Qué hará Trump si vuelve a ser presidente

Donald Trump en un mitin de campaña en el Rochester Opera House de Rochester, Nuevo Hampshire.
Donald Trump en un mitin de campaña en el Rochester Opera House de Rochester, Nuevo Hampshire. Foto: Liam Enea (@liamenea) - CC BY-SA 2.0 DEED

Tema
En este documento se analizan cuáles serían los principales elementos de una segunda Administración Trump.

Resumen
La incertidumbre planea de cara a los resultados de las próximas elecciones en Estados Unidos (EEUU) a pesar de la histórica condena del expresidente Donald Trump por 34 delitos, lo que no le impide continuar su campaña o convertirse en presidente. En el caso de que Trump ganara, todo apunta a que adoptaría un enfoque disruptivo, nacionalista y vengativo, que tendría importantes implicaciones internacionales, muy especialmente para la Unión Europea (UE). Atacaría la función pública y rompería con la aplicación independiente de la ley; sembraría dudas sobre si acudiría en ayuda de un aliado que fuera atacado, podría desplegar a la Guardia Nacional para hacer frente a la inmigración y aumentar el orden; y en el ámbito económico, continuaría aplicando políticas de corte mercantilista y bajadas de impuesto.

Análisis

1. La incertidumbre del resultado

El 5 de noviembres se celebran las próximas elecciones presidenciales en EEUU. También se renovarán la totalidad de la Cámara de Representantes, un tercio del Senado, una docena de gobernadores y numerosos cargos locales. Tras un proceso de primarias con pocas sorpresas, es casi seguro que la pugna de 2020 entre Joe Biden y Donald Trump se repetirá. La reciente condena del expresidente en el estado de Nueva York por 34 cargos por falsificación de registros comerciales no implica que vaya a ir a prisión, algo que se presume como muy improbable. Tampoco le impide continuar su campaña y, según los principales estrategas de ambos partidos, sigue estando bien situado en su carrera contra Biden. Y a pesar de que se podría enfrentar a la amenaza de penas de prisión más graves en los otros tres casos que tiene pendientes ante la justicia –dos federales y uno en Georgia– estos están empantanados por las apelaciones y otras luchas legales, por lo que sigue sin estar claro si alguno de ellos irá a juicio antes de las elecciones de noviembre.

Se ha convertido en un tópico decir que estas elecciones son las más importantes de la Historia. Pero dado el elevado nivel de polarización del país, la incertidumbre del entorno internacional y la idiosincrasia de Trump no es exagerado remarcar la importancia y las implicaciones de lo que suceda el próximo noviembre. Tampoco es usual tener grandes mayorías de estadounidenses tan descontentos con sus elecciones y con los dos aspirantes. En todo caso, el entorno político actual se parece más al de 2016 que al de 2020, especialmente en lo que respecta al entusiasmo (o la falta de él) sobre todo entre la base demócrata (que además está cada vez más dividida por la situación en Gaza).

Según los sondeos, Trump prevalece en cuanto a la confianza para manejar la mayoría de los asuntos, fundamente la economía, que históricamente ha sido el elemento que decide el voto entre la mayoría de los estadounidenses. En ese sentido, es llamativo que Biden no haya podido convencer de que su gestión ha sido bastante buena, con elevado crecimiento y un desempleo en mínimos históricos. Y es que la subida de precios ha sido traumática para las clases medias y bajas. Sin embargo, Biden puntúa competitivamente en atributos personales clave. Pero con tantos votantes sintiéndose presionados, tratando de decidir entre el menor de los dos males, algunos podrían plantearse que es el momento adecuado para una opción independiente o de tercer partido. Una de ellas es Robert F. Kennedy, que empezó como contrincante demócrata de Biden pero ahora se presenta como independiente. Kennedy está en la papeleta en una docena de estados, entre ellos algunos de los indecisos. Su posible efecto en los dos principales candidatos no está claro. Al principio, despertaba el interés de los demócratas descontentos con la elección de su partido y arrastrados por su apellido, pero desde que la postura antivacunas de Kennedy y sus teorías conspirativas han recibido más atención, ha atraído más apoyo de los republicanos que buscan otra opción. Sin opciones de ganar, sólo inyecta más incertidumbre.

De ahí el interés por examinar las encuestas en los estados indecisos. La batalla por el Colegio Electoral pasa por los seis estados de Arizona, Georgia, Michigan, Nevada, Pensilvania, Wisconsin, que Biden ganó –por poco– en 2020, más Carolina del Norte, que Trump ganó por menos de dos puntos, y quizás incluso Florida, que Trump ganó por tres puntos en 2020 pero donde una nueva prohibición del aborto de seis semanas ha dado energía a los demócratas (se suele decir que, si las mujeres menores de 40 años salieran en tromba a votar, Biden ganaría con facilidad). La cuestión es si Joe Biden podrá enhebrar la aguja de nuevo en estos estados, en una carrera que parece más difícil que la de hace cuatro años.

