Tras el «No» francés. José I. Torreblanca
Tres escenarios para dos «Noes». José M. de Areilza Carvajal
Tras el “No” francés
Son las once de la noche del domingo 29 de mayo. Se han confirmado los peores presagios. Ha ganado el “No” con una diferencia lo suficientemente clara: 4 puntos. Chirac aparece en TF1 apesadumbrado. Quizá no sea (todavía) el fin de la Constitución Europea, pero sí claramente el de su carrera política. Sin embargo, en un ejercicio de responsabilidad motivado por la toma de conciencia acerca de sus múltiples errores, manifiesta:
“Francia ha hablado, y es mi deber y el de toda Europa escuchar la voz de los ciudadanos franceses. En consecuencia, anuncio que no presentaré el texto de la Constitución Europea a la Asamblea Nacional Francesa para su ratificación. Anuncio, además, mi decisión de no presentarme como candidato a las próximas elecciones presidenciales. Hasta entonces, dedicaré toda mi energía a restaurar la confianza de los franceses en Europa y sus instituciones. Sin embargo, los franceses también debemos escuchar al resto de los europeos. Creo que el proceso de ratificación debe continuar. Este es un Tratado elaborado entre 25 países, que representan a más de 400 millones de ciudadanos. Por ello, si queremos convertir este “No” en una fuerza positiva para Europa, rectificar allí donde nos hayamos equivocado y aprender de nuestros errores, debemos dejar hablar a los europeos. Quizá sean más los que como vosotros estén preocupados por la sostenibilidad del modelo social europeo o contemplen con inquietud la falta de límites a la lógica expansiva de la Unión Europea. Todas ellas son preocupaciones legítimas. Como Jefe de Estado, mi obligación es trasladar dichas preocupaciones al resto de mis colegas de forma que podamos estudiar conjuntamente las posibles soluciones. Por ello, hace unos minutos, he solicitado al Presidente en ejercicio del Consejo de la Unión Europea que convoque un Consejo Europeo extraordinario el próximo viernes 3 de junio. Una vez finalizado dicho Consejo, compareceré de nuevo ante la ciudadanía para exponeros los acuerdos alcanzados.
Fdo. Jacques Chirac, El Elíseo, 29 de mayo de 2005”
Para los principales analistas y comentaristas la declaración de Chirac del día 29 de mayo fue lo suficientemente rotunda y, a la vez, lo suficientemente ambigua. Por un lado, aunque reconoció la gravedad del problema y la dificultad de su solución, evitó dar por terminado el proceso de ratificación, lo que hubiera supuesto enterrar definitivamente la Constitución. Con ello ofreció una muestra de buena voluntad a sus socios europeos, evitando caer en esa arrogancia que en los últimos tiempos tanto daño había hecho a la imagen internacional de Francia. Al mismo tiempo, recordó a todos los Estados de la Unión su obligación de intentar ratificar la Constitución. Al fin y al cabo, desde el punto de vista formal, de acuerdo con la Declaración número 30, la Constitución no estaría definitivamente enterrada hasta que más de cinco países se negaran a ratificarla. Con ello asestaba un duro golpe a los británicos, deseosos de cancelar su propio referéndum pero que ahora se veían abocados a abandonar la Unión si cancelaban el referéndum. Un “No” de los ciudadanos, venía a decir Chirac, no puede tener el mismo efecto que un “No” de un Gobierno. Chirac prestó además un último servicio a la causa europea: con la inmediata referencia de la cuestión al Consejo Europeo revalorizó las instituciones europeas y les otorgó un papel central en la resolución de la crisis institucional abierta por el “No” francés. Con ello les otorgó un tiempo indispensable: al fin y al cabo, aunque la Constitución Europea requería la ratificación de todos los Estados miembros, también es cierto que el plazo para hacerlo se extendía hasta octubre de 2006. Nada impedía, por otra parte, que el Consejo Europeo decidiera aplicar anticipadamente todas aquellas medidas previstas en la Constitución Europea que reunieran el consenso de los 25 y que no requirieran cambios en los Tratados y que dejara para más adelante la cristalización de algunos consensos en torno a las cooperaciones reforzadas y el diseño institucional que, por otra, parte, en ningún caso habrían de entrar en vigor hasta el año 2009, coincidiendo con el nuevo mandato del Parlamento Europeo.
Evitando el dramatismo y afirmando que la Unión podría funcionar sin ningún problema bajo el Tratado de Niza, contribuyó finalmente a calmar a los mercados y a tranquilizar a la opinión pública europea. Pero más allá de este ejercicio de responsabilidad, Chirac sembraba intencionadamente algunas incertidumbres. Aunque no lo mencionó explícitamente, su declaración no descartaba que en el futuro pudiera celebrarse un segundo referéndum si a lo largo de 2005 y 2006 las circunstancias políticas cambiaran los suficiente como para ofrecer a los franceses, si no un texto nuevo, sí al menos un compromiso político refundado tanto internamente, en Francia, como en la Unión Europea respecto a aquellas materias que preocupaban extraordinariamente a los franceses.
