Tema: El régimen del presidente tunecino Zine El Abidine Ben Ali se vino abajo tras apenas un mes de protestas públicas sin precedentes. El devenir del país dependerá de las decisiones del gobierno interino.
Resumen: El inesperado desarrollo de la revuelta popular tunecina que ha apeado del poder al presidente Ben Ali tras 23 años al mando ha respondido a una serie de factores que son específicos al país. El devenir del país dependerá de las decisiones del gobierno interino. Pese a sus distintas posiciones, los implicados deberán encontrar un terreno común que les permita alcanzar un equilibrio. Los aliados del ayer competirán mañana en las urnas. Desafortunadamente, el diálogo escasea y persiste el interrogante respecto del futuro papel de las fuerzas armadas, si bien no puede descartarse un aumento del apoyo a los islamistas. Dado que la revolución tunecina es la primera de este tipo en el mundo árabe –un levantamiento popular que ha logrado con éxito expulsar a un dictador–, es razonable preguntarse si seguirán su ejemplo los países vecinos. El riesgo de contagio es significativo, aunque ni es inevitable ni debe esperarse una replicación idéntica en otros países.
Análisis: Tras 23 años de gobierno autocrático, el régimen del presidente Zine El Abidine Ben Ali se ha derrumbado tras apenas un mes de protestas públicas sin precedentes. Después de más de dos décadas de silencio y miedo, los tunecinos se han atrevido a hacer lo impensable.
Ben Ali mantuvo a Túnez bajo su yugo respaldado por unas fuerzas de seguridad de 130.000 agentes y un partido político, el RCD, que funcionaba, en la práctica, como un partido único. Una férrea represión y una maquinaria propagandística bajo el control personal de Ben Ali lograron aplacar toda desviación posible durante un largo período de tiempo. Los beneficiarios fueron el clan del presidente, su propia familia y su mujer, que se apropiaron para sus propios fines, legal e ilegalmente, de amplios sectores de la economía y diezmaron los recursos del país sin limitación alguna.
Aunque consciente de ello, la población aceptó la situación debido a una mezcla de temor y pura complacencia. El desarrollo económico y social del país se consideraba satisfactorio y Túnez era a menudo presentado como un ejemplo de éxito económico. No obstante, la crisis económica puso fin a dicha asunción, dada la reducción del poder adquisitivo, la subida de los precios, el incremento de los niveles de deuda doméstica y la tasa de desempleo más elevada de la región, estimada entre un 14% y un 18%, con un 23% de desempleo entre los jóvenes y un 37% entre los graduados universitarios. Para estos últimos, la injusticia es aún mayor si cabe, pues se consideraba que la corrupción y el nepotismo eran las únicas formas de conseguir trabajo. La combinación de estos factores fue, sin lugar a dudas, la fuerza motriz del movimiento de protesta que condujo a la caída de Ben Ali en Túnez.
Un factor importante en la rápida propagación del movimiento de protesta en el país fue el apoyo mostrado por las ramas locales y regionales de la Unión General de los Trabajadores Tunecinos (el poderoso sindicato UGTT) a las demandas de la población. Contrariamente a lo ocurrido con motivo del levantamiento en la cuenca minera de Gafsa de 2009, que fue reprimido por el régimen, en esta ocasión la actitud positiva de las ramas locales de la UGTT ayudó a la población a movilizarse y confirió una estructura organizada a la protesta. Las bases locales fueron un factor decisivo, pese a la marcada cautela y la respuesta tardía de la Unión a nivel nacional, si bien en la actualidad está tratando de distanciarse del régimen y subirse al tren de la revolución.
La caída del dictador y su régimen
De las tres posibles opciones para poner fin al autoritarismo, se ha terminado imponiendo la más improbable. De hecho, una transición de abajo a arriba, impuesta por el pueblo tras una revolución, se antojaba del todo inconcebible. Asimismo, una transición negociada constituía una posibilidad remota dado que la disparidad en la fuerza de los partidos políticos era tal que ninguno de los grupos de la oposición se encontraba en posición de desafiar el poder de Ben Ali y garantizar una transición. Utilizando una estrategia de “agujero negro”, Ben Ali creó un vacío a su alrededor: se aseguró de que no hubiera en su entorno ni alternativas ni personalidades válidas para plantarle cara, mientras que a ojos de la población los partidos de la oposición estaban totalmente atados, pues los que se negaban a acatar las reglas de Ben Ali eran eliminados. Todo hacía presagiar, en definitiva, que la única opción posible era que la transición se impulsara desde arriba, cuando el dictador tuviera a bien cumplir con sus promesas. Sin embargo, dicho momento nunca llegó a producirse.