Hoy por hoy, parece bastante improbable que Biden recupere los estados del Sun Belt de Arizona, Nevada y Georgia, replicando los fuertes márgenes entre los votantes latinos en los dos primeros, mientras que en Georgia necesitaría que los votantes afroamericanos se volcaran de nuevo con él. En su lugar, la carrera por la Casa Blanca pasaría por los estados del Rust Belt de Wisconsin, Pensilvania y Michigan, donde Biden sigue siendo competitivo. Además, un nuevo memorando de la campaña de Trump sostiene que dos estados tradicionalmente azules –Minnesota y Virginia– estarían ahora en juego.

A día de hoy, por lo tanto, es imposible anticipar quién ganará a pesar de que muchas cosas han cambiado desde el inicio de las primarias: la economía ha mejorado, la campaña de Biden ha gastado decenas de millones de dólares en anuncios en los estados clave y la celebración y condena del juicio penal de Trump en Manhattan, mientras que, en el exterior, el conflicto en Oriente Medio se intensifica y Ucrania pierde terreno en su contienda ante Rusia.

Las encuestas reflejan prácticamente un empate en un contexto de desafección por parte de los votantes y falta de atractivo de ambos candidatos. En el caso de Biden por su edad, por la que los votantes lo consideran débil, y en el de Trump por su radicalismo. También existe la posibilidad de que, si el resultado es muy ajustado y, sobre todo, si gana Biden, Trump no lo acepte y anime a sus bases a una insurrección, cuyas consecuencias serían difíciles de anticipar y peligrosas.

2. Un segundo mandato de Trump

Existe consenso en Washington sobre que un segundo mandato de Joe Biden sería continuista, mientras que una segunda Administración Trump sería mucho más disruptiva que la primera, tanto para la política interna como para la internacional y, por supuesto, para la economía mundial.

Cuando Donald Trump se presentó por primera vez a la presidencia en 2016, era el outsider político por excelencia: carecía tanto de experiencia de gobierno como de una red de apoyo en Washington y dentro del partido republicano. Aunque prometió una reorganización radical –y puso nerviosos a sus aliados al iniciar guerras comerciales y poner en duda el compromiso de EEUU con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)–, sus ambiciones e impulsos más agresivos se vieron frenados por funcionarios y legisladores de la corriente de centroderecha del partido, sobre todo en los dos primeros años de legislatura. Esta vez su propuesta es muy diferente. Trump promete una ruptura mucho más profunda con lo que solía ser la ortodoxia de su partido y, además, dada su experiencia, se siente más capacitado para sortear los obstáculos que le impidieron avanzar su agenda política durante su primer mandato.

En la Conservative Political Action Conference (CPAC) de febrero de este año, Trump señaló cuál sería su planteamiento si derrota a Biden en noviembre. Y consta de dos vertientes. Primero, una revolución política de derechas para revertir muchos de los movimientos de Biden en los últimos tres años. Segundo, una misión de venganza contra sus oponentes políticos, para castigarlos por la persecución que dice haber sufrido a manos del sistema judicial estadounidense. En otras palabras, Trump 2.0 no sería un pivote hacia el centro. Aunque tampoco está claro que pueda llevar adelante sus postulados más maximalistas.

Alrededor de estas dos vertientes, parece tener una agenda bastante elaborada sobre todo a través de grupos afines del Partido Republicano como la Heritage Foundation y el American First Policy Institute (AFPI). También cuenta con un amplio grupo de jóvenes seguidores muy radicalizados que estarían preparados para ocupar puestos en la administración en una estrategia de concentración del poder en manos del presidente y de “despidos” de empleados públicos considerados no afines. Pero Trump cuenta también con un círculo aún más cerrado, un pequeño grupo de avezados operativos de campaña y un estrecho entorno de antiguos funcionarios, consejeros y confidentes deseosos de aplicar sus ideas. Un círculo más difícil de penetrar y que apunta a una “presidencia imperial” que “remodelará América y su papel en el mundo”.

Varios documentos esbozan la estrategia trumpista para un segundo mandato, aunque quizás el que ha llamado más la atención sea el documento público de la Heritage Foundation titulado “Proyecto 2025”, que cubre todas las áreas de gobierno (en materia de seguridad nacional, los documentos del Centro para la Seguridad Estadounidense del AFPI son seguramente más relevantes).