¿Sería el “No” francés un revulsivo para la integración europea? ¿O el comienzo de una crisis sin horizonte que sumada a la recesión en la zona euro abocaría a la Unión Europea a un nuevo período de euroesclerosis? Obviamente, todo ello dependería de las medidas que se tomaran después y de cómo se resolviera internamente la crisis política en Francia. De resolverse la crisis en Francia a favor de los socialistas euroescépticos convencidos (como Pervenche Beres) u oportunistas (como Laurent Fabius), la crisis tendría muy difícil solución: las elecciones alemanas del otoño de 2005 resultarían cruciales, pero la constitucionalización del modelo social europeo en los altos umbrales propuestos por los socialistas franceses muy difícilmente obtendría la aceptación del resto de Estados miembros; en realidad, nos plantearía una Europa imposible, con un núcleo fuerte pero estancado económicamente y una periferia débil políticamente pero muy dinámica desde el punto de vista económico.
Otro escenario alternativo sería que la crisis política interna francesa se resolviera a favor de Sarkozy, considerado unánimemente el sucesor de Chirac en la Presidencia, abogado de la Constitución Europea pero un muy destacado opositor a la candidatura de Turquía. Muy probablemente, un “No” en Holanda situaría el rechazo a la Constitución Europea más en el ámbito de las agendas típicas del centro-derecha, especialmente en lo referido a la inmigración, la seguridad y la ampliación, que en el ámbito de lo social, favoreciendo así a líderes como Sarkozy en Francia. Por eso, no sería descartable suponer que el final de la crisis viniera de la mano de un segundo referéndum en 2007, con Sarkozy de Presidente, en el que explícitamente se cerraran las fronteras de la Unión Europea a Turquía y se presentara a los franceses un plan de integración más estrecho con algunos países de la Unión en los ámbitos de coordinación económica y de seguridad y defensa.
El problema es que con sendas negativas en dos países fundadores de la Unión, el Tratado Constitucional parecería definitivamente enterrado. Hasta ahora, la regla no escrita era que al país que decía “No” se le ofrecía algún tipo de arreglo que salvara las preocupaciones de la opinión pública. Así se hizo, con éxito, en los casos de Dinamarca e Irlanda en cuestiones relacionadas con la defensa o el euro. Sin embargo, ni en los casos de Francia ni de Holanda sería fácil entender o encontrar las compensaciones que podrían satisfacer a los ciudadanos. En Holanda, el Gobierno se mostraría confuso: el encarecimiento de la vida asociado al euro, las tensiones identitarias de una sociedad traumatizada por el asesinato de Van Gogh, los saldos presupuestarios con la Unión, todo ello resultaban materias cuya solución difícilmente pasaría por el texto constitucional o por una declaración del Consejo Europeo. En Francia, el “No” de derechas, basado en el rechazo a Turquía, y el de izquierdas, centrado en lo público y lo social, tampoco serían susceptibles de ser atajados mediante declaraciones meramente retóricas.
Al final del camino, sería inevitable reconocer que el actual procedimiento en tres fases (“Convención + Conferencia Intergubernamental + referendos nacionales”) constituye un problema en sí mismo. Ello obligaría a plantearse la necesidad de convocar una nueva conferencia intergubernamental que recompusiera un nuevo Tratado Constitucional sobre las actuales Partes I y II (que recogen los principios básicos de funcionamiento de la Unión y la Carta de Derechos Fundamentales) planteando, a la vez, la necesidad de acordar (por unanimidad) un nuevo método de ratificación. Dicho método podría incluir, por un lado, la ratificación simultánea y en el mismo día del nuevo texto por parte de una mayoría supercualificada (2/3) de los eurodiputados electos en las elecciones al Parlamento Europeo de 2009 como de un colegio electoral formado por los parlamentarios nacionales de todos los Estados miembros. A dicha ratificación, le seguiría inmediatamente una consulta popular simultánea en toda la Unión que requiriera el triunfo del sí en 4/5 de los Estados y su aceptación por parte de 2/3 de los ciudadanos). Superados dichos umbrales, u otros similares, los Estados en los que triunfara el “No” automáticamente quedaran excluidos de la Unión (pudiendo, eso sí, solicitar posteriormente su adhesión).
Tal y como se ha recordado estos días, no fue otra cosa la que ocurrió con la Constitución americana de 1787, un texto simple y elegante que requería para su entrada en vigor que 9 de las 13 colonias lo ratificaran (Rhode Island rechazó en referéndum el texto y quedó al margen, pero dos años después se incorporó a la Unión). Una bonita analogía histórica, difícilmente aplicable a Francia.
José Ignacio Torreblanca
Investigador Principal, Área de Europa, Real Instituto Elcano