Pero pasar de la mentalidad alemana de economía pequeña, abierta y “precio-aceptante” a la mentalidad estadounidense de economía globalizada, pero con fuerte demanda interna y capacidad para moldear los equilibrios macroeconómicos y financieros internacionales, requerirá avances en la unión fiscal y bancaria que aumenten el papel internacional del euro y la autonomía estratégica europea.
Imagen: Carteles de “no a los recortes” en una manifestación en Valencia, España (2012). Foto: Mónica Centelles (CC BY-NC-ND 2.0).