Por otra parte, hay quienes siempre han sostenido que el cambio en Túnez no se produciría jamás sin cierto grado de violencia, ya fuera en forma de un golpe de Estado militar o de una revolución popular. Otros creyeron que el cambio era imposible, dado el férreo control del dictador sobre las fuerzas de seguridad. Ambas apreciaciones han resultado erróneas; finalmente, los ciudadanos han demostrado ser más fuertes y determinados, y el dictador, por su parte, más débil y vulnerable de lo esperado. Ésta es una importante lección que extraer de la revolución tunecina. Pero el golpe mortal que condujo a la rápida caída de Ben Ali vino del ejército, cuando el jefe del Estado Mayor del ejército tunecino se negó a acatar las órdenes de reprimir las manifestaciones y cargar contra los manifestantes. Este acto de desobediencia fue el punto de inflexión definitivo que convenció al presidente de que había sido derrotado por su pueblo. Según varias fuentes, fue precisamente el jefe de las fuerzas terrestres quien obligó a Ben Ali a huir de Túnez.
La caída del presidente condujo inevitablemente a la caída de su régimen, integrado por las fuerzas de seguridad y el partido hegemónico RCD. Contrariamente a lo que cabía esperarse, estas dos superestructuras abandonaron la escena en seguida. Las fuerzas de seguridad apoyaron de inmediato al nuevo gobierno (con la excepción de un pequeño grupo integrado por algunos de los colaboradores más cercanos del presidente), mientras que los escalafones más altos del RCD optaron rápidamente por la autodisolución. El régimen demostró ser un mero castillo de naipes. Ésta es la segunda gran lección que puede extraerse de la revolución tunecina. Para superar el pasado y evitar un posible retorno al mismo, el nuevo gobierno decidió destituir al jefe de las fuerzas de seguridad y suspender al partido RCD a la espera de la orden judicial que permitiría su disolución. Así pues, una de las primeras decisiones del gobierno de transición fue cortar todos y cada uno de los vínculos entre el RCD y el Estado, y entre éste y la administración pública.
Una nueva era y un tiempo para la transición
¿Debería la revolución haber anulado inmediatamente la Constitución tunecina? Por el momento, el gobierno ha decidido aceptar el orden constitucional vigente en aras de la estabilidad, garantizando así la continuidad de las actuales estructuras de poder. Mientras tanto, algunos han hecho un llamamiento a la derogación inmediata de una constitución demasiado vinculada al antiguo régimen, con algunos de sus artículos confeccionados a la medida del presidente Ben Ali. Aunque difícil de aceptar para algunos, el razonamiento era que debía evitarse a toda costa un vacío constitucional. Tanto las fuerzas políticas como la sociedad civil llegaron al acuerdo de que se adoptará una nueva constitución al final del periodo de transición, dando así pie a la proclamación de la segunda república y, muy probablemente, a un sistema plenamente parlamentario.
En lo que respecta a la primera opción, una vez que el Consejo Constitucional anunció que el cargo de presidente quedaba definitivamente vacante, tras 24 horas de titubeo quedó claro que el orden constitucional vigente no estaba llamado a ser plenamente respetado. De hecho, la constitución actual requiere que se convoquen elecciones presidenciales en un máximo de 60 días, pero resulta impensable que se organicen elecciones libres y plurales en dicho periodo de tiempo. La preparación de una pluralidad de candidaturas sencillamente no es posible en el marco constitucional y legislativo actual. De este modo, la modificación del marco jurídico debe ser el paso previo a la celebración de elecciones, lo cual llevará sin duda algo más de dos meses. La solución es, por tanto, más política que jurídica: alcanzar un acuerdo para eludir la constitución actual al tiempo que se defiende su validez en el presente, garantizándose así la capacidad de acción del gobierno interino. Ésta parece ser la visión tácitamente aceptada por todos los partidos pues ninguno de ellos se opone ni al principio de tener un gobierno interino, ni a la necesidad de mantener a su presidente provisional en el poder. Si bien algunos quisieron desmontar el “gobierno de unidad nacional” por el hecho de estar integrado por algunos ministros del antiguo régimen, la mayoría conviene en que un período de seis meses es un plazo razonable para la implantación de las reformas necesarias que garanticen unas elecciones libres y transparentes.