Una segunda Administración Trump plantea concentrar el poder en la presidencia, reducir los contrapesos del Congreso y el poder judicial y reducir drásticamente el papel del gobierno federal. Esta amenaza de lanzar purgas en la judicatura federal y la burocracia es, en opinión de muchos críticos, una señal de una mayor inclinación autoritaria para un segundo mandato. También planea recortar impuestos, cancelar las políticas contra el cambio climático y adoptar una agenda aislacionista y no-cooperativa en el ámbito internacional. Está sopesando, además, indultar a cada uno de sus partidarios acusados de atacar el Capitolio el 6 de enero de 2021, más de 800 de los cuales se han declarado culpables o han sido condenados por un jurado.

La capacidad de Trump para lograr algo de esto dependerá en parte de las personas y grupos que lo rodeen, desde los posibles miembros de gobierno, pasando por sus asesores, donantes y aliados mediáticos y, sobre todo, de cómo quede la composición de las Cámaras tras las elecciones (hay que recordar que en noviembre también se renovarán la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado). Pero, en la práctica, se trata de un proyecto maximalista y de difícil aplicación. Además, es posible que algunos de los anuncios de Trump en la campaña, como el de “Ser un dictador, pero sólo un día” o elevar los aranceles un 10% a todos los países (un 200% para los coches eléctricos chinos y un 60% para el resto de productos chinos), no llegaran a producirse.

En todo caso, se pueden anticipar algunas líneas generales de su política económica y exterior. En relación con Rusia y Ucrania, Trump posiblemente suprimiría el apoyo financiero y humanitario a Ucrania mientras que mantendría o reduciría una parte del apoyo militar, dando alas a Putin y abriendo un complejo panorama de incertidumbre para la UE. En contra de lo que a veces se piensa, el presidente de EEUU no puede sacar al país de la OTAN. Los congresistas de ambos partidos introdujeron discretamente a finales del año pasado en el proyecto de ley anual de política de defensa, aprobado con apoyo bipartidista, un texto que limitaba el poder del presidente para retirar a EEUU de la Alianza. Pero con su retórica, y sobre todo por la posible implementación de una política de hacer a la OTAN “inactiva”, podría reducir la credibilidad del artículo V de la Alianza Atlántica, que garantiza la defensa de todos sus miembros en caso de agresión. Esta actitud de Trump, unida al fin del apoyo militar a Ucrania, forzaría un acuerdo con Putin (tal vez un reparto del país) y podría abrir la puerta a medio plazo a una invasión rusa de Estonia, que obligaría a la UE a repensar su política exterior y de seguridad. Sería necesario un rápido aumento del gasto militar (tal vez financiado con deuda conjunta) y un paraguas nuclear europeo (que teóricamente podría proveer Francia). Pero ahí la UE se enfrentaría con muchas dificultades para avanzar como bloque y no es descartable que se optara por negociar con Putin una política de apaciguamiento. La posición que tomara el hoy débil gobierno alemán sería clave.

Además, Trump, que no oculta su desprecio por la UE, intentaría bilateralizar las relaciones con los Estados miembros, como ya hizo en su primer mandato, y mostraría especial animadversión por los países con los que EEUU tiene mayores déficits comerciales, Alemania e Italia, aunque la sintonía política con este último podría facilitar la relación. Las estructuras de cooperación “occidentales”, así como las posiciones comunes en organismos internacionales, se verían socavadas (una posible excepción podría ser un G7 ampliado). Posiblemente, EEUU no abandonaría organizaciones internacionales existentes, pero les prestaría poca atención o simplemente exigiría a sus antiguos aliados un vasallaje prácticamente completo.

En cuanto a la política económica, la visión imperante de la propia Administración Biden –preocupada por la seguridad económica, el neoproteccionismo vestido de friend-shoring, el apoyo a la industria americana y la rivalidad con China– facilitaría a Trump algunas de sus políticas económicas de corte nacionalista. En la relación económica transatlántica, lo más probable es que se eliminara el Trade and Technology Council, que durante los últimos años ha servido de institución de cooperación económica a ambos lados del Atlántico. Además, son esperables nuevos aranceles, como los que Trump impuso sobre el acero y el aluminio en 2018. Esta vez el foco podría estar en los automóviles europeos, aunque tampoco es descartable un arancel del 10% para todos los productos. Ahí la estrategia trumpista sería similar a la de su primer mandato: establecer barreras comerciales (que por su puesto no serían compatibles con la Organización Mundial del Comercio –OMC– a menos que tuvieran una justificación por razones de seguridad nacional), para utilizar su retirada como instrumento de negociación para obtener concesiones. Seguiría socavando el sistema multilateral de comercio y no negociaría acuerdos de librecambio con nuevos países (aunque tampoco parece razonable que EEUU abandonara los ya existentes, aunque sí podría revisar el Acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá –USMCA– en 2026). Es posible que extendiera las sanciones (sobre todo contra Rusia, Irán y Corea del Norte y, tal vez, China) y es casi seguro que recortaría los fondos de cooperación al desarrollo e invirtiera muy poco capital político en las organizaciones internacionales.

