Ver también versión en inglés: What to do with Iran?
Tema
La relación de los países occidentales con Irán es difícil porque se enfrentan a un país con dos caras: una reformista, próxima y blanda, y otra conservadora, distante y dura, muy dura.
Resumen
Irán, como muchos otros países árabes y occidentales, atraviesa un proceso de dualización. Por un lado, cuenta en su sociedad y en su Gobierno con individuos cosmopolitas, globalizados, urbanitas, educados, laicos, liberales y autosuficientes con una importante capacidad de atracción (poder blando) hacia sus vecinos occidentales. Pero, por otro, cuenta con sectores aislacionistas, radicales, rurales, desfavorecidos y fanatizados que dificultan la aproximación occidental al lado oscuro de la revolución (poder duro). La dualización se traduce en un reparto de tareas entre el Gobierno, diplomáticos y militares encargados de las reformas internas y de las relaciones formales con terceros, por un lado, y del líder supremo, los guardianes y milicias de la Revolución encargadas de garantizar la influencia iraní en el entorno regional por otro. Dos caras de un mismo país que dificultan su relación con los países occidentales.
Análisis
La separación en dos bandos y su denominación como reformistas y conservadores no deja de ser una simplificación de la realidad, que sólo sirve para entenderla pero que no la refleja con fidelidad, porque siendo diferentes en sus visiones y expectativas, reformistas y conservadores están unidos por su pertenencia a un pasado histórico común, comparten el orgullo nacional, se solidarizan ante las presiones externas y sus dirigentes se han socializado en el régimen revolucionario. Sí que sirve para entender el reparto de tareas mencionado entre los dos interlocutores con los que las cancillerías y gobiernos occidentales se encuentran: uno amable y asequible con el que pueden entablar relaciones económicas, diplomáticas y culturales de cierta profundidad y otro intransigente y fanático, empeñado en exportar la revolución y la inestabilidad a todo el Oriente Medio. Siendo evidentes las dos caras de la sociedad iraní para los observadores occidentales, resulta más difícil cuantificar sus partidarios y, sobre todo, sustraerse a la tentación de primar aquella cara con la que coinciden sus filias o sus fobias. La falta de datos fiables sobre las tendencias sociales y políticas y el limitado conocimiento del régimen revolucionario impiden calcular con objetividad el modo de relacionarse con ambos interlocutores, con sus valedores o fustigadores y con los ciudadanos iraníes en su conjunto. Por eso, la aproximación de los gobiernos occidentales a Irán es tan complicada como necesaria en la actualidad.
La dinámica interna: avances y retrocesos
Las manifestaciones recientes registrados en Irán ponen en evidencia las diferencias internas. Mientras los conservadores jaleaban las quejas populares por la subida de precios o el desabastecimiento contra el Gobierno de Rouhani, los reformistas las dirigieron contra las autoridades religiosas, incluido el propio líder Ali Khamenei, y los guardianes de la Revolución. A los anteriores, se acabaron incorporando manifestantes que protestaron contra todo y contra todos. La interpretación occidental de esas manifestaciones ha variado según la simpatía o animadversión hacia una de las dos caras iraníes. Mientras en EEUU se ha visto una nueva edición de la “primavera verde” de 2009 frente al régimen, en Europa se ha reconocido el patrón de otras revueltas árabes y europeas contra la falta de expectativas, la desigualdad y la desafección social con sus gobiernos. Más allá de las interpretaciones subjetivas, las manifestaciones han revelado la existencia de un malestar social de fondo que no es capaz de poner en riesgo el sistema pero que se va extendiendo por entornos rurales y pequeñas ciudades que estuvieron siempre al margen de las movilizaciones sociales. También, que esas movilizaciones se van a utilizar de ahora en adelante para radicalizar el enfrentamiento entre conservadores y reformistas.