Ésta es, evidentemente, la tarea más importante a la que se enfrenta el gobierno interino, el cual está compuesto mayoritariamente por tecnócratas de los últimos días del régimen de Ben Ali, ex ministros del régimen, líderes de la oposición y personalidades independientes. Un gobierno interino que inicialmente estuvo sometido a una enorme presión como resultado de las manifestaciones diarias, las llamadas a la destitución de todas las figuras vinculadas al antiguo régimen y las reivindicaciones de la UGTT, que reclamaba una huelga general y la dimisión del gobierno en su totalidad.
Para algunos, la postura de la UGTT era el resultado desafortunado del empeño de sus líderes por distanciarse de unos lazos incómodamente cercanos con el antiguo presidente, en un esfuerzo por reposicionarse en el nuevo paisaje político. Es cierto que en cierto modo la UGTT nunca estuvo lejos de la esfera política y que nos encontramos en un momento decisivo para dicho sindicato en vista de que se abre la puerta a un eventual pluralismo sindical en Túnez.
Sea como fuere, el gobierno es, por definición, meramente provisional y tiene encomendadas unas tareas bien concretas. Implicarlo en una batalla política en estos momentos resulta del todo insensato e incluso peligroso en esta etapa del proceso de transición. Desmantelar el gobierno podría sumir a Túnez en el caos. Afortunadamente, se ha alcanzado un acuerdo para que el gobierno siga presidido por el antiguo primer ministro, quien contará con otros dos ministros del antiguo régimen (tecnócratas no salpicados por la corrupción) y nuevas caras de las esferas académica, privada y del poder judicial. Dicho acuerdo ha contado con el respaldo de la UGTT y, sobre todo, de la opinión pública, de ahí que se hayan reducido las manifestaciones antigubernamentales.
Una vez que el gobierno pudo empezar a trabajar “con normalidad”, adoptó las primeras medidas transitorias: la liberación de todos los presos políticos, la preparación de una amnistía general, la legalización de los partidos políticos previamente prohibidos, la plena liberalización de los medios de comunicación y la creación de comisiones de investigación para conducir las reformas políticas. El gobierno también ha logrado obtener del Parlamento la potestad para legislar por decreto que le permite modificar todas las leyes antidemocráticas sin necesidad de pedir el voto de las dos cámaras, las cuales están, además, dominadas por miembros del antiguo partido gobernante.
¿Quién se beneficia del vacío de poder?
Probablemente nadie. Los actores actualmente implicados deben encontrar, pese a la diferencia de opiniones, un terreno común que les permita alcanzar un equilibrio. Los aliados del ayer competirán mañana en las urnas. Desafortunadamente, el diálogo escasea y sigue sin definirse el futuro papel de las fuerzas armadas, al tiempo que no puede descartarse un aumento del apoyo a los islamistas.
En cuanto al ejército, por el momento no hay signos de que pretenda desempeñar un papel político. Es cierto que sigue presente en las calles y, de hecho, su presencia actual es ligeramente superior a la de las dos ocasiones previas en las que tuvo que intervenir, a saber, en 1978 y 1984. También es cierto que su actuación ha sido calurosamente aplaudida por la población y que su jefe de Estado Mayor es considerado como el salvador del pueblo, con lo que goza de una inmensa popularidad. No obstante, el ejército siempre ha sido leal y respetuoso con la ley. El pasado 24 de enero, al dirigirse a los manifestantes que ocupaban día y noche la Plaza del Gobierno con el objeto de forzar la renuncia del gobierno interino, les dijo con rotundidad que el ejército respetaría el orden constitucional y que cumpliría las órdenes que se le habían dado. Sin embargo, su aparición repentina entre los manifestantes para reafirmar el papel del ejército como garante de la revolución plantea multitud de interrogantes: ¿acaso alguien le pidió que tranquilizara a la multitud? ¿Lo decidió él mismo? La diferencia entre una situación y otra es considerable. Si verdaderamente hablaba en serio al sostener que el ejército sería el garante de la revolución, ¿quiere eso decir que pretende influenciar la voluntad política del pueblo o incluso oponerse a ella si choca con los intereses de la revolución?
