Reestructuración de la deuda soberana y flujos de capital hacia economías emergentes

Reestructuración de la deuda soberana y flujos de capital hacia economías emergentes

Tema

El grado de participación del sector privado en las crisis externas está siendo sometido a examen. En este análisis se revisan de forma crítica las propuestas del FMI para facilitar una solución ordenada de estas crisis, y en particular el hecho de que el debate actual no haya tenido en cuenta la importancia concreta de la inversión exterior directa (IED).

Resumen

Los acontecimientos acaecidos en Asia y Latinoamérica durante la década de 1990 y principios de la presente década han dado lugar a un debate en torno a la frecuencia e intensidad de las crisis externas derivadas del proceso de globalización. Los países en crisis se quejan de la distribución injusta e ineficaz de los costes; presuponen que, en general, los acreedores no se ven apenas afectados. Al mismo tiempo, los acreedores afirman que las incertidumbres que rodean las políticas económicas y la aplicación de los derechos de propiedad son los responsables de los elevados costes de préstamo observados y que las propuestas de una nueva arquitectura financiera internacional pueden tener como resultado una reducción significativa de la cantidad de fondos disponibles para las economías de mercado emergentes. El Fondo Monetario Internacional está explorando ya las posibilidades de un nuevo Mecanismo de Reestructuración de la Deuda Soberana (MRDS), que podría incluir tanto cláusulas de acción colectiva (CAC) en contratos de obligaciones como un enfoque legal a la reestructuración de la deuda. Sin embargo, no resulta probable que ninguna de las medidas tenga un efecto significativo en la frecuencia e intensidad de estas crisis. Es más, el tema de las inversiones extranjeras directas sigue estando prácticamente ausente en estos debates.

Análisis

Los flujos de capital (incluyendo fondos propios, IED y flujos de deuda) hacia economías de mercado emergentes han disminuido hasta cerca de un tercio de los niveles más altos que se registraron durante los años de boom de mediados de la década de 1990. Esto no son buenas noticias para las economías emergentes, las cuales, casi por definición, carecen del suficiente ahorro nacional y necesitan obtener préstamos del exterior para financiar las prioridades de inversión que se requieren para alcanzar un crecimiento rápido y sostenible a medio plazo. Éste es un hecho obvio, pero que a menudo se pasa por alto. Es más, las necesidades de inversión superiores al ahorro nacional son un hecho concreto, independientemente de la necesidad de seguir políticas pro-mercado adecuadas capaces de atraer flujos de inversión extranjera, puesto que los mercados emergentes compiten entre ellos por una porción de un escaso fondo de recursos, cada vez más limitado en el contexto actual debido al clima predominante en los mercados, de aversión al riesgo. Tan sólo unos cuantos países tienen la suerte de poder financiar su desarrollo mediante los ingresos procedentes del turismo y las remesas de dinero de los emigrantes (España, Grecia y, ocasionalmente, El Salvador son unos cuantos ejemplos, pero incluso estos países no han podido evitar crisis externas recurrentes). Así, los países se ven obligados a obtener préstamos a nivel internacional y, al hacerlo, se crea como poco cierto riesgo de impago futuro.

Es importante entender esto porque hay una serie de propuestas que básicamente pretenden reducir el nivel absoluto de flujos de capital. La idea de que la globalización financiera es el origen de todos los males y que, por lo tanto, los países harían bien en aislarse de los mercados financieros, ya fuese mediante una moneda no convertible (como es el caso de China) o mediante rígidos controles del capital (como en el caso de Malasia), no es nada más que una visión extremista de la idea que existía anteriormente. Quienes proponen tales políticas, claro está, tienden a pasar por alto el hecho de que China es el mayor receptor mundial de inversiones extranjeras directas y que Malasia exporta bastante más del 30% de su PIB. Para bien o para mal, éste no es el caso de la mayor parte de las economías emergentes. No obstante, muchos economistas prominentes (notoriamente Stiglitz) se han hecho inmensamente populares (tras haber fracasado rotundamente en el ámbito de la formulación de políticas) gracias a la idea de reducir la exposición de las economías emergentes a los caprichos de los mercados financieros. Aunque se trata de un concepto interesante, ciertamente su aplicación no es tarea fácil.