La frustración social se atribuye al desfase entre las expectativas de progreso económico generadas para justificar el Acuerdo Nuclear de 2015 y los resultados percibidos. El Gobierno recién reelegido del presidente Hassan Rouhani ha mantenido un crecimiento económico del PIB en torno al 5%, controlado la inflación razonablemente sobre el 10%, muy alejado de los picos del 30% registrados en el pasado inmediato, y un superávit por cuenta corriente cerca del 4% (según datos del Country Report de Irán elaborado por The Economist Intelligence Unit). Esos resultados han servido para estabilizar la economía macro, pero las expectativas sociales de mejora se referían a la economía de los individuos y el Gobierno reformista no puede todavía mostrar resultados contundentes en la vida diaria de sus ciudadanos.
El desempleo global se mantiene en torno al 12% en 2017, pero sube hasta el 30% entre los jóvenes que nutren el baby-boom iraní (el 40% de los aproximados 82 millones de habitantes tiene menos de 24 años) lo que explica su angustia generacional. La inflación se ha contenido en torno al 10%, pero la cesta de la compra se ha visto afectada por subidas espectaculares hasta del 50%, algunas debidas al Gobierno como la subida de la fiscalidad de los combustibles, pero otros debidos a la sequía o epidemias que han disminuido la oferta de huevos y aves para el consumo. No se puede decir que el Gobierno no haya intentado fomentar las inversiones, las privatizaciones y el comercio, pero los reformistas no han logrado su objetivo de recortar los privilegios económicos de las organizaciones religiosas de caridad (bonyads), los guardianes de la revolución y las elites rentistas. No han podido en la medida de lo esperado –dentro y fuera del país– privatizar los monopolios, racionalizar la economía, mejorar la seguridad jurídica y reducir las exenciones fiscales para potenciar la llegada de las inversiones exteriores y desbloquear los obstáculos estructurales que frenan el crecimiento económico. También hay que decir que las sanciones estadounidenses, que persisten para castigar el apoyo conservador a los movimientos terroristas y a la proliferación de misiles balísticos, dificultan el despegue de las reformas internas y la participación de los países occidentales en ellas por temor a las represalias sobre sus intereses económicos en EEUU.
Mejores resultados han tenido los conservadores en el ámbito internacional, donde sus diplomáticos y militares han ido poco a poco superando el aislamiento que padecía Irán, recuperando relaciones interrumpidas con antiguos socios y abriendo relaciones con nuevos socios. La diplomacia iraní cuenta con una tradición milenaria y una solvencia profesional que conocen muy bien las cancillerías y gobiernos occidentales que han tenido ocasión de negociar acuerdos o desarrollar relaciones con ella. Sin embargo, su enorme potencial se ha visto limitado en las últimas décadas por el expansionismo revolucionario del régimen y, sobre todo, por su programa de proliferación que condujo al aislamiento internacional y a las sanciones que concluyeron a partir de 2015.
Tras la firma ese año del Plan de Acción Comprehensivo y Conjunto (JCPoA en sus siglas inglesas), la acción exterior del Gobierno ha convertido a la diplomacia iraní en un interlocutor necesario para la solución de conflictos como el de Siria o para prevenir los que planean sobre Oriente Medio. Ha conseguido aprovechar las diferencias internas entre los países árabes del Golfo Pérsico para acercarse a Qatar, Omán y Kuwait, rompiendo la simplificación de las relaciones entre árabes y persas al reduccionismo chií-suní en el que sigue instalados Arabia Saudí y Emiratos. Ahora el enfrentamiento irano-saudí se presenta con unos tintes de rivalidad menos religiosos y étnicos y más políticos y personales, que se evidencian en la retórica del príncipe Mohamed Bin Salman. Tanto él como el presidente Donald Trump cuentan con buenas razones para desconfiar y enfrentarse al expansionismo iraní, pero se equivocan presionando a los reformadores porque sus iniciativas refuerzan a los sectores más conservadores y alimentan la espiral de involución. Iniciativas como la de cuestionar el Acuerdo Nuclear de 2015 o el reforzamiento de las sanciones tienden a separar a EEUU de sus aliados y socios, espoleando la aproximación bilateral de las diplomacias occidentales y asiática hacia la iraní. Sin embargo, la amenaza de sanciones o los excesos de retórica refuerzan a los sectores más conservadores que agitan los enemigos externos norteamericanos o saudíes para cerrar filas entre sus partidarios.