Con respecto a los islamistas, la caída del régimen les ha dado nuevas esperanzas y la oportunidad de ganar cierto grado de reconocimiento. Es evidente que ellos mismos están tratando de hacerse notar en las calles, participando en todas las manifestaciones, con sus líderes y antiguos presos políticos en primera línea. Su líder histórico, Rached Ghannouchi, pese a anunciar que no se presentaría a las elecciones presidenciales, ha afirmado que su movimiento no renuncia a su derecho a participar en la vida política tunecina. Todo esto parece justificable y acorde al principio de inclusión, según el cual todas las opciones políticas han de ser respetadas. Sin embargo, a pesar del riesgo de que el discurso populista y conservador de los islamistas acabe conquistando a algunos sectores de la población, quienes se encuentran naturalmente próximos por motivos religiosos, es probable que la sociedad encuentre el equilibrio correcto. Habiendo evolucionado profundamente desde la década de los 90, la mayoría no se muestra en absoluto dispuesta a aceptar otra dictadura, sea cual fuere su naturaleza.
Dicho esto, no deben ignorarse los vecinos tunecinos, en especial Libia. A diferencia de sus homólogos en el Magreb y otras partes del mundo árabe, Gadafi parece ser el único que tiene una posición clara. Aunque en un primer momento se puso del lado del dictador tunecino, después anunció su apoyo a la revolución y, en una entrevista en un canal de televisión privado tunecino, trató de explicar cómo garantizar el éxito de la revolución a través de comités populares, siguiendo el modelo libio. Por supuesto, algunos de los movimientos políticos reprimidos por el antiguo régimen encuentran esta opción altamente atractiva, y Gadafi no dejó escapar la oportunidad para interferir en los asuntos tunecinos. El nuevo ministro del Interior, tras una huelga policial y la ocupación de su despacho por parte de un grupo de policías desencantados, insistió en que había fuerzas externas en juego, apuntando implícitamente a Libia.
Conclusión: Dado que la revolución tunecina es la primera de su naturaleza en el mundo árabe –un levantamiento popular que ha logrado forzar la caída de su dictador– es razonable preguntarse si seguirán su ejemplo los países vecinos. El riesgo de contagio es significativo, pero evidentemente ni es inevitable ni puede replicarse de la misma manera en otros países. De hecho, “desde el Atlántico hasta el Golfo” todas las sociedades árabes han reaccionado a lo ocurrido en Túnez: manifestaciones de apoyo e ira, casos de inmolación, etc. Sin embargo, el éxito de la revolución tunecina es debido en un grado nada desdeñable a la defección del ejército, que decidió no cargar contra los manifestantes tal y como ordenó el dictador en su locura, pero no se puede asegurar de ninguna manera que las fuerzas armadas de otros países árabes con regímenes similares vayan a actuar de la misma forma.
Los acontecimientos producidos en Egipto y la caída de Mubarak muestran y confirman esta realidad. El ejercito, ya sea por patriotismo u oportunismo, o a través de un golpe de Estado encubierto, ha optado finalmente por ponerse del lado de la población. Pero, a diferencia de Túnez, el ejército egipcio gestionará por sí solo la transición. Esto puede sugerir que, aunque por el momento no parecen probables otras revoluciones en el mundo árabe, el proceso de cambio ha arrancado sin posibilidad de dar marcha atrás.
Por otro lado, ahora que los tunecinos han culminado con éxito su revuelta, les toca garantizar el éxito de la revolución. Todo apunta a que la transición será larga, si bien Túnez parece provisto de los elementos necesarios para convertirla en un éxito: una sociedad étnica y religiosamente homogénea, una importante y educada clase media y una sociedad civil que, aunque debilitada tras muchos años de censura, cree firmemente en los valores de la ciudadanía, la libertad, la igualdad y el pluralismo. Dichos elementos sin duda facilitarán el camino hacia un cambio real, en lugar de limitarse a reemplazar un régimen autoritario por otro.
Por último, los socios del nuevo Túnez tendrán que mostrarse más receptivos a sus necesidades y ayudar al país a culminar con éxito esta importante fase. Por consiguiente, la aportación externa debería concentrarse más de lo que lo hizo en el pasado en apoyar los esfuerzos de Túnez por democratizar sus instituciones y garantizar el Estado de derecho, así como compartir su experiencia en procesos de transición. De esta forma, Túnez podría juzgar mejor su pasado y prepararse para dejarlo atrás.
Ahmed Driss
Presidente-director del Centro de Estudios Mediterráneos e Internacionales (CEMI) y profesor en la Universidad de Túnez