El enfoque más sencillo implicaría gravar los flujos de capital. Esta idea ha recibido una gran atención recientemente en lo que se denominó tasa Tobin (o similares) para gravar las transacciones financieras internacionales. Sin embargo, aun en el caso improbable (y nada deseable) de que se estableciese dicha tasa, surgiría el problema de quién debería recaudarla. ¿Debería ser el país de origen o el país anfitrión de las instituciones financieras que estuviesen moviendo el dinero? ¿O debería ser una institución internacional como Naciones Unidas, que emplearía entonces lo recaudado para financiar programas sociales o incluso sus propias operaciones? ¿O deberían ser todos ellos? Quienes con buena intención proponen la implantación de dicha tasa deberían recordar la voracidad recaudatoria de las autoridades fiscales de todo el mundo y la tendencia internacional hacia la reducción, y no el aumento, de los impuestos sobre el capital. Además, si un impuesto del tipo de la tasa Tobin pasase a ser una realidad, ¿cómo evitaríamos el problema del oportunismo tan presente en los asuntos fiscales y financieros? Algún país podría decidir no aplicar esta tasa, a pesar de la presión internacional para que lo hiciese, como modo de aumentar su atractivo de cara al capital extranjero, un proceso no tan distinto de la resistencia a establecer retenciones sobre los intereses observada en determinados países de la UE.

Los problemas potenciales de una propuesta semejante son tan variados que hasta los más sofisticados partidarios de limitar la vulnerabilidad de las economías de mercado emergentes ya abogan en cambio por la necesidad de centrarse en cambiar la composición de los flujos de capital mediante el uso del régimen fiscal a fin de fomentar flujos de deuda y fondos propios a largo plazo para reducir los flujos especulativos a corto plazo. Con todo, este enfoque plantea una serie de problemas de definición, algunos de los cuales han sido presentados por Carmen Reinhart en su trabajo en el FMI. Pero incluso si decidiésemos pasarlos por alto, el hecho sigue siendo que un sistema de este tipo exigiría unas autoridades fiscales y monetarias de buen funcionamiento y que fuesen a la vez lo suficientemente honradas, competentes e independientes como para evitar verse atrapadas o manipuladas por intereses concretos. Y unas burocracias tan eficaces son un lujo muy escaso del que muy pocos países emergentes disponen en la actualidad. Incluso Chile, la referencia habitual a este respecto, se vio obligada a aumentar de forma sistemática el número de flujos a los que debía aplicarse un control administrativo en un vano intento de frenar la evasión. Al final, sin embargo, se vio obligado a levantar todos estos controles en cuanto el capital extranjero dejó de ser abundante. Así, lo visto sugiere que los controles del capital pueden, en circunstancias excepcionales adecuadas, ser, como mucho, parcialmente útiles a la hora de limitar de forma provisional los excesivas explosiones de confianza en un país, como una burbuja de euforia, pero que su importancia a la hora de evitar crisis externas es bastante limitada a menos que se esté dispuesto a renunciar el crecimiento potencial. Es más, la imposición de controles acarrea unos costes de ejecución significativos y no puede establecerse de la noche a la mañana para contrarrestar una súbita oleada de popularidad de un país.