Trump posiblemente tendría una retórica más dura que Biden hacia China, pero en la práctica sus políticas serían continuistas (los controles de exportaciones de productos de alta tecnología de la Administración Biden han sido más dañinos para la economía china que los aranceles de la era Trump). Aun así, es probable una nueva guerra comercial con China (los republicanos son partidarios del decoupling más que del de-risking en relación con China), con consecuencias inciertas para la UE y España. En cuanto a Taiwán, es menos probable que Trump saliera en su defensa (a pesar de su retórica dura de “Cowboy”) que Biden. No perdamos de vista que Trump es un aislacionista pragmático y no parece que le interese meter a EEUU en una guerra.

Donde sí podría haber más apoyos y confrontación es en Oriente Medio. Habría un apoyo sin fisuras a Israel, así como más amenazas contra Irán y su programa nuclear.

En política climática y energética se daría un giro de 180 grados en relación con las políticas de Biden. Habría un discurso negacionista, apoyo a los combustibles fósiles, salida de acuerdos internacionales y recortes de la financiación para la transición climática a bancos multilaterales de desarrollo que están intentando financiar la transición en los países más pobres. Sin embargo, la Inflation Reduction Act (IRA), la ley de transición verde estrella de la Administración Biden, sería muy difícil de revertir porque eso sólo puede hacerlo el Congreso y se han generado intereses para sostenerla por parte de los estados “republicanos”, que reciben la mayoría de las subvenciones.

La política migratoria, uno de los temas centrales de la campaña, sería extremadamente restrictiva y se ampliarían los fondos para el control de fronteras y la lucha contra la inmigración ilegal, incluyendo cambios radicales en la política de asilo. Sin embargo, dado el dinamismo del mercado laboral estadounidense, en pleno empleo, seguirá habiendo entradas de inmigrantes.

En la regulación de la inteligencia artificial, la Administración Trump posiblemente optaría por políticas más restrictivas. Su desconfianza de los gigantes tecnológicos y del poder que han adquirido bajo el “tecnolibertalismo americano” lo llevarían a impulsar normas parecidas a las adoptadas recientemente por la UE.

Por último, aunque el nivel de deuda pública sobre el PIB de EEUU se aproxima al 125% y la Oficina Presupuestaria del Congreso (CBO) estima que seguirá subiendo porque en todos los escenarios futuros seguirá habiendo abultados déficits públicos, no parece que vaya a haber problemas de sostenibilidad en los próximos años. EEUU emite la moneda de reserva y se endeuda en dólares, lo que le otorga lo que Valéry Giscard d’Estaing bautizó, cuando era ministro de Finanzas francés, como el “privilegio desorbitado”. Sin embargo, las erráticas políticas de Trump, las bajadas de impuestos que ha propuesto y sus ataques a la independencia de la Reserva Federal sí podrían continuar erosionado la confianza en el dólar que ya está algo tocada por las sanciones a Rusia y, sobre todo, por la congelación de sus activos depositados en bancos del G7.

Conclusiones
Si Trump vuelve a la Casa Blanca en enero de 2025, con casi toda seguridad, intentará reducir el papel del gobierno federal, reducir los contrapesos al presidente, retomar su agenda aislacionista (tanto en el plano económico como en el político), endurecer la política migratoria, bajar los impuestos y revertir las políticas de apoyo a las minorías de la Administración Biden. También pretenderá vengarse de quienes lo han atacado e intentará evitar que sus medidas sean bloqueadas por la tecnocracia de Washington, como le pasó en su primer mandado. Si esto sucede, la UE tendrá que tomarse mucho más en serio su autonomía estratégica. La primera Administración Trump, junto con el Brexit, funcionó como un “federalizador externo” para la Unión. La llevó a dar pasos importantes en su integración ante las amenazas externas. Pero, esta vez, el riesgo que supone Rusia es mayor, lo que exigirá tomar decisiones difíciles en materia de seguridad y defensa, algo a lo que muchos nacionalistas en Europa podrían oponerse. Por eso, en parte, son tan importantes las elecciones al Parlamento Europeo del próximo junio.

En el ámbito doméstico, las políticas de Trump aumentarían todavía más la polarización política en EEUU. Y no es descabellado que Trump intentase socavar seriamente los cimientos de la democracia estadounidense. Pero para contrarrestarlo, existe un poderoso sistema institucional que los padres fundadores diseñaron precisamente para frenar las pulsiones autocráticas de algunos de sus líderes.