Tema: El referéndum en Montenegro ha supuesto por escaso margen la victoria de los independentistas. Ha sido un triunfo del primer ministro montenegrino, Milo Djukanovic, por haber sabido fomentar un nacionalismo multiétnico frente al panserbismo tradicional. La UE sólo ha levantado acta de la anunciada separación entre Serbia y Montenegro, pero otros nacionalismos europeos esperan utilizar en beneficio propio este ejercicio del derecho de libre determinación.
Resumen: Montenegro es ya un Estado europeo independiente. Es el resultado de la determinación del ex comunista Djukanovic, que supo evolucionar de la alianza con Milosevic al nacionalismo montenegrino, un nacionalismo en el que juegan un papel nada desdeñable las minorías nacionales (el 20% de la población) y que lógicamente han apoyado la opción independentista al no sentirse identificados con un nacionalismo serbio de carácter etnicista. Con todo, las relaciones con Serbia serán difíciles en una primera etapa, pues Belgrado puede entrar en nuevas inestabilidades políticas, paralelas a la crisis de identidad que suponen las pérdidas territoriales no sólo de Montenegro sino sobre todo de Kosovo, mucho más grave para los sentimientos identitarios serbios. Sin embargo, la independencia tampoco acelera el camino de Montenegro hacia Europa. Desmarcarse de Serbia no es suficiente, pues dentro y fuera de Montenegro algunos ven a Djukanovic como el símbolo de la pervivencia del viejo aparato comunista con todas sus secuelas de corrupción.
Análisis
El referéndum: génesis y resultados
Los resultados oficiales del referéndum en Montenegro han confirmado la victoria de los independentistas (con el 55,5% de los votos), que han superado así el umbral establecido por la UE para validar la legitimidad del resultado. También ha sido muy elevada la participación (86,49%), teniendo en cuenta que la lex specialis auspiciada por Bruselas establecía un mínimo de más del 50%. Han sido, por tanto, 419.236 los ciudadanos montenegrinos que han acudido a las urnas, y de ellos 230.711 se han decantado por la independencia frente a los 184.954 que preferían mantener la unión con Serbia. La diferencia ha sido apenas de 45.000 sufragios, pero el resultado ha alejado los temores presentes en los días previos de que el resultado afirmativo se situara en una franja entre el 50% y el 55%, la llamada “zona gris”, que no habría contribuido a mantener la débil unión y que habría obligado a repetir la consulta pasados tres años. En realidad, esta perspectiva habría abierto una grave crisis política en Montenegro, además de que Bruselas habría tenido que promover un nuevo y efímero acuerdo constitucional para mantener una unión apenas existente en la práctica. Ha sido una gran victoria para el primer ministro Milo Djukanovic, del Partido de los Demócratas Socialistas, que contaba con el apoyo de los socialdemócratas, de la Unión Democrática de los Albaneses y de la Liga Democrática de Montenegro. A ellos hay que añadir el concurso del Partido Liberal y del Partido de los Ciudadanos, que no apoyan en el Gobierno a la coalición gubernamental. Por su parte, la oposición, encabezada por Predrag Bulatovic, partidario de la unión con Serbia, contó, entre otros, con el respaldo del Partido Socialista del Pueblo, el Partido Popular, el Partido del Pueblo Serbio, el Partido Democrático Serbio… Sin embargo, a pesar de la animosidad verbal demostrada por los partidarios de la unión durante la campaña, el proceso del referéndum ha transcurrido sin incidentes de consideración. Ha nacido un nuevo Estado europeo de 13.182 km2 y 670.000 habitantes.
La caída de los regímenes comunistas demostró que había lugar para más Estados en el Viejo Continente, aunque algunos de ellos, como los de la ex Yugoslavia, nacieran de forma traumática. Pero no es menos cierto que la UE siempre se resistió a dar su bendición al surgimiento de nuevos Estados, tanto por razones de principio –las Comunidades surgieron como alternativa a los nacionalismos belicistas– como sin duda por el temor inconfesado públicamente de que en el interior de algunos de sus Estados resurgieran los secesionismos. Sería prolijo enumerar los comunicados ministeriales de las organizaciones europeas y transatlánticas en los que encontramos referencias a la integridad territorial de la República Federal de Yugoslavia, bien fuera en su versión de las seis repúblicas originarias o en el más reducido formato de Serbia y Montenegro. Tampoco ha faltado esa defensa de la integridad territorial –en especial por parte de la OSCE y la UE– en los países surgidos de la desintegración del espacio soviético. La situación ha sido diferente, sin embargo, en Montenegro. Aquel Montenegro que, antes e inmediatamente después de la guerra de Kosovo, amagaba con la secesión no inquietaba excesivamente a Bruselas: era todavía la época de Milosevic. Antes bien, podía ser un factor que contribuyera a su caída. Pero si la situación hubiera empeorado en aquella república y hubiera intervenido el ejército serbio, resulta muy dudoso el papel que hubiera jugado la UE, dados los antecedentes de Croacia y Bosnia. Bruselas nunca aplaudiría la secesión de territorios a no ser que estuviera ante hechos consumados. La diferencia entre la última década del siglo XX y la primera del XXI en la antigua Yugoslavia es que hacia 1990 los hechos consumados tenían su origen en la agresión y el conflicto, mientras que en la actualidad esos hechos pueden revestir la forma de referéndum. Hay un hecho crucial que marca la frontera entre ambas actitudes: la guerra de Kosovo y la posterior caída de Milosevic. Representa la muerte del proyecto de la Gran Serbia, puesta en marcha una década atrás y, por tanto, una oportunidad para los nacionalistas montenegrinos. En este escenario, la Unión de Serbia y Montenegro, alentada por la UE en 2002, representó un último intento de Bruselas por retrasar la independencia. En realidad, los acuerdos de Belgrado, firmados por Serbia y Montenegro el 14 de marzo de 2002, sólo constituyeron una unión de papel, un sistema laxo compuesto por un presidente, un Gobierno de cinco miembros y una asamblea parlamentaria. La Carta Constitucional, que contemplaba estas instituciones, contenía también la posibilidad de secesión o el mantenimiento de la unión, pasados tres años.
Sin embargo, en el discurso de toma de posesión del presidente de la Unión, el montenegrino Svetozar Marovic, en febrero de 2003, se puso de manifiesto que Montenegro no quería una continuación de la vieja Yugoslavia con un mero cambio de nombre. Por el contrario, Marovic aludió directamente a la urgencia de un nuevo marco para las relaciones entre Serbia y Montenegro, cuyo objetivo último era el acercamiento a la UE, lo cual suponía no sólo la armonización de los estándares económicos y comerciales sino sobre todo la estabilización interna: protección de las minorías, reforzamiento de los derechos y libertades, control democrático de las fuerzas armadas, profundización en la relación con otros Estados de la ex Yugoslavia, colaboración con el Tribunal Penal Internacional, etc. Marovic recordaba la necesidad de algunas de estas medidas, por dolorosas e impopulares que pudieran resultar para el nacionalismo serbio, e instaba a no tener miedo al término “referéndum”, máxima expresión de la democracia. La tibieza que demostraría Serbia en la adopción de estos objetivos –y que han desembocado en la suspensión por la UE de las conversaciones para un acuerdo de asociación y estabilización– serviría a los soberanistas montenegrinos para ofrecer una imagen de Serbia cerrada en sí misma y de espaldas a Europa. Les brindaría otra baza para convencer a su electorado de que el camino de Montenegro a Europa pasaba por la independencia.
Consecuencias regionales: el futuro de las relaciones serbio-montenegrinas
El nuevo Montenegro ha querido distanciarse de una Serbia que corre el riesgo de acentuar sus tensiones internas con la muy probable pérdida de Kosovo, que reducirá a Serbia a las fronteras de 1912, y con el posible aumento de las tensiones en la región musulmana de Sandjak o en la Vojvodina de predominio magiar. Es cierto que Serbia puede acomodarse a un divorcio de Montenegro, con la esperanza difusa de algún futuro tipo de unión con lo que considera una nación serbia, pero es más difícil que se acomode a la secesión de la que es –para el nacionalismo histórico– la sacrosanta tierra de Kosovo, sobre todo si en aquel territorio se consolidara en el poder un nacionalismo albanés con bastantes rasgos etnicistas, trágica paradoja de la política de limpieza étnica de Milosevic. No es extraño que no se perciba un gran entusiasmo en la UE por el resultado del referéndum de Montenegro, entre otras cosas, porque sirve para complicar el futuro estatus de Kosovo. Los albano-kosovares (el 90% de la población) no se conformarán con algo menos que la independencia, por mucho que la resolución 1.244 del Consejo de Seguridad considere a Kosovo como parte integrante de Serbia. La UE, en cambio, insiste en que cualquier modificación del actual estatus de Kosovo requiere el consentimiento de todas las partes implicadas, en este caso de los serbios que allí residen. Lo que es dudoso es que un Kosovo independiente se presente como un aliado natural de Montenegro. Cuando Serbia era el enemigo común, las afinidades eran mayores. Sólo así se entiende que la emisora B-92, famosa por su oposición a Milosevic, preguntara recientemente al primer ministro montenegrino, Milo Djukanovic, por qué prefería a los albaneses antes que a los serbios (Monitor, 12/V/2006). Mas la vía de la independencia llevará ineludiblemente a los montenegrinos a acrecentar la cooperación con sus hermanos serbios, por muchas que sean las reticencias iniciales de éstos.
Con todo, no cabe ocultar que la situación política interna de Serbia es preocupante y limita las perspectivas de cooperación: la fuerza de los partidos europeístas es limitada y se diría que sólo existe la opción entre Escila y Caribdis, entre el nacionalismo moderado de Kostunica y el más extremista representado por el Partido Radical Serbio. Europa prefiere creer en el primero antes de que se hagan realidades todas las pesadillas representadas por el segundo. Tras la secesión de Montenegro, Serbia ha pasado a ser un Estado independiente, pero esto no la convierte en europea y democrática. Tales rasgos no se perciben en el horizonte cercano: las reformas en el ejército, la policía y los servicios secretos y la lucha contra la corrupción y el crimen organizado siguen siendo asignaturas pendientes. Las frustraciones nacionalistas y la crisis de identidad que amenaza a Serbia, ante sus anunciadas pérdidas territoriales, sólo contribuyen a prolongar la situación. Pese a todo, Djukanovic, tarde o temprano, podría volver a ofrecer a Serbia una nueva versión del proyecto de unión de Estados independientes, rechazado por Kostunica en 2004. No entra en la estrategia de Djukanovic una ruptura definitiva con Serbia, pues sabe bien que los lazos pasados y presentes de serbios y montenegrinos siguen siendo fuertes por encima de las vicisitudes políticas. La Declaración sobre las Relaciones con la República de Serbia después de la adquisición de la Independencia (del 13 de abril de 2006), emitida por el Gobierno de Montenegro, va en el sentido de seguir desarrollando la cooperación en todos los ámbitos con Serbia –político, económico, de seguridad, cultural, científico, educativo…–, además de mantener sus fronteras abiertas para el libre movimiento de personas y la libre circulación de mercancías, servicios y capitales. Montenegro expresa además su propósito de seguir cooperando con los serbios en los procesos de integración en las estructuras europeas y transatlánticas.
No deja de ser otra paradoja balcánica que en la antigua Yugoslavia fuera Montenegro la república más identificada con Serbia o con los ideales paneslavistas. Montenegrinos eran muchos de los estalinistas que se opusieron al cisma de Tito con Moscú, pero a la postre Montenegro recibió el estatus de república en premio a su fidelidad, si bien su papel en la federación no dejó de ser marginal. No obstante, en la década de 1980 el auge turístico sería el punto de partida para su renacimiento. Mas el paneslavismo no había desaparecido de la república, tal y como demuestran la victoria electoral en las primeras elecciones multipartidistas de la Liga de los Comunistas Yugoslavos (1990) y el referéndum de 1992 que prolongó la vida de una Yugoslavia integrada desde entonces por Serbia y Montenegro. Se dio incluso la circunstancia de que un joven primer ministro, Milo Djukanovic, el actual héroe de la independencia, apareció en la televisión montenegrina saludando a las fuerzas yugoslavas que se disponían a bombardear el puerto croata de Dubrovnik. Los acuerdos de Dayton –y también las consecuencias del embargo de las Naciones Unidas– hicieron cambiar la estrategia de Djukanovic, que en 1997 se presentó a las elecciones presidenciales de Montenegro y las ganó con su defensa de una sociedad multiétnica y de una apertura a las inversiones extranjeras: surgieron aduanas y compañía aérea propias, el dinar yugoslavo fue sustituido por el marco alemán… Pero la transformación más completa fue, sin duda, la del ex comunista Djukanovic –y de su Partido de los Demócratas Socialistas– en líder del nacionalismo montenegrino, hasta entonces patrimonio casi exclusivo de la minoritaria Alianza Liberal, con un reducido ámbito electoral limitado a la histórica capital de Cetinje. Por otra parte, Djukanovic renunciaría en 2000 a disputar a Milosevic la presidencia yugoslava, una opción que hubiera sido bien vista por la UE para evitar el secesionismo. Sin duda, el político montenegrino había calibrado desde hacía tiempo que el nacionalismo tenía un mayor futuro, pero fue lo suficientemente hábil para no darle un tono romántico y etnicista sino europeísta y abierto al Mediterráneo, en contraposición a unos Balcanes que sólo evocan guerras entre pueblos montañeses. Fue precisamente este político el que mejor supo apreciar la fuerza de la realidad multiétnica de Montenegro: ella sería uno de los principales soportes del proceso de independencia. Las minorías bosnia (9,4%), albanesa (7,1%), musulmana (4,3%), croata (1%) y gitana (0,5%) han pasado así factura a Belgrado por su política de limpieza étnica en la década de 1990. A esto cabe añadir que sólo el 32% de la población se definía como serbia, mientras que más del 40% lo hacía como montenegrina. En cualquier caso, Montenegro no podría sobrevivir sin la cohabitación y la armonía entre las diferentes comunidades étnicas. En realidad, esta situación no es producto exclusivo del aflujo de refugiados de los recientes conflictos balcánicos: responde además a una tradición de coexistencia entre las diversas culturas y religiones que estuvo presente en el reinado de Nicolás I, el monarca derrocado por los serbios en 1918: era un ortodoxo que firmó un concordato con la Santa Sede y que respetó a las minorías musulmanas de la costa tras la anexión de Bar y Ulicnj. Pese a todo, Djukanovic es visto por algunos bajo sospecha: representaría la continuidad del viejo aparato comunista, reconvertido al nacionalismo, y la persistencia de situaciones de corrupción, pese a todas las “profesiones de fe europeas” que se invocan desde instancias gubernamentales. Los partidarios de mantener la unión con Serbia recalcaban, por el contrario, que el único objetivo del Gobierno era “mantener un Estado privado y criminal” (El País, 21/V/2006), aunque esos reproches ciertamente no los aplicaban a la situación interna de Serbia.
El referéndum en clave europea y española
Es importante también reflexionar sobre las repercusiones del referéndum sobre la independencia de Montenegro más allá de los límites balcánicos. Por ejemplo, la consulta ha suscitado un vivísimo interés entre los nacionalistas vascos, y el Gobierno de Vitoria ha enviado una delegación presidida por el secretario general de Acción Exterior, Iñaki Aguirre, que ha subrayado que el plebiscito montenegrino evidencia que “hoy en día en Europa se puede decidir democráticamente el futuro político de un país y solucionar un conflicto político de origen histórico” (declaraciones a la agencia Efe, 22/V/2006). Las declaraciones están en sintonía con lo sustentado por el propio lehendakari Ibarretxe: “Lo que decimos es que cuando Zapatero dice que el derecho a decidir no existe en Europa, no es verdad y está confundiendo a la opinión pública” (El Mundo 21/V/2006).
Sin embargo, la historia ofrece datos y argumentos que no apoyan estas pretensiones analógicas, como que: en el siglo XIV Montenegro fuera un ejemplo de resistencia en los Balcanes frente al expansionismo turco; que desarrollara un nacionalismo cultural de acusado acento eslavo muy similar al del polaco Adam Mickiewicz; que fuera reconocido como nación independiente en el Congreso de Berlín (1878); que tuviera en 1905 su primera Constitución aunque no se constituyera como monarquía parlamentaria hasta pasados cinco años… Podrá ser importante para muchos montenegrinos, pero para un nacionalista foráneo no es decisivo que los serbios ocuparan el reino de Montenegro al acabar la I Guerra Mundial y que propiciaran la formación de una asamblea parlamentaria que decidió la destitución del rey Nicolás I y la abolición de su dinastía, con lo que un Estado situado teóricamente entre los vencedores de la contienda, perdió su soberanía y pasó a integrarse en el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, más tarde conocido como Yugoslavia, y esto a pesar de las promesas sobre la libre determinación de los Wilson, Lloyd George y Poincaré. En consecuencia, el caso de Montenegro no es visto como una cuestión de justicia histórica, aunque el discurso de los nacionalismos transmita también sus peculiares visiones historicistas –y las consiguientes demandas de derechos históricos– en los ámbitos de la educación o de la cultura, que siguen siendo valiosos instrumentos de poder político en un mundo globalizado en el que juegan un destacado papel las organizaciones internacionales y algunos actores no estatales.
Pese a ello, para algunos nacionalismos con vocación estatal, Montenegro no es un ejemplo de país que ha renacido otra vez a la Historia sino una manifestación palpable de que en la Europa de hoy se puede ejercer el derecho de autodeterminación y dar lugar así a nuevos Estados. Es cierto que algunos han criticado la rigidez de las condiciones puestas por la UE, que superan la tradicional mayoría absoluta del 51%. Sin embargo, no es difícil prever que en un futuro no muy lejano intenten “patentar” esta vía montenegrina a la independencia, teniendo en cuenta que ha sido bendecida por la propia UE. Después de todo, el representante especial europeo para el referéndum, el eslovaco Miroslav Lajcak, declaraba unos días antes (Pobjeda, 15/V/2006) que la UE no defendía ya el mantenimiento de un Estado común ni estaba en contra de la independencia, pues el derecho al referéndum está inscrito en la Carta Constitucional de la Unión de Serbia y Montenegro. En cualquier caso, la opción del referéndum era recogida expresamente, pues Serbia la había aceptado, algo que evidentemente no se contempla en los sistemas constitucionales de los Estados europeos en los que existen aspiraciones nacionalistas. En ellos no está recogido un derecho unilateral a la autodeterminación. En resumidas cuentas, el proceso de independencia de Montenegro ha sido sobre todo una consecuencia del régimen dictatorial de Milosevic, que hizo inviable la continuidad de Yugoslavia.
Por todo ello, el Alto Representante para la PESC, Javier Solana, ha estado acertado al afirmar que las etapas del proceso montenegrino no guardan ninguna similitud con “ningún país que forma ya parte de Europa, incluido el nuestro, España” (Europa Press, 22/V/2006). Negaba también Solana que el referéndum constituyera un precedente: “Cualquier revisión sobre esta materia raya en el delirium tremens”. Sin embargo, no todos los nacionalismos ven en el caso de Montenegro un paralelismo fácil de imitar, aunque siguen con sumo interés las repercusiones jurídicas y políticas en la construcción de la Europa del futuro, tal y como señalaba el diputado de ERC, Joan Carretero (Avui, 11/IV/2006). No cabe duda de que perciben esa Europa como un continente integrado por algunos Estados más de los que actualmente tiene y toman adecuada nota de que la UE ha tenido que aceptar la independencia de Montenegro. De esto se infiere que Europa no es forzosamente un antídoto contra todas las balcanizaciones de todo tipo. La historia reciente demuestra que ninguna organización internacional puede salvaguardar la integridad territorial de un Estado si sus propios ciudadanos no la quieren –o no la pueden– mantener. En esos casos, la organización –en este caso la UE– sólo puede levantar la correspondiente acta de defunción del estatus político-jurídico vigente.
Conclusión: Montenegro tendrá que dar una atención preferente a la cooperación con Serbia, aunque ésta no progresará demasiado mientras Belgrado no avance con hechos por la senda democrática y europeísta. La ausencia de cooperación entre serbios y montenegrinos aleja a ambos, aunque los independentistas afirmarán lo contrario, de la vía europea. Habrá delicadas negociaciones, que quizá pasen a un segundo plano ante la evolución del futuro estatus de Kosovo. Tras el ejemplo de Montenegro, los albano-kosovares no se conformarán con algo menos que la independencia, lo que puede acentuar las tensiones y la inestabilidad en Serbia. Por otra parte, el referéndum montenegrino será durante mucho tiempo referencia obligada para otros nacionalismos europeos, pese a que Montenegro poco o nada tenga que ver con su caso. Desde la óptica de los nacionalistas, la UE ha aceptado un ejercicio del derecho de libre determinación, algo que para ellos equivale tarde o temprano al derecho de secesión.
Antonio R. Rubio Plo
Historiador y analista de relaciones internacionales