Una vez que aceptemos la necesidad de flujos de capital, entonces tendremos que admitir que los países deben aprender a vivir con la amenaza de crisis externas, de la misma forma en que los mercados financieros nacionales han aprendido a vivir con la realidad de las crisis bancarias recurrentes. Por otro lado, tanto el endeudamiento nacional como el internacional deben mantenerse en niveles sostenibles. Así, quienes formulan las políticas en todo el mundo han vuelto su atención, acertadamente, hacia los mercados financieros nacionales en busca de sus características institucionales concretas, las cuales explican el comportamiento y el éxito de los mercados más eficaces. Resulta obvio, claro está, que unas políticas fiscales y monetarias sólidas ayudan, al igual que lo hacen a nivel doméstico, a los bancos de economías estables y que estos tienen menor tendencia a los riesgos excesivos y por tanto son más resistentes a las crisis. La autonomía política en los asuntos económicos seguirá siendo una característica fundamental del sistema internacional, mientras que las instituciones financieras internacionales (IFI) a cargo de evitar las crisis y hacerles frente seguirán representando el doble papel de asesores económicos y acreedores catalizadores. El vínculo entre ambas funciones -la llamada condicionalidad- también seguirá siendo característica del entorno financiero internacional. El dinero público seguirá fluyendo hacia aquellas economías que lo necesiten a cambio de políticas adecuadas. Es más, el debate académico en torno a qué constituyen políticas adecuadas no sólo continuará sino que probablemente se intensificará a medida que el capital sea cada vez menos abundante. En pocas palabras, la tentación de vincular el dinero disponible con la condicionalidad política no desaparecerá.

Qué es lo que constituyen políticas económicas adecuadas queda fuera del ámbito de este análisis. No obstante, hay que advertir de la existencia actual de «burbujas académicas», es decir, modas intelectuales o políticas pasajeras. En la actualidad estamos asistiendo a una burbuja conceptual de este tipo: la de la conveniencia y la superioridad de los tipos de cambio flexibles. No existen soluciones mágicas, y las políticas deben ser consecuentes. El «temor a la flotación» sigue siendo igual de real en las economías emergentes que el temor a la recesión. Con demasiada frecuencia ambos han ido de la mano. Pero, volviendo al tema de la condicionalidad, ésta es la base de la diferencia entre las crisis nacionales y las internacionales. En las crisis bancarias nacionales, la condicionalidad se limita a garantizar la devolución del pago, pero, si las cosas se ponen feas, siempre se puede obligar a su cumplimiento por la vía judicial. En los préstamos institucionales internacionales, la condicionalidad abarca una amplia (a menudo demasiado amplia) lista de asuntos relacionados tan sólo de forma indirecta y a medio plazo con la capacidad del país de devolver el pago. Es más, en caso de impago, no puede imponerse.

Los países acreedores -y España es un recién llegado en este grupo de países de elite- han intentado siempre emplear las instituciones financieras internacionales para impulsar sus intereses económicos y políticos en el mundo emergente. Esto es lógico, puesto que ellos son quienes financian el grueso del trabajo de estas instituciones. También es un fenómeno positivo, puesto que dichas agendas tienden, en general, a impulsar el tipo de políticas que han demostrado funcionar bien a la hora de facilitar el crecimiento económico y la cohesión social en dichos países. Aun así, esto también implica que estas instituciones viven en un constante equilibrio imperfecto, agravado por las dificultades fiscales experimentadas por algunas de las grandes economías industriales. Los contribuyentes de las economías industriales parecen no estar muy dispuestos a seguir proporcionando grandes ayudas financieras como la que ayudó a hacer frente a la crisis mexicana de 1995. Al menos, éste ha sido el mensaje extraído de la revisión de las prácticas recientes llevada a cabo por el FMI por insistencia del G-7. Dicha revisión terminó subrayando dos importantes problemas del enfoque político establecido con respecto a las crisis de la balanza de pagos de los mercados emergentes. Aun en el caso de que una política de ayudas financieras masivas pudiese tener éxito, como fue el caso de México y Corea, también podría fácilmente empezar a estirar al máximo los propios recursos del FMI en un momento en el que la consolidación fiscal se ha convertido en una realidad política para los países acreedores, aun antes de que el unilateralismo se convirtiese en un inquietante rasgo distintivo de las relaciones internacionales. Es más, contrariamente a toda evidencia económica, se ha argüido ampliamente que una política de grandes ayudas financieras tendría como resultado en el futuro unos préstamos con alta probabilidad de impago, el denominado problema de riesgo moral. Para bien o para mal, esta afirmación define el entorno político actual, y las limitadas propuestas presentadas para construir una nueva arquitectura financiera internacional deben entenderse dentro de este contexto político.