Los sectores reformistas son conscientes de la necesidad de progresar en las reformas económicas y políticas para aliviar la presión social que se está acumulando, pero también son conscientes de que todavía no cuentan con poder suficiente para hacerlo y es probable que aplacen y moderen sus iniciativas para no multiplicar los frentes de rechazo. Así no se esperan grandes avances en los derechos humanos, liberando los detenidos apresados durante las revueltas de 2009, o en la liberalización económica, recortando los privilegios económicos de sus rivales conservadores. No siendo posible –o no siendo capaces– de poner en marcha, reformas estructurales, el Gobierno parece apostar por preservar la estabilidad apoyándose en el mejor precio de los hidrocarburos y las inversiones chinas, indias, coreanas o rusas a la espera de que acaben llegando las inversiones occidentales para desarrollar las infraestructuras, reformar el sistema bancario y mejorar la productividad de la manufactura y los hidrocarburos. Si consiguen mantener la estabilidad macro y obtener algunas mejoras micro, los reformistas podrían llegar a las elecciones de 2021 bien colocados para prorrogar su control en las tareas internas, aunque se presente a ellas Ebrahim Raeisi, rival de Rouhani en mayo y que contó con el apoyo del líder supremo Khamenei.
Los riesgos de la dinámica expansionista iraní
A la hora de relacionarse con Irán, su política expansionista y conflictiva de las últimas décadas cuenta negativamente y aunque su responsabilidad corresponde en mayor medida a los sectores más conservadores, no puede atribuirse a ellos en exclusiva. Los reformadores no han tenido capacidad de influir en el diseño y en la conducción de la política expansionista pero tampoco han tenido la capacidad y la voluntad de criticar sus costes económicos, políticos y sociales. Si consiguieran hacerlo, asociando esos costes con la creciente desafección social, podrían revertir la hegemonía conservadora en la proyección exterior y aumentar su credibilidad ante unos interlocutores regionales que saben que esa proyección escapa al control de los reformadores.
En la situación actual, los conservadores pueden presentar una buena cuenta de resultados expansionistas ante sus partidarios. En Siria han apuntalado decisivamente a su principal proxy Hizbollah frente a sus rivales suníes, que era lo que pretendían conseguir por sus afinidades religiosas y étnicas, más que apoyar el régimen de Bachar el Asad por motivos políticos. En Irak, su intervención ha contribuido a prevenir la expansión del Daesh y la insurgencia suní y sus milicias no se integrarán en las fuerzas armadas iraquíes para preservar su autonomía y capacidad de influencia en los asuntos internos iraquíes. En Yemen, y quizá más por atribución saudí que por méritos propios, han conseguido rentabilizar el fracaso de una intervención militar aventurada sin necesidad de abrir un segundo frente de combate. Pero en todas partes el mejor logro de los halcones iraníes es el de preservar su capacidad de disuasión, porque son capaces de amenazar a sus rivales más directos y poderosos con medios asimétricos como la movilización de minorías, la actuación de proxies o la comisión de atentados terroristas. Para mantener la credibilidad de su disuasión bastan esos medios irregulares y no precisan recurrir a una capacidad militar convencional que es demasiado débil y obsoleta para permitir su proyección regional, al menos mientras se mantenga en vigor el Acuerdo Nuclear que limita hasta 2021 la importación y exportación de armamento convencional y hasta 2024 la congelación de pruebas misiles.
El riesgo para la seguridad regional es que los conservadores no se contenten con rentabilizar los resultados obtenidos y entren en una nueva dinámica expansionista tal y como evidencian algunos síntomas. El más peligroso y evidente es que están consolidando su presencia militar en Siria más allá de lo que ocurra con la guerra civil actual, instalándose sus milicias en el país, participando en los proyectos de reconstrucción y convirtiéndose en un actor interno, algo que no entraba en los planes de contingencia rusos y estadounidenses para abandonar el país. Su presencia, apoyada en el corredor terrestre desde Teherán a Damasco, y la posible partida de actores extra-regionales refuerza su capacidad de influencia –negativa y dura– en los conflictos regionales. En particular, su implantación en la frontera sur de Siria plantea un riesgo existencial añadido para Israel que ve, con razón, como a la tradicional amenaza de Hizbollah desde el Líbano se une ahora la de las milicias iraníes en territorio sirio, lo que explica la escalada retórica y militar en curso.
Israel se mantuvo al margen de la guerra civil siria, limitándose a realizar ataques selectivos contra las líneas de aprovisionamiento que reforzaran la capacidad militar de Hizbollah en Líbano. Son éstos ataques aéreos numerosos, permitidos (deconflicted) por Rusia y limitados a contener el conflicto en territorio sirio. Sin embargo, ahora que Irán llama directamente a su puerta sin necesidad –o en combinación– con la participación de sus proxies de Hizbolla, Hamas o la Yihad Palestina, Israel no tiene más remedio que adoptar medidas políticas y militares más activas de contención. Estas se han evidenciado en los últimos meses y constituyen una escalada hacia un conflicto no producido pero anunciado con Irán. A los contactos con potencias y líderes occidentales para explicar la gravedad de la situación y las medidas adoptadas, tanto en privado (Putin, Macron y Merkel) como en público durante la Conferencia de Seguridad de Múnich de febrero de 2018, se añade la intensificación de las intervenciones militares desde septiembre de 2017 que han desembocado en el derribo de un dron iraní y de un avión F-16 israelí unos días antes de la Conferencia mencionada.
Conclusiones
En este ambiente prebélico resulta todavía más difícil articular las relaciones bilaterales occidentales con Irán porque no se pueden ignorar los riesgos que conlleva relacionarse con un actor decidido a afrontar aventuras militares para perpetuarse en el poder o poner en riesgo la seguridad y estabilidad de países con los que ya se mantienen esas relaciones.
Tampoco pueden ignorarse los riesgos de ignorar las oportunidades que abre la existencia de un sector reformador en Irán avalado por millones de votos de ciudadanos que confían en sus resultados. Posponer las reformas estructurales una y otra vez hasta que se produzca un vuelco social precisará más tiempo del que dispone Irán para incorporarse a la revolución tecnológica y digital en curso.
Los planificadores de la acción exterior en los ministerios occidentales deben, de entrada, mejorar su conocimiento situacional porque la realidad iraní está en cambio y su percepción no puede ser fija ni distante. La realidad es dual cuando menos y se precisa mayor conocimiento de las dinámicas e interacciones internas. Un conocimiento que no se puede obtener a distancia, apoyado en fuentes indirectas y sin asumir ningún riesgo en la aproximación. Todavía es más lo que une que lo que separa a ambas realidades sociales dentro del país, pero se precisa conocer si la dinámica en curso favorece la separación, la integración o la conciliación entre ellas.
La presencia es condición necesaria para mejorar el conocimiento, pero no suficiente para orientar la influencia, por lo que hay que correr riesgos de acción o de omisión. La decantación final de la dinámica entre conservadores y reformistas y entre los sectores sociales a los que representan depende de la propia sociedad iraní. Pero no estaría mal que, por una vez, y en contra del saldo negativo de las intervenciones exteriores occidentales que pesa en el imaginario colectivo del pueblo iraní, especialmente las del Reino Unido y EEUU por ser las más recientes, se percibiera que la voluntad de apoyar a los reformadores se traduce en algo más concreto que la simple voluntad. Es la hora de los gestos, hechos y decisiones para demostrar que los países occidentales actúan con poder duro frente los desafíos duros en Irán y con poder blando para responder a las oportunidades de cooperación que se presentan en ese país.
Félix Arteaga
Investigador principal, Real Instituto Elcano | @rielcano