Los mercados financieros han experimentado importantes transformaciones durante la década de 1990 y, como consecuencia, las crisis de la balanza de pagos han dejado de ser simplemente crisis bancarias para pasar a convertirse en acontecimientos del mercado financiero de gran importancia. Las finanzas bancarias representan una fracción limitada y cada vez menor de los flujos de capital hacia los mercados emergentes, especialmente de Latinoamérica y Europa Central y del Este. Las finanzas de obligaciones se han hecho más frecuentes, aumentando las oportunidades de los gobiernos pero complicando la infraestructura destinada a hacer frente a situaciones de impago cuando éstas surgen. Ya no es posible solucionar los asuntos mediante negociaciones a puerta cerrada entre el Gobierno que no paga y un número selecto de instituciones agrupadas bajo un comité directivo, como fue el caso durante la crisis de la deuda de la década de 1980. Hoy en día existen literalmente millones de economías domésticas involucradas en las finanzas de los mercados emergentes, muchas de las cuales no son conscientes en absoluto de su exposición. Y aunque el número de casas financieras activas sea limitado, el titular individual de obligaciones conservará el derecho legal de rechazar un acuerdo. Por otro lado, los mercados financieros nacionales también se han liberalizado. Esto implica que bajo la guía del consenso de Washington, muchas economías han abierto sus mercados bancarios a propietarios extranjeros, creando así instituciones bancarias verdaderamente internacionales que desempeñan un papel fundamental en el mercado minorista local, y no sólo como bancos corporativos o de inversión. Así, hoy en día los actores involucrados en cualquier crisis externa son muchos y variados, como lo son también sus intereses y estrategias. Igualmente, las consecuencias a nivel nacional de un impago irregular en el sistema de pago y crédito local (véase el caso de Argentina) son también variadas y complejas.

La propuesta del FMI en torno al Mecanismo de Reestructuración de la Deuda Soberana (MRDS) se centra principalmente en uno de estos agentes, los titulares de obligaciones, y ofrece algunas soluciones de sentido común a un problema de teoría de juegos típico. Si los participantes son muchos y sus intereses variados y a menudo contradictorios, lo más probable es que el resultado sea confuso e indebidamente costoso no sólo para el país deudor sino también, al menos, para algunos de los acreedores. De hecho, puede que un grupo de éstos chantajee al país negándose a un acuerdo negociado con la esperanza de crear un problema lo suficientemente grande para que llegue a ser sistémico y obligue al desembolso de una importante ayuda financiera por parte de las instituciones internacionales. A pesar de todo lo dicho sobre el riesgo moral, hemos presenciado una y otra vez (en Rusia, Turquía y posiblemente Brasil en el futuro) que si un país es lo suficientemente grande como para que un potencial impago amenace la estabilidad del sistema financiero internacional -o incluso tan sólo de algunos grandes bancos mundiales- el dinero público acudirá al rescate. El riesgo sistémico es siempre una posibilidad, y las ayudas financieras no se descartan nunca al enfrentarse a la posibilidad de impagos soberanos. En la actualidad ningún miembro del G-7 tiene la suficiente confianza en las pruebas empíricas de riesgo moral como para arriesgarse a un trastorno del sistema financiero internacional.

Uno de los cambios que probablemente se introduzcan para fomentar una reestructuración ordenada de la deuda en obligaciones es la generalización de cláusulas de acción colectiva (CAC) en los contratos de obligaciones. Este tipo de cláusula ya existe en los contratos negociados en Londres, aunque no en Nueva York, donde tiene lugar la mayor parte de las finanzas de mercados emergentes. Este mecanismo simplemente permite a una mayoría de titulares de obligaciones forzar a la reticente minoría restante (que de alguna forma se ve expropiada de su derecho legal a exigir la rescisión de los contratos) a alcanzar una solución negociada. A pesar de las reivindicaciones por parte de algunos actores de mercado de que las CAC llevarían a un aumento de los costes de la deuda, la realidadno sugiere lo mismo. De hecho, los ejemplos recientes de Pakistán y Ecuador indicarían que la resolución real de casos de dificultades financieras es en gran parte independiente de las estrictas condiciones contractuales implicadas. No obstante, el extendido uso de este tipo de cláusulas puede suponer un bienvenido avance, aunque insignificante en última instancia, aunque sólo sea porque puede hacer que la atención de quienes se encargan de la formulación de políticas y de los actores de mercado se vuelva hacia donde en la actualidad se necesita.

Anne Krueger, vicedirectora del FMI, ha abogado ampliamente por añadir una opción de reducción de la deuda de último recurso al menú de mecanismos aceptados para hacer frente a las crisis de la balanza de pagos. Esto no tiene nada de nuevo, y uno podría argüir que ya se empleó de manera inteligente en forma de obligaciones Brady, inventadas en la década de 1980. La idea actual se deriva del trabajo original de Jeffrey Sachs (por aquel entonces en Harvard y en la actualidad en Columbia), que sugiere una ampliación de la ley y la práctica estadounidenses de impagos corporativos (el bien conocido mecanismo del capítulo XI) a las crisis de deuda internacionales. La idea resulta de lo más atractiva, aunque en última instancia impracticable, si bien considerándola con detenimiento pueden extraerse de ella algunos aspectos positivos. En resumen, esta propuesta viene a sugerir que un país al borde de la quiebra tenga la opción de declarar una paralización de los pagos de la deuda y colocarse bajo la protección de una institución internacional. Sin embargo, aunque esto pueda sonar lógico y atractivo, el problema está en los detalles. ¿Quién conservaría finalmente el derecho a declarar dicha paralización: el propio país deudor o sus acreedores? Si fuese el país deudor quien ostentase este derecho de forma unilateral, nos enfrentaríamos a un grave problema de riesgo moral que no sólo aumentaría los costes de la deuda sino que también reduciría de forma significativa la cantidad de flujos de financiación de la deuda de que dispondrían los mercados emergentes. El Instituto de Finanzas Internacionales, un grupo de presión de las mayores instituciones financieras privadas, ya ha resaltado este punto. Ciertamente, en este caso, la resolución de los ejemplos actuales de dificultades financieras no resultaría más fácil; imagínense que alguno de los Gobiernos populistas elegidos recientemente en Latinoamérica dispusiese de dicho poder legal. Por otro lado, la posibilidad de que se otorgase a los acreedores la facultad de ejercer tal autoridad pasa por alto la idea de soberanía nacional, y de hecho va en contra del concepto de deudores soberanos.

Así, la actual propuesta relativa al MRDS equivale a la creación de una institución internacional, que se convertiría en un foro de quiebra soberana (o más probablemente a la concesión de dicha autoridad a una institución financiera internacional ya existente). El candidato más obvio sería el FMI, si bien el Banco de Pagos Internacionales (BPI) de Basilea también podría considerarse una posible alternativa. Sin embargo, no es probable que esto ocurra. ¿Hay alguien que realmente considere probable que Naciones Unidas, o sus miembros, vaya a otorgar al FMI, el mal de todos los males, la autoridad para declarar a un país en quiebra y por lo tanto obligado a suspender sus pagos externos? ¿Hay alguien que verdaderamente considere posible que los políticos actuales de los países en dificultades (elijan aquí a su favorito) vayan a acatar dicha decisión y a comprometerse a implementar cualquiera de las políticas que el Fondo pudiese decretar? Esto es precisamente la esencia de un procedimiento de quiebra: el deudor busca protección a cambio de renunciar a su capacidad de toma de decisiones. Además está también el problema, no tan trivial, de que el Estado de derecho y la autoridad del Estado soberano en cuestión estarían obligados a aplicar el procedimiento a los agentes nacionales.

Los esfuerzos por reformar la arquitectura financiera internacional se centran en la participación cada vez mayor del sector privado en la prevención y la resolución de las crisis. En el área de la prevención de crisis, se parte de que una mejor regulación, supervisión y respeto a las normas del sector financiero privado y una mejor secuenciación de la liberalización de las cuentas financieras y de capitales lograría ese objetivo. Los esfuerzos en el ámbito de la resolución de crisis se centran en el MRDS, puesto que estos casos de dificultades financieras afectan de manera significativa a los mercados financieros internacionales. Pero el papel de las inversiones extranjeras directas en los sistemas bancarios nacionales ha aumentado radicalmente en los últimos diez años, particularmente en el caso de los bancos españoles en Latinoamérica. Su participación como agentes del sector privado en estas crisis ha recibido muy poca atención por parte de la comunidad financiera internacional. Esto probablemente se deba a que España acaba de ser invitada a la mesa de los acreedores y carece de la experiencia y la autoridad necesarias para llevar adelante su propia agenda. No obstante, el resultado en casos como los de Argentina y Brasil probablemente determine el futuro de este tipo de inversiones extranjeras directas durante mucho tiempo a partir de ahora. Y esto representa un campo de investigación mucho más prometedor que todos los debates actuales en torno al MRDS, al menos más allá de Nueva York.

Conclusiones: Los casos de impago internacional son procesos muy complicados en los que se carece de una autoridad final; tan sólo pueden resolverse mediante persuasión de tipo moral y teniendo en cuenta minuciosamente todos los intereses implicados. El enfoque tradicional debe modificarse para tener en cuenta los cambios recientes en la composición de los flujos de deuda y corregirse para incluir las complejidades de las finanzas de los mercados de bonos y obligaciones. Además, la apertura de los sistemas bancarios nacionales a las instituciones extranjeras ha dado también lugar a un nuevo jugador: la banca minorista extranjera. Su interés no puede pasarse por alto si se desean conservar las inversiones extrajeras directas.

La mayor parte del trabajo actual destinado a crear una nueva arquitectura financiera internacional se desarrolla en torno a la noción de la participación del sector privado como forma de reequilibrar lo que se percibe como una injusticia en la distribución de los costes entre los deudores y los acreedores. En un esfuerzo por conseguir este objetivo, el Fondo Monetario Internacional está buscando activamente un nuevo Mecanismo de Reestructuración de la Deuda Soberana. Sin embargo, en ausencia de un banco central internacional o un prestamista de último recurso que también pueda cerrar la institución de préstamo y de un foro de quiebra que pueda reemplazar la gestión del país deudor concediéndole al mismo tiempo una suspensión provisional, el MRDS se limitaría tan sólo a un código de conducta, una lista de prácticas adecuadas que los países deberían seguir si quieren reanudar el acceso rápido a los mercados de capital internacionales. En un mundo en el que el multilateralismo está perdiendo terreno, la creación de cualquier nueva institución internacional de este tipo es altamente improbable.

En cualquier caso, en ocasiones se dará el caso de que un país o su gobierno decida aislarse de la economía internacional. Ningún MRDS podrá evitar nunca esto, ni tampoco contribuirá a conseguir que estos casos sean cada vez menos probables. Al igual que la prevención de crisis nunca puede ser tan eficaz como para evitar todos estos casos, la gestión de crisis no podrá nunca esperar eliminar para siempre la posibilidad de que se produzcan impagos irregulares. No obstante, en la medida en que se conozca de antemano y se aplique de forma sistemática un procedimiento aceptado, éste podrá reflejarse en instrumentos financieros disponibles. Esto constituiría un avance que sería muy bien recibido. No obstante, todavía estamos muy lejos de un escenario semejante, de hecho, uno podría argumentar que un cierto grado de gris, de libertad en las negociaciones, es una característica inherente de la resolución de los problemas de la deuda; es decir, a menos que queramos que la financiación internacional sea tan prohibitivamente cara que se reduzcan los flujos de capital al mínimo. El fortalecimiento de los sistemas financieros nacionales y las finanzas públicas constituye para la atención internacional una vía mucho más prometedora que un posible MRDS. También debería tenerse ampliamente en cuenta el fomentar las inversiones extranjeras directas en la banca a través de la no discriminación entre acreedores externos y locales en la gestión de